12/01/2017 por Marcelo Paz Soldan
Maximiliano Barrientos, una voz que arde

Maximiliano Barrientos, una voz que arde


Maximiliano Barrientos, una voz que arde
Por: Alba Balderrama

(Texto leído en la presentación de la novela En el cuerpo una voz, del autor cruceño, el viernes pasado, en el Centro Simón I. Patiño, Cochabamba, 2017)
En 2000, tropas de las FARC entraron a El Salado, un pueblo del Caribe colombiano, y masacraron uno a uno a sus pobladores en la canchita de fútbol. Mientras les cortaban las orejas, o arrancaban cabezas, cercenaban piernas y brazos los guerrilleros celebraban cada daño tocando música con gaitas y tambores propios de ese poblado. Hoy las gaitas en ese sector no se tocan más.
De la nada, historias como esta nublaban los días de un viaje soleado que hice a Colombia. Eran muchas, ni mi mente ni mi estómago estaban preparados para semejante arremetida de jarabe concentrado de violencia. Las historias embestían el momento menos pensado, desde cualquier rincón en un restaurante, en un teatro, en la calle, en el bus. Querían ser escuchadas, dejar de ser simples recuerdos. Historias de violencia, de masacres, de muertos, de un coronel sanguinario al que le decían El Alemán, historias de cómo otros desaparecieron y ellos no. Historias empecinadas en demostrar que la violencia es el agujero oscuro donde el milagro ocurre.
Esta certeza despliega el escritor Maximiliano Barrientos (Santa Cruz, 1979) en su tercera novela En el cuerpo una voz (2017). El libro es una luminosa perturbación que marca a fuego su relación literaria con la violencia.
La novela comienza cuando termina todo. Rodolfo Peña y su hermano herido de bala escapan de El General, un exmilitar que siembra el terror en todo el territorio del oriente boliviano durante la época del colapso. Una época de masacre, muerte y miedo que sobrevino a la disolución de Bolivia, cuando la Nación Camba se constituyó como tal después de que mataran al presidente indígena.
El General es la violencia hecha carne, la sola mención de su nombre hace que muchos enmudezcan y se paralicen. Lidera un ejército sangriento de esbirros, un montón de muchachos reclutados, robados o arrancados de sus comunas, aficionados al fuego, conocidos por hacer churrascos de personas, comérselas y descuartizarlas dejando entre las sobras de su motín siempre un testigo, alguien vivo que pueda contar lo sucedido. Una cicatriz de la carnicería y matanza. Alguien que haya mirado.
Peña sobrevive a este periodo, a la matanza y a los churrascos. Y cuando se restaura algo de orden, se convierte en un hombre viejo, un animal herido y descreído. Como testigo del horror vive el trauma. Es reclutado por el servicio de inteligencia donde queda atrapado en una misión que lo llevará a estrellarse con la violencia hecha cuerpo. La historia avanza empujada por otras voces sobrevivientes del colapso en las que se filtran el temblor de la entonación, los gritos mudos, la sed de venganza y muerte y la imposibilidad de mirar cualquier atisbo de belleza o de paz.
El lugar donde la violencia sucede en la novela es el cuerpo, pero también el territorio.
La historia acontece en un lugar probable, en una realidad paralela de Santa Cruz de la Sierra si es que los planes separatistas de la Nación Camba hubiesen seguido adelante. Omitiendo el instante del escalofrío repentino del “qué pasaría sí”, la novela de Barrientos se instala en una herida profunda y visible, en un tajo que el autor asesta violentamente en la historia y el territorio de Bolivia. Todo sucede sobre esta gran herida, un territorio partido. La Nación Camba se erige como una cicatriz más de la novela, es la marca de la violencia que los que la habitan cargarán siempre.
Los testigos
Barrientos, como El General, deja vivo a Peña para que cuente lo sucedido. Lo deja testigo en un territorio desolado.
Esas son las cosas que la violencia deja, testigos.
No muerte, no olvido. Testigos: ojos que vieron, cuerpos mutilados y cosidos que sufren del síndrome del miembro fantasma, voces temblorosas que no recuperan la firmeza en su entonación, hijos y nietos con fotografías por padres y anécdotas por abuelos. Instrumentos mudos y música que no suena más.
Las cicatrices como testigos. La voz de Peña cuenta cómo “En esos primeros años, cuando el conflicto cesó, no había nada nuevo, ni hombres ni cosas, y todos profesaban un culto a las cicatrices. Eso éramos: cicatrices que funcionaban”.
Lo aterrador no es la muerte, morir asado, quemado, es sobrevivirla. Haberte tragado un pedazo del muslo de tu vecino y aguantar la náusea. Haber metido los dedos en el costado abierto y sangrante de Jesús en la cruz y luego creer. Haber amado con todo tu ser, una, dos, cien veces y haber sobrellevado la pérdida, listo para fracasar nuevamente. Haber creído que no crecerías jamás y crecer.
Ser testigo de la desolación y mirarla de frente. El libro es eso, un llamado a mirar. A enfrentar la realidad, el horror, la pérdida y la muerte. Un llamado a no mirar a un lado.
Rodolfo Peña es una cicatriz, un testigo. Es el cuerpo de la memoria. La masa que ha quedado después de perderlo todo: hermano, perro, tierra, país, mujer y voz. Como muchos de los testigos que entrevistó después de la época del colapso.
Desprovisto violentamente de todo, a Peña solo le queda mirar el daño, pero Barrientos lo deja como testigo no para dar testimonio del pasado como una forma de impedir que el horror y la violencia se repita -en verdad sabemos que nada impedirá eso– , sino para enfrentarlo a una imagen más feroz: un hombre en llamas.
“El fuego consumiendo su rostro”. Un hombre en llamas como una visión, no como los cuerpo hechos churrascos de El General, sino un cuerpo parado frente a sus ojos, con las llamas resplandeciendo y palpitando, “calentándote las mejillas”.
El hombre en llamas es el propio Maximiliano Barrientos que luego de la ruptura violenta del territorio, del orden social, de las familias y de los cuerpos, acomete violentamente sobre sí mismo, sobre su propio texto.
La violencia es el agujero oscuro donde el milagro ocurre.
Peña sobrevive para mirar y ser testigo del milagro.
El testigo como cicatriz.
El libro será un viaje oscuro a los abismos de la violencia y él mismo se prenderá fuego para iluminarnos.
El cuerpo
Barrientos sabe como el escritor Emmanuele Carrère que “si no ilumina, la figura de Jesús ciega”. Por eso se pone rudo, despedaza la historia, su lenguaje, se prende fuego y nos espera al otro lado.
Comete el acto de violencia último y decisivo.
Barrientos da de puñetazos a lo que el mismo conocía como sus propias técnicas literarias, la violencia, la contemplación, la confesión como tensión narrativa, la música gringa, la seguridad de los hoteles, el paseo sin rumbo de los autos como en una road movie. Con los puños astillados, da una nueva forma a su escritura donde cosas pasan en el cuerpo de los personajes y en las cosas, en el propio paisaje, en la tierra rota, donde los sueños y las pesadillas se ven y se cumplen. Siguen transitando los autos pero ahora a toda velocidad, rabiando escapan del mal, de El General, del pasado, cargan dentro cuerpos con su sangre y sus visiones dejando atrás de sí densas nubes de polvo y ceniza.
“Hay que romper los cuerpos para liberar a las canciones”, decía la muchacha que cuidaba al hermano de Peña.
Romper las costumbres. Soltarlas. Quemarlas. Decirles adiós.
Jaime Saenz decía que lo fundamental para empezar el trabajo de escritura, el trabajo poético, era “la preparación del ‘horno’: había que sublimar los metales a través del fuego, pues era necesario crear primero la sustancia de la creación. Este fuego esencial se forma a partir del decir adiós, al que se suman el vivir en el corazón del dolor y un estar próximo y permanente a la muerte”.
Así escribe este su libro Maximiliano Barrientos diciendo adiós a su propio lenguaje y se inmola para dar lugar a una nueva forma de literatura, que se aleja violentamente de sus propias mañas. Dice adiós y se deshace de toda certidumbre, deja lo que conoce tan bien cuando escribe y su escritura se sumerge en el dolor hasta que lo indescifrable, lo que está debajo de En el cuerpo una voz, se vuelva luz y estremecimiento. Escribe y espera a que lo que está ahí se revele al escritor, primero, y al lector, luego, desde el propio texto, como un milagro, como una intensa luz.
Barrientos quiebra violentamente la forma de su lenguaje y se revelan seis capítulos en su libro. Pedazos de un parabrisas roto al fondo de un barranco en los que Rodolfo Peña se refleja y que el lector mira buscando ya no el horror, sino algo que no tiene nombre: una intuición, una respuesta, algo secreto, algo que descifrar. Cada pedazo parece responder a un género distinto, va desde el terror, el policial o el thriller hasta la narración onírica y la fantasía. Son pedazos que responden al caos, a la arbitrariedad, al accidente. Como la imagen de un “Chrysler destrozado en el fondo de un barranco”. Sin el accidente, sin la violencia, el lenguaje no cambia. Se repite a sí mismo en el horror. Es necesario que la voz del que sobrevive recupere la firmeza, alguna, cualquiera, para hablar de nuevo. Una vez roto el texto, aparece una nueva voz, que surge extraña como un milagro.
La voz
Conmueve lo que ha hecho y, como lector, se agradece. Es lo que un escritor hace. Lo decía Saenz, prender el cerillo y lanzarlo sobre el propio cuerpo. Realizar la obra en uno mismo, hacerse.
Barrientos sabía que la novela sería accidentada, llena de arrebatos y náusea, pero nos necesitaba como testigos. Con los ojos abiertos de espanto y sorpresa. Nos necesita despiertos para presenciar el milagro. Junto con Peña, los lectores asistimos a su inmolación y aprendemos a leerlo bajo una nueva luz.
La lectura como experiencia física y reveladora.
En el cuerpo una voz parece haber sida escrita en una especie de arrebato, como la transcripción automática de un mensaje divino y secreto susurrado al oído del autor por una voz estruendosa que se ha filtrado por una cicatriz de la vereda. Una voz que viene de la profundidad de la herida que es el propio texto y que revela un estado del alma.
La lectura como experiencia mística y personal.
El libro para el lector testigo comienza cuando todo termina, en la última página.
El libro de Maximiliano Barrientos rompe violentamente no solo el lenguaje, sino las pautas de su lectura. Nos insta a leer desde el estremecimiento que provoca la imagen de un hombre en llamas y la agitación de la sangre sabia que compartimos todos.

Fuente: La Ramona