Por Dennis Lema Andrade
“Ninguna aventura más gustosa, más ocasionada a deleitosas sorpresas y edificantes descubrimientos, que una excursión, por vía de paseo rural antes que de exploración bibliográfica, por las revistas nacionales del tiempo pasado”, escribió Carlos Medinaceli (1898-1949) en un ensayo muy entretenido, rebosante de fina ironía, titulado Los prosistas bolivianos en la época del modernismo (1940). Allí señala, con nombre y apellido, a autores ingenuos, disfrazados de poetas románticos, empecinados en construir versos paupérrimos, y a políticos notables y respetables padres de familia a quienes las musas les soplaban al oído los versos del otro y firmaban como suyos los poemas ajenos. A su parecer, todos ellos merecían el castigo que Heine pedía para las malas metáforas: diez años de presidio.
El escritor chuquisaqueño narra, con un tono que denota a la vez fastidio y humor, que en el Potosí de aquellos tiempos, cuando se moría un hombre extravagante que tenía la costumbre, “mala, por supuesto, pésima, de coleccionar libros”, lo más común era que la viuda y los hijos quedaran pobres y además con el clavo de la biblioteca del difunto. Y cuando tenían que mudarse, decidían vender, por arrobas, aquellos papeles “inservibles” a las chancaqueras, ancuqueras, bizcochueleras y mantequeras, para envolver en ellos lo que servía para el deleite del paladar (los ancucos) y el regocijo del estómago (la manteca).
“No es que las viudas de los intelectuales no sepan leer”, aclara el autor de La Chaskañawi (1947), y explica que ellas consideraban que el difunto había sido un mal marido por culpa de aquellos cachivaches escritos, según decían los jesuitas, con ayuda del demonio. En su recuerdo, el malentretenido cónyuge había sacrificado “el pan nuestro de cada día” por adquirirlos, y de tanto leerlos se había convertido en un engreído y había terminado por desdeñar los más sagrados deberes conyugales, a tal punto que, en lugar de dormir en el dormitorio “como era su deber”, se quedaba dormido en ese cuarto de olor rancio y lleno de papeles inútiles que llamaba, con petulancia, biblioteca. Entonces, cuando el pecador fallecía, se vengaban y vendían los libros según la pasta y los papeles a 4 bolivianos la arroba.
Medinaceli, igual que su admirado Gabriel René Moreno (1836-1908), en una época sin computadoras, dispositivos de memoria ni nubes invisibles con espacio infinito de almacenamiento, afirmaban, con toda razón, que ninguna cultura literaria sería posible en Bolivia sin el cuidado y rescate del corpus textual que la constituye, algo muy difícil para los pocos “bichos extraños, excepcionales y absurdos” a quienes la literatura no sólo les resultaba importante, sino un motivo de preocupación y hasta de sufrimiento.
En La reivindicación de la cultura americana, el autor escribe: “pienso que la cultura, esa educación intelectualista que me han dado, eso de haberme introducido en lo trascendente, en el estudio y la comprensión de los altos problemas espirituales de Occidente, me ha hecho un terrible daño.
Pero ¿por qué yo he tenido tal prontitud, tal aptitud, para penetrar de golpe en los silos más hondos de estos problemas, que más que problemas se han transformado en angustias y me han tornado en un hombre atormentado por el mal metafísico?”.
En una ocasión, él mismo protagonizó una lucha encarnada por “papeles viejos” cuando murió el último director de El Tiempo, de Potosí, y sus hijas decidieron, siguiendo aquella nobiliaria “tradición potosina”, vender su biblioteca. Acudieron prestas, “como es rito”, las chancaqueras, bizcochueleras y mantequeras, pero se encontraron con un tipo raro, de apellido vasco (Barrenechea), que se presentaba como bibliógrafo (¿qué diablos era eso?, se preguntarían), que también estaba interesado en adquirir la papelería, pero extrañamente no para envolver dulces, sino para conservarla.
El vasco arrebató a las cocineras una arroba de historia y otra de geografía, y luego convocó al escritor a que se sumara a la cruzada y se comprara al menos dos arrobas de literatura nacional.
No fue fácil. Durante más de una semana, el bibliógrafo y el creador de los eternos Adolfo y Claudina se enfrascaron en intensas y airadas disputas contra “el bando contrario del campo de la bibliografía”, las chefs de la fast food de la época (a quienes Medinaceli acusa de haber envuelto ancucus con una edición hermosa, en formato de pergamino, de Las Partidas de Alfonso X), que también codiciaban los libros y folletos por la calidad del papel, pero no por el texto impreso. Ni ellas ni los deudos del intelectual fallecido quisieron nunca comprender que los papeles viejos podían ser útiles para algo más que vender manteca, y siempre les pareció “un absurdo, un contrasentido, una cosa irracional”, que también pudieran servir para leerlos.
A 75 años de su muerte, recuerdo con esta anécdota a aquel gran escritor que, en palabras de Porfirio Díaz Machicao (1909-1981), “fue un polemista ardiente y decoroso, en veces cáustico y un tanto mala lengua, que con luz de Occidente descubrió la tiniebla mestiza y con copla de cholos embriagó su ansiedad europea”.
Fuente: Los Tiempos