Novelas fundamentales
Por: Rubén Vargas
Hay varias razones para celebrar la publicación de la colección 15 novelas fundamentales de la literatura boliviana. Se puede celebrar, por ejemplo, que sea fruto una tarea conjunta del Estado, la carrera de Literatura de la UMSA, editoriales independientes como Plural y la Embajada de España. Se puede celebrar también que la selección de la obras haya sido participativa. Académicos, críticos, escritores, editores, y periodistas culturales tuvieron voz y voto en la discusión y definición de la colección.
Estos dos hechos hicieron posible un proceso y un resultado plurales. En este sentido, es notable, por ejemplo, que la colección incluya Raza de bronce de Alcides Arguedas, habida cuenta que esta novela ha sido calificada —o más bien descalificada— por una alta autoridad del Ministerio de Culturas como una muestra del colonialismo de la cultura boliviana. LISTA. Vista de conjunto, ésta es una colección que confirma “clásicos”, propone algunas novedades y hace unas cuantas apuestas. No hay mayor novedad, por ejemplo, en la inclusión de Juan de la Rosa (1885) de Nataniel Aguirre, Raza de bronce (1919) de Alcides Arguedas, Aluvión de fuego (1935) de Óscar Cerruto y de La Chaskañawi (1947) de Carlos Medinaceli. A este primer grupo se incorpora ahora La Virgen de las Siete Calles (1941), de Alfredo Flores. Así, el largo siglo XIX y la primera mitad del XX parecen debidamente representados.
Las novedades de la colección tienen distintas vertientes críticas. En este orden, hay que destacar la puesta en valor de Íntimas (1913) de Adela Zamudio, una novela largamente olvidada hasta su redescubrimiento por Leonardo García Pabón en 1999. Es, dicho sea de paso, la única novela en la selección escrita por una mujer. (Ahora, con Íntimas y Juan de la Rosa podemos tener una perspectiva distinta de la narrativa romántica.)
Otra novedad es la incorporación de la Historia de la Villa Imperial de Potosí, crónica escrita en el siglo XVIII por Bartolomé Arzans. La novedad es que se rescata el carácter novelesco de esta obra, rasgo que ya había sido claramente percibido por su descubridor y primer editor: Gunnar Mendoza. Hay también una invención crítica en la decisión de incorporar a la novelística boliviana El loco (1955) de Arturo Borda. Sin embargo, en este caso, queda por demostrar, primero, que es una novela y, después, que es una buena novela.
Avanzando en el tiempo, en los últimos 30 años, existe una acumulación crítica favorable sobre Los deshabitados (1958) de Marcelo Quiroga Santa Cruz, Tirinea (1966) de Jesús Urzagasti y Felipe Delgado (1979) de Jaime Saenz. Su condición de novelas “fundamentales” no admite, al parecer, mayor discusión.
El panorama es distinto en la medida que la selección se acerca en el tiempo. Es más difícil la valoración de las obras contemporáneas. Matías, el apóstol suplente (1971) de Julio de la Vega, El otro gallo (1982) de Jorge Suárez, El run run de la calavera (1986) de Ramón Rocha Monroy y Jonás y la ballena rosada (1987) de Wolfango Montes Vanucci son las apuestas de esta colección que inevitablemente provocan otras apuestas. ¿Es mejor Matías que Los fundadores del alba de Renato Prada o Morder el silencio de Arturo von Vacano? ¿Por qué no Potosí 1600 del mismo Rocha Monroy? ¿Jonás o American Visa de Juan de Recacochea? Etcétera.
Esto permite un último apunte. La idea del “canon” como dispositivo crítico ronda la selección. Desde que Harold Bloom propuso su Canon occidental este concepto —bien o mal utilizado— se ha vuelto parte del paisaje crítico. No se repara suficientemente, sin embargo, en su carácter conservador. El canon es un orden cerrado, consagra —nótese el aire religioso de este vocabulario— un cuerpo de obras. En esta medida, la idea de canon contradice la naturaleza de la crítica y aún de la propia literatura: no son un orden cerrado, sino un proceso abierto y cambiante. Bajo esta consideración, la iniciativa editorial que aquí se comenta quizás podría enfatizar su carácter de colección —abierta a la incorporación de otras obras o a la depuración natural de las que no pasen la prueba de la adhesión de los lectores— y no su carácter consagratorio. Finalmente, la lectura, que es lo que cuenta, es un proceso cambiante, como es cambiante también su celebración.
Un país de novela
Fragmentos del prólogo general a la colección “15 novelas fundamentales de la literatura boliviana” Guillermo Mariaca Iturri – Carrera de literatura (UMSA)
El 23 de agosto de 2009 es, para la institución literaria y para el ámbito cultural, el homenaje a una de nuestras confianzas fundamentales. Nosotros lo supimos desde recién nacidos. Ahora lo sabe el país. Esa confianza consiste en que siempre valoramos la diversidad literaria como representación de la diversidad nacional pero, al mismo tiempo, como el espacio de reunión de todos sus horizontes. Esa certeza también implica que nosotros hacemos lo que decimos; que académicos, escritores, periodistas culturales, editores, vivimos la diversidad y practicamos el consenso. Ambas certidumbres no son poca cosa; ambas demuestran que el lugar literario, y por extensión el lugar de la cultura, es el lugar que construye un país profundamente democrático.
Las quince novelas fundamentales de Bolivia han sido seleccionadas porque representan, simultáneamente, quince proyectos de país compartiendo una misma necesidad de nación. No han sido seleccionadas por escondidas agendas de equilibrio regional, genérico o generacional. Esas quince novelas son fundamentales porque desde sus diversos sentidos estéticos y posibilidades de mundo representan nuestros horizontes compartidos. Eso, claro está, es democracia.
Las quince novelas reúnen nuestras necesidades y nuestras proyecciones educativas. En ellas encontramos lo que fuimos y lo que queremos ser, lo mejor de nuestras pasiones y lo peor de nuestras perversiones, nuestros límites racionales y nuestros sueños imposibles. En esas novelas nos aprendemos, con esas novelas nos educamos, porque con esas novelas nos preguntamos. Eso también es democracia.
Las quince novelas revelan nuestros ritos sociales. Los modos cautelosos de la mirada o las maneras abiertas de la sonrisa con las cuales construimos modernidad y renovamos comunidad. Los gestos de la sospecha y de la confianza en aquellas tradiciones que nos atraviesan cada día. Los brazos que abrazan y las manos que golpean y las espaldas que trabajan de todas las gentes que habitan nuestras calles y nuestros bosques y nuestros sembradíos. Todas nuestras convivencias están en nuestras novelas. Eso es democracia.
EDUCACIÓN. Todo eso es demasiado, pero no suficiente. Si sólo comunicaran esa fuerza, las quince novelas serían un extraordinario aporte. Y, sin embargo, hacen más.
Los imaginarios nos hacen lo que somos, consiguen que cada uno de nosotros interiorice la experiencia subjetiva de una colectividad. Esa experiencia construye nuestras identidades sociales y su valoración. Precisamente ese momento —que son todos los momentos desde que hay sociedades e instituciones—, ese conjunto de experiencias compartidas se convierten en la institución imaginaria de la sociedad: normas, sentidos, valores, es decir, instituciones. Pero cuando a la institución imaginaria de la sociedad le viene la crisis, como nos sucede ahora —crisis de la autonomía del sujeto, crisis de la unicidad del objeto, crisis de la referencia del signo, crisis del historicismo lineal, crisis de la crítica como juicio canónico, qué sería lo mejor, qué sería lo peor—, el imaginario ya no puede responder explicando cómo el individuo o la comunidad interioriza contenidos externos, sino también cómo los reelabora en nuevas formas subjetivas, o cómo resiste/subvierte un orden subjetivo previo. Es decir, el imaginario puede ser instituyente además de constituyente porque el individuo y la comunidad no sólo se conservan y se reproducen, sino también se transforman.
Mientras a la institución imaginaria le sucede la crisis, a nosotros nos sucede la encrucijada. Los discursos se disuelven y dispersan y el imaginario ya no es nuestro patrón de conocimiento. La teoría, por tanto, no tiene un rol crítico porque lo importante no es cómo se interprete o las consecuencias de esta interpretación, sino en cómo formula su cuestionamiento visibilizando las formas a través de las cuales el imaginario ejerce su sujeción. Nuestra encrucijada, por tanto, consiste en conservar la subjetividad anterior o en construir nuevas explicaciones. Ésta es la encrucijada en la que estamos y nuestra academia literaria la está encarando por la vía del cuestionamiento y el debate porque cree que ésa es nuestra responsabilidad: formar parte de una tarea ética de emancipación.
Las quince novelas, entonces, son nuestras quince intervenciones en el mundo educativo desde un gesto de autonomía intelectual.El horizonte de lo posible, que es también el espacio de visibilidad que nos otorga la cultura, determina cuál es nuestro pan de cada día. Colectiviza rutinas de socialización, espacios de coexistencia, expectativas de futuro, aceptación de las desigualdades; el horizonte de lo posible es el territorio del sentido común. Por eso, el modelo nacional de la cultura sólo admite la redistribución de las obras. Pero la desigualdad en la apropiación de la cultura no puede subsanársela con esa lógica económica de la distribución equitativa de sus textos ni con la lógica política de la igualdad de oportunidades en el proceso de producción de esos discursos. Con acceso igualitario a los instrumentos de lectura podrá redistribuirse la mirada sobre las obras, pero no la comprensión de sus sentidos ni el desafío de producirlos con autonomía intelectual. Sin posibilidad equitativa de producción de sentidos, éstos permanecerán como identidades ajenas en el rostro fragmentado de la nación. Ciertamente, entonces, el modelo nacional es valioso pero, cuando menos, insuficiente.
GUERRA. Estamos proponiendo, por consiguiente, otra comprensión: una cultura educativa radical que dramatiza un escenario de guerra simbólica donde los sentidos disputan territorios, y también un escenario de mediación y traducción donde los sentidos dialogan sus diferencias.
Esta propuesta educativa demanda que la práctica ficcional encarnizadamente produzca realidad como crisis del sentido único, como práctica de la diseminación y simultáneamente de la comunidad de sentidos. Ofrecemos una comprensión particular, planteamos una propuesta que deseamos compartirla, pero, sobre todo, confesamos una pasión densamente territorializada. Se trata de vivir la pluralidad de identidades como crisis y desafío permanente para preservar la diversidad, no como distorsión, no como defecto, no como carencia. No como si fuéramos la inevitable semilla de un Estado fallido. Se trata, entonces, de preservar la diversidad, pero ante todo de trabajar para el desarrollo sostenible de la diferencia, para la materialización de una ecología ficcional desde los andes amazónicos. De aquí su potencia, de aquí su disponibilidad para la invención de realidades. De aquí que celebremos y entreguemos a nuestras quince hijas pródigas al mundo de la educación. Al fin y al cabo, si no nos inventamos cada día, corremos el riesgo de acostumbrarnos a lo que somos.
Fuente: Tendencias