Morbo con ‘La guerra del papel’
Por: Oswaldo Calatayud
(Réplica a la crítica que escribió Manuel Vargas a “Guerra de papel”, Premio Nacional de Novela 2016. Publicado en el suplemento Tendencias de La Razón.)
A finales de los 60 Lacan y Foucault se dedicaron —implícitamente— al menos una docena de seminarios y discursos de críticas, réplicas y dúplicas repartidas en tandas semanales acerca del psicoanálisis, dando pie a una intensa reflexión que encaminó varias corrientes. Hoy estamos lejos de repetir esos debates, más que el halago de recibir una mala opinión en el periódico muy a la manera de un post de Facebook (Tendencias 9.4.17), en el que se lleva a la hoguera —nunca mejor dicho— a un cúmulo de papeles resguardados bajo el título de La guerra del papel, de cuya autoría me declaro culpable. El máximo agravio, no obstante, diría que está en el diagramado de esas páginas 2–3 que corta groseramente las fotografías hechas por un colega, además de entramarlas en un dañino fondo celeste del que me acuso alérgico, sin decir nada del collage mal encajado en el recuadro derecho. Así de superficial es la crítica que en esas páginas escribe Manuel Vargas, quien se reduce a la forma y no al contenido de la mencionada obra, Premio Nacional de Novela. Apelo a esta réplica no porque Vargas haga escarnio de mi obra (está en su derecho), sino porque su “método” es harto cuestionable.
El señor Vargas con su artículo Todo bonito tiene su feo publicado tendenciosamente en este mismo suplemento, ha inaugurado lo que yo llamaría la “crítica amarillista”, es decir, aquella que se escandaliza porque agita su zona de confort llena de sillones y libros de cabecera bien encuadernados, especulando sobre lo que ni siquiera ha terminado de leer (Vargas acepta solo haber leído hasta la página ochenta y tantos) y exagerando sobre la apariencia de un libro sin apenas haber entendido de qué trata. Qué diría Vargas y quienes piensan como él de otras obras más complejas que he ejercitado sin el afán de ahuyentar —como señala— a la ya reducida mancha de lectores que hay en nuestro país, o de los anaqueles de libros raros que atesoro por su valor visual y lingüístico, o de la pésima caligrafía que ya varios me han dicho que tengo. Quizás abundaría en supuestos a partir de la turbación que le causa que “se escriba difícil” en un país tercermundista y analfabeto, como parece sugerir.
Costal de mi harina, pues a mi modo de ver no es posible cultivar la crítica cuando no se ha leído ni siquiera la quinta parte de un libro. Resultan de ahí los criterios antojadizos y prejuiciosos que he tomado la prudencia de responder un mes después, ya que nadie se ha animado a contrastar los chismeríos y habladurías del señor Vargas. En lo formal, solo me voy a referir a un par de detalles que Vargas manipula con saña, como el calado en la tapa. Debo aclarar que ese pormenor fue obra de un error imprentil cuya circunstancia asentí, considerando que el libro abría bien así, poniendo en abismo mi autoría que se desdice cuando uno arrastra la solapa. Eso mismo hace el libro en todo su interior con escrituras, recortes y grafías que lectores más “humildes” —como los libros que dice Vargas guardar en su velador— han logrado penetrar, ¡hasta dos veces!, y con quienes he tenido conversaciones sobre pasajes de la novela que les han impactado, sin que para ellos haya sido necesario haber hecho calistenia con Faulkner o Lezama Lima. Un macurcado Manuel Vargas debió entonces leer La guerra del papel de una sentada, digerir el exótico menú antes que solo vomitar las palabras que apunta en su texto, el cual voy a tomar como un entremés literario más a los que nos tiene acostumbrados en sus cuentos, que sí he leído y que sí me gustan.
A don Manuel (a quien le pareceré un párvulo haciendo sus primeros garabatos), sin duda le dista esta escritura como a Zola le distaba el surrealismo literario. Entendible por donde se lo vea. Y esto no tiene que ver con escuelas —que yo haya estudiado en la carrera de Literatura, como tilda un renegado Vargas— sino a la forma que ambos tenemos de encarar la literatura. Como escritor que soy, me interesa enfrentarme al lenguaje de la escritura como algo más trascendente que simplemente utilizarlo para contar ciertas bonanzas. Y no es que “mi escuela” me haya maleducado, pues en Casa Montes no te enseñan a escribir o a forjar un estilo, ahí te inculcan a ser críticos ante la realidad del lenguaje. Por eso para mí, lo repito, es más importante entender el mundo a través de la escritura que contar ciertos vericuetos a partir de ella.
Claro, a un escritor gustoso de los “bailecitos” como don Manuel, las epístolas de La guerra del papel debieron sonarle a Black Metal, y es que algo de eso tiene por las atmósferas oscuras y el ruido poético que infieren, válido en todo caso para expresar problemáticas humanas como la enfermedad, la guerra y la muerte, tal cual me ha señalado un camarada metalero que va en más de la mitad del libro K., un homónimo del personaje central de mi novela al que Vargas ni escudriña, me hizo notar —tras releer la novela— que es “en extremo cruda, como el mundo que se avecina”. Otro lector apuntó, en cambio, que ésta parece haber sido concebida para un público mujeril y quizás vinculado a la poesía, como se sugiere en los cierres de cada carta que es lo poco que rescata Vargas. Esto último es muy posible, porque el otro Vargas, Rubén, a quien tuve la suerte de enseñarle algunos borradores de la novela, reaccionó en su momento con cierta revelación, lo mismo que Mónica Velásquez, poeta de cepa. Y bueno, admito que hay también a quienes les ha costado leerla, pero no por ello han hecho un berrinche público o se han rasgado las vestiduras en nombre de la “verdadera literatura” o del “libro en su estado puro”.
Antes que una novela, La guerra del papel es un pastiche: lo apunto en la primera página, si es que de hacer un análisis desde las solapas se trata. En consecuencia, es un ejercicio con una escritura que —ya lo han dicho— resultará de estilo decimonónico, atemporal y paródico para algunos… futurista y poético para otros. Lo cierto es que en ese ejercicio caligráfico y de maquetería encuentro yo una posición ante el lenguaje. Los recuadros calados, por eso mismo, apelan a una inter, o mejor dicho paratextualidad, que pone en diálogo dos perspectivas de la trama. Eso sí, no apelo al humor y mantengo un registro acorde al drama que se suscita, abúlico y desgarrador. Quizás por esto, desde una óptica populista, la novela no es solo mala y aburrida, sino además subliminal e infame, por poner un par de adjetivos a su hechura de lenguaje reciclado, lleno de tipografías, tachaduras y troquelados.
De hecho, pienso que si La guerra del papel hubiese sido una escultura o una pintura, don Manuel se hubiera fijado en el marco muy barroco o en el clavo que chuecamente lo sujeta, cuando importa la estética que propone el lienzo, el cual evidentemente puede gustar o no, pero siempre desde una posición argumentada. Es más, alguna vez quisieron catalogar a mi libro dentro del arte–objeto, aunque sostengo que sigue la línea de un trabajo con el lenguaje —ergo, literatura—, cuya máxima transgresión quizás sea su ininteligibilidad para cierto universo de lectores.
No siento haber tomado un riesgo o haberme aventurado en sofisticaciones vanguardistas. La escritura de La guerra del papel me exigía esto, así como su contrahechura paródica —La guerra del agua, que publiqué poco después— me exigía satirizar todo este embrollo con una historia cuerda de estilo manueliano, en times new roman, en formato de bolsillo, con dedicatoria y reseña, como expliqué en una nota que se publicó en enero. Cuando en ese artículo, titulado La parodia editorial, aludía al fracaso de La guerra del papel, me refería no al bodrio con el que Vargas califica a la obra, más bien me detenía en un asunto administrativo, el del circuito editorial que casi obliga —como a don Manuel— a vender a lo correveidile, paso a paso, boca a boca (lo cual valoro), pues las editoriales formales son a veces selectivas y poco ingeniosas al acercarse a un lector.
Pero al parecer tales performances han caído en saco roto, pues hay quienes ven en estas acciones solo “distractivos” a una problemática (la lectura en Bolivia) que tiene bemoles, según ellos, “más importantes”. En todo caso, si bien la literatura puede ser entendida como un pasatiempo que deba divertir —para don Manuel la única vía parece ser el hazmerreír y las ocurrencias de una “vida digna de contarse”—, considero yo que la literatura testamenta mucho más del quehacer humano, incluidos el ostracismo o el hastío, que son acaso los estados a los que ha ingresado la lectura de Vargas con mis epístolas. Probablemente esa carencia lo haya despistado como para no advertir que de entrada La guerra del papel se asume como una serie de “cartas encontradas” (no escritas por el autor, si se quiere) y en el transcurrir de un tiempo futuro que por eso mismo se permite estas licencias de un lenguaje en crisis: tecnicismos, neologismos, silencios a la manera de borrones y páginas en blanco o en braille.
Ahora bien, en la única parte en la que don Manuel Vargas se anima a analizar una cita textual, confunde al escribidor con quien en realidad dicta, procedimiento que por “obviedad” se entiende desde las primeras cartas y monólogos. De ahí que creo que el título que Vargas se pone —el de opinador— define a cabalidad su labor y el raudo acercamiento que ha tenido a La guerra del papel. Sin decir del mérito que le resta al jurado que debió, según él, encandilarse con el organicismo de la novela. Debo decir, pues, en desmedro de ciertas calumnias, que desde su presentación La guerra del papel incluyó esos “artificios” ajustados lo más posible al formato de la convocatoria; eso sí, en medio de todas esas botellas con escritos que se lanzan al mar de los concursos literarios, pues la mía alcanzó lectores a quienes les sugirió algo diferente y no el ¡socorro! que a don Manuel.
Por último, no creo que La guerra del papel sea el camino que la literatura boliviana deba o haya de tomar, pero sí es un punto de inflexión que permite precisamente reflexionar sobre el asunto del lenguaje en nuestra sociedad cuyo imaginario literario aún está teñido de “vinos y velas” como Vargas cita de mi propio texto. Considero, en todo caso, que —como en el rock— nuestra literatura precisa munirse de una actitud ante el lenguaje escrito, desde donde fuere. Como lo hacen Alisson Spedding, Vadik Barrón o Adolfo Cárdenas por ejemplo, porque a esas historias que aún hay por escribir lo visual–spot se las está tragando. Por mi parte no pienso hacer huelga de brazos caídos o aducir demencia por haber creado a este “monstruo”. Queda radicalizarme porque —como bien decía el legendario Mortis— toda revolución comienza en uno mismo. Es lo último que voy a escribir al respecto, pues a estas alturas ya hay dos libros míos que se superponen a este Premio de 2015, cerrando las perspectivas de una obra que debe andar por sí sola, con voz propia.
POST–MORBUS. Precisamente el psicoanálisis lacaniano determinaría el sentimiento inverso que Manuel Vargas parece manifestar como el del “deber cumplido”. Dice él que aún tiene el libro a la vista, aunque ya no es tema pendiente y no volverá a abrirlo. Le insto, entonces, a dejar que su ejemplar pase a otras manos, sobre todo sabiendo que ya no hay disponibles de ese primer tiraje. Los libros deben circular, no guardarse como fetiches necrofílicos. Saludo en todo caso el ejercicio que Tendencias promueve permitiendo estos debates que falta hacen en todo el quehacer artístico. Aunque apunto, ya en el espacio de las anécdotas, que ciertos lectores tampoco debieron entender lo que don Manuel escribió en su artículo de opinión, porque algunos me felicitaron por esa doble página que creyeron alabanciosa, y que a estas alturas va a cuenta de las anécdotas que va sumando esta mi guerra del papel y que bien sopesaré en tanto cuadre con mis ficciones y escritos post–mortem.
A propósito, como buen atrapaficciones que soy, un día me encontré con Manuel Vargas en la calle (de ese encuentro viene esta réplica) y lo noté algo incómodo con mi presencia. Debió creer que le daría un puñetazo como el que le dio Vargas Llosa a Gabo por un tema de faldas, pero no: lo saludé con un abrazo de colegas, le regalé mi nuevo librito, aunque no logró dar una explicación a lo que quejonamente había escrito. Eso sí, algo de verdad dijo antes de escurrirse entre el gentío: “Es que solo quería impulsar tu novela”. La alza de ventas del libro de las últimas semanas gracias a los más morbosos, además de una llamada para reeditar la novela en el exterior, le dan la razón.
Fuente: Tendencias