Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El destino de los libros II
“Me he deleitado con tu novela y hoy me emociona hasta las lágrimas el artículo; es que los libros forman parte de nuestras vidas; son insumos entrañables de vida, entonces duele que uno se extravíe, que se haya quedado olvidado o atrapado debajo de un estante, de un mueble o que haya sido hurtado por un facineroso que dijo ser tu amigo y se llevó una obra de tu biblioteca para luego regalarla o venderla. Guardo en la memoria fotográfica los detalles de las tapas de mis libros: color, ilustración, hasta el olor porque cada libro tiene un olor especial, los que guardo de mi abuelo conservan aún el olor de la bohemia que acompañaba al viejo; no sé por qué pero los de Oscar Wilde se han mantenido impecables reflejando ese aire de dandy que tenía Wilde y los de Larra conservan el olor de cada uno de los rincones que he recorrido en Cochabamba. Y así cada uno se destaca porque fueron parte activa de tu ser… Puedo prestar cualquier cosa a los amigos, a los parientes: joyas, dinero, etc. menos mis libros y mi guitarra, eso nunca”.Lupe Lupe es Guadalupe Amusquívar, a cargo de la biblioteca de la Corte Suprema en Sucre. Vieja joven amiga -antigua pero menor- me escribe estas líneas a raíz de un texto mío acerca de la desaparición, hurto, de un libro amado, anotado, paso entre la oscuridad y la luz, entre el tiempo y lo eterno. Cada libro el gajo de un extenso tallo, a veces una cicatriz, otras un retoño, partes de la historia personal más íntima, aquella a donde los otros no llegan. Sus páginas vetan a los extraños; no hay mujer u hombre (para quien es mujer) cuya presencia tiña el momento en que la lectura se transforma en unción. Se puede relatar el argumento, ensayar análisis de personajes y estructura, decir lo que se quiera, todo se torna hasta superfluo cuando lo que existe entre libro y lector abunda en posibilidades y sensaciones y… en complicidad. Me angurrio hoy con El País de la Canela -que valió a William Ospina el Premio Rómulo Gallegos 2009-. Tantos son los recovecos de la mente que toca esta admirable novela, creada con la lujuria verbal y la poética de alguien similar a Marcel Schwob, sólo que circunscrita al Ande y a los extremos momentos de la conquista española y su sino inmediato y trágico, que me parece haberla escrito en todas las noches de mis cuarenta y nueve años. Me induce a la niñez, a los sueños que leyendo a Ricardo Palma despertaban en mí aquellos años sangrientos. Cuando conocí Pocona, por ejemplo, me sedujo el maíz y me subyugó la papa; sus vegas fueron majestad de silencio y casi de olvido, diría. Pero en mi interior, en Pocona, lo que perseguí fueron los espectros de Francisco de Carvajal, el Demonio de los Andes, lugarteniente de Gonzalo Pizarro. Sus huestes no sólo persiguieron a Lope de Mendoza, cuyo nombre aún se cobija cerca de algún puente de la carretera antigua a Santa Cruz; se incrustaron en los árboles, en las piedras. La obra de Ospina quedará sustraída a esos rincones de épica que guarda cada hombre que no ha perdido lo niño. Su destino, cuando el tiempo y los entuertos la hayan relegado a alguna caja o anaquel extraño, estará indefectiblemente ligado a la brutal proeza ibérica, a los rudos hombres que apenas una década después de haber destruido un imperio campeaban por la región como si hubiese sido de largo y ancho y de siempre suya. Cuando agarro Don Segundo Sombra encuentro a mi madre; a mi padre en Martín Luis Guzmán. No podemos desligarnos…
Fuente: Ecdótica