La generación de los 90 está en plena forma. Creció, maduró, se diversificó.
por Andrés Gómez Bravo
Recién se conocían, pero parecían viejos amigos. Tenían 25 años y conversaban en un café de Buenos Aires. Llovía. Alberto Fuguet y Rodrigo Fresán se veían por primera vez y, por esas extrañas coincidencias, descubrían que tenían mucho en común: el cine, la música, la cultura pop. Libros, películas, discos. Esa tarde discutieron sobre Steve Martin y Bill Murray. Fuguet había publicado Sobredosis, su primer libro, y Fresán era un escritor inédito, con un caudal de historias que saldrían a la calle como un disco sicodélico. Era 1990, el primer año de la última década del siglo XX. Fuguet y Fresán seguirían su diálogo y se convertirían en protagonistas de la nueva escena.
La Guerra Fría había terminado. El mundo se reseteaba y en el aire se respiraba la sensación de un comienzo. MTV era el gran laboratorio de la cultura emergente: los nuevos héroes se llamaban Kurt Cobain, Mike Patton o Beastie Boys. Tim Burton llenaba el cine de fantasía freak y Tarantino hacía de la violencia un género pop. El canadiense Douglas Coupland recogió el espíritu ambiental y lo bautizó en una novela, Generación X.
Con Fuguet y Fresán a la cabeza, la literatura en español vivía su propio big bang: un puñado de autores con vocación de estrellas explotaba sobre un cielo de astros cansados, que una vez fueron el boom. Entre 1991 y 1992 aparecieron Mala onda, de Fuguet; Historia argentina, de Fresán; Lo peor de todo, del español Ray Loriga, y Días de papel, del boliviano Edmundo Paz Soldán. Nacidos en la década del 60, hijos del rock, el cine, la TV y la cultura pop, lectores de novela americana, urbanos y cosmopolitas, trajeron una descarga de energía fresca a la narrativa en español.
Renovaron el escenario, rompieron con el cliché de la Latinoamérica rural y mágica y le dieron la última patada al basurero de la literatura de pancarta, tan comprometida como majadera y aburrida. Por supuesto, generaron escándalo: el cura Valente mandó a Fuguet al infierno. Y pese a ello, o gracias a ello también, tuvieron éxito: hicieron de la literatura una fiesta. Imposible no leerlos.
Después vino McOndo, esa antología parricida, y ya saben lo que pasó. Los acusaron de frívolos, snob y vendidos. Una copia de la narrativa gringa. Dijeron que su éxito era puro marketing. Incluso Luis Sepúlveda, que aún no pide perdón por lo mal que escribe, los calificó de “literatura light” y de ser “hijitos de su papá”.
La fiesta de los 90 se acabó hace rato. Los hijitos crecieron. Y mientras sus detractores se convierten en los fantasmas de viejas navidades o sobreviven plagiando, plagiándose o persiguiendo premios, que es otra forma del plagio, ellos están en plena forma. A principios de año, Paz Soldán publicó Los vivos y los muertos, una non fiction sobre adolescentes en EEUU. Una novela notable, que incomprensiblemente Alfaguara aún no trae a Chile. Fresán acaba de publicar El fondo del cielo, una declaración de amor a la ciencia ficción que transcurre en Manhattan y que cita, entre otros, a Tokio ya no nos quiere de Loriga. El escritor español vino a Chile y presentó en la Feria del Libro su novela Ya sólo habla de amor, junto a Fuguet, que también tiene novela nueva: Missing, acaso su libro más aplaudido, la historia de la búsqueda de su tío Carlos, perdido en EEUU.
La generación de los 90 creció, maduró, se diversificó. Hoy son mejores escritores, desde luego. Con todos sus errores de juventud, sus primeros libros aún llevan carga radiactiva, pero ya no escandalizan: se reeditan como clásicos. Como Nevermind o El joven manos de tijera. Y los recordamos como lo que fueron: los primeros sonidos de un concierto electrizante.
Fuente: La Tercera