Cuitas de la comunicación digital
Por: Ramón Rocha Monroy
Leí la pasada semana que uno de cada dos bolivianos tiene celular, lo cual daría la friolera de 5 millones de aparatitos que comunican a la gente en todo el territorio, del modo más democrático, pues la carnicera, la verdulera, el plomero, la empleada doméstica, el cocalero, el dirigente sindical, el obrero tienen celulares lo mismo que el gerente, el alto ejecutivo, el empresario o el Presidente de la República.
El culto al celular es una superstición que abre las puertas más seguras. Una práctica fácil para superar el obstáculo de la seguridad en un edificio público o privado es ingresar a paso seguro hablando fuerte por el celular con un imaginario ministro, diputado o gerente: “Sí, señor ministro, en este momento estoy ingresando”. Acabo de llegar, honorable, le traigo los documentos”. “Tengo el cheque, señor gerente, se lo llevo personalmente”.
Un celular sirve para gobernar secretamente el rumbo de una negociación árida, de un diálogo nacional o de un armisticio con el enemigo: si alguno de los delegados es muy suelto de lengua, se le envía un mensaje inmediato: “Mejor callate y no insistas”, o se le sugiere que diga algo: “Dile que no es cierto: es apenas el 8{1daedd86537fb5bc01a5fe884271206752b0e0bdf171817e8dc59a40b1d3ea59}”.
Recuerdo a un hombre prudente que le pasó un mensaje a su esposa: “No le contestes así. ¡Es mi jefe!”.
Escribí La Casilla Vacía sobre el tema de la angustia de no recibir cartas en el exilio y visitar en vano el correo. Hoy sé es peligroso tejer argumentos tecnológicos porque pronto se vuelven obsoletos. Es triste para los nostalgiosos, pero muchísima gente ha dejado de visitar la oficina de Correos.
Como dice un colega mexicano, buena parte de la trama de la novela y el teatro clásico o casi contemporáneo no tendría razón de ser si hubiera celulares o Internet. Miguel Strogoff no se arriesgaría llevando el correo del zar si pudiera enviar un correo electrónico o incluso chatear. Los Tres Mosqueteros no tendrían que luchar contra los esbirros del Cardenal por la carta comprometedora que escribió la Dama. Al Coronel que no tenía quién le escribiera le bastaría abrir su correo electrónico para por lo menos recibir cadenas, ofertas de viagra, el chiste del día o spam. La Carta Robada, de Edgar Allan Poe, ya no sería la fundación del cuento policial.
Una escena triste, que encontramos en cientos de novelas románticas, es la de la dama que desata el cintillo rosa, relee las cartas del amado que la traicionó y las echa una a una al fuego. O la de la novia despechada que pide al ex novio que le devuelva las cartas que ella le escribió, pues basta abrir el correo electrónico, seleccionar y borrar las cartas que no quiera leer nunca más.
El ejemplo más dramático es el de Julieta, cuyo suicidio aparente ocasiona el suicidio real de Romeo, cuando podía haberle enviado un mensaje diciendo: No tomé veneno es pa despistar call me cuando despierte tqm.
Fuente: Los Tiempos