Por Gabriel Mamani Magne
Por mucho tiempo, vi a los libros no leídos de mi estantería con un sentimiento de culpa, de deuda colosal. No eran amigos que esperan y lloran por mi desaire; eran acreedores que, pensando en Eco, actualizaban la interminable columna de mi ignorancia.
Ahora soy más práctico y por momentos los veo como lo que son: simples objetos, materialidades que ocupan un espacio valioso en las maletas y en mi cuarto.
Me gusta acariciar los libros no leídos, hojearlos y repartirlos en diferentes lugares de la casa, no con la intención de leerlos sino con el fin de que estén ahí, sobre el comedor o la mesa de la tele, como suvenires de lo que pudo ser, de lo que tal vez no será, pequeñas muestras de que también se puede amar lo que nunca pasó.
Otras veces, las menos, son la promesa de que un día tendré el tiempo de leer cada página. Hay placer en imaginar lo feliz que seré cuando por fin lea aquel volumen de los cuentos completos de Guy de Maupassant o ese libro que le costó un ojo a Salman Rushdie. Me gusta pensar en toda la poesía que me espera, en la viñeta de aquella novela gráfica que dará arquitectura a ciertas ruinas.
En el ensayo-crónica Los países invisibles, de Eduardo Lalo, el autor se propone no comprar más libros. Me dediqué a imitarlo y el experimento me duró ¿dos meses, tres? Primera gran lección: no compramos libros por necesidad; lo hacemos por adicción, hábito, acto reflejo, dopamina.
No comprar libros no se trata solamente de no comprar libros. Se trata de perderse un ritual. Adiós a acariciar una portada, a husmear en las primeras páginas en busca de una oración que te refleje más que el espejo del baño. Adiós al juego previo.
No comprar libros cuando sí puedes hacerlo es recibir un escupitajo de tu versión más joven, esa para la que los veinte pesos de un libro pirata eran sinónimo de perderse la fiesta del viernes o volver a pie a casa toda la semana, y mirarte al espejo, extrañar tu melena, decir: cómo ha pasado el tiempo.
Segunda gran lección: dejar de comprar libros es señal de que la razón le ha vencido a la pasión, lo que es igual a aceptar que nos hacemos viejos.
(Y tu billetera: sigue así, chico, cómo nos faltaba ahorrar).
La abstinencia nos devuelve a aquel estante de libros no leídos, ese que Nicholas Taleb bautizó como antibiblioteca. Volvemos a ellos como quien vuelve al pretendiente rechazado, conscientes de que por algo no los hemos leído, por algo están en la lista de espera. Hurgar en la antibiblioteca es como revisar los chats que nunca hemos respondido: cuánta posibilidad de amor hemos anestesiado con estoico desapego.
Pasar el dedo por el lomo de los libros que nunca leímos. Preguntarnos qué pensarán de nosotros esos tomos, que de alguna forma nos han visto crecer igual que el peluche olvidado que nos observa desde su posición privilegiada.
Si las cosas de la casa tuvieran boca, si cada partícula de polvo que cae sobre ellas las convenciera de que no merecemos su mirada que no espera nada, nuestra historia sería diferente. Los libros no leídos nos leen a nosotros.
Fuente: La Ramona