‘Matar lo amado’: por el texto y el oficio
Por: Andrés Camilo Calla Galleguillos
Hay que tener talento”, sentencia Raymond Carver en un conocido texto suyo titulado Escribir un cuento. Cotejo la frase con una de Jaime Saenz de aquella entrevista que le hace Alfonso Gumucio Dagron y que lleva por título Itinerario con la cosa: “La obra no se termina nunca, es prohibido terminar una obra”. Pues bien, ¿qué tiene que ver la una con la otra? Mucho. Así de simple.
Ambas afirmaciones habrán de pasar por un filtro, el del trabajo. Se trata de una labor ambiciosa, detallista, precisa y, muchas veces, tediosa. Desde correcciones sintácticas hasta ajustes lexicales, el trabajo del escritor (para todos ellos, aun cuando en esta ocasión sea más preciso referirnos al cuentista) consiste en elaborar una prosa, una diégesis, consonante con un estilo. Pero, ¿cómo construir un estilo sino trabajando incesantemente? Retomando a Saenz, sea la humildad la columna vertebral de todo trabajo escritural: volver la mirada siempre al texto, corregir, editar, descartar, mas nunca terminar. He ahí el verdadero laburo de todo escritor, he ahí su talento.
Matar lo amado, libro de cuentos de José Andrés Sánchez Exeni, es una de esas obras que da cuenta de su trabajo por sí misma. El libro contiene nueve cuentos capaces de ser leídos por separado como también en su conjunto. Las relaciones entre los cuentos, entre los personajes y entre los espacios no necesitan ser nombradas para cobrar gran fuerza en el acto de lectura. Y las lecturas del autor no habrán de pasar desapercibidas tampoco. No es difícil, entre las líneas del libro, encontrar al propio Carver, a J. D. Salinger, al gran Antón Chéjov, entre otros. Desde la forma hasta la temática, Matar lo amado es un gran ejemplo de una obra que no se detiene en su calidad de homenaje, sino que, a partir de su bagaje, propone.
Una Santa Cruz sin nombre, personajes que son centrales en algunas narraciones y apariciones o colores en otras, el espacio de lo cotidiano público e íntimo y la desazón del corrosivo paso del tiempo configuran el escenario de acción de los cuentos. A este conjunto temático se le adhiere una sintaxis exquisita y punzante, casi hiriente, y varios recursos retóricos que producen imágenes que, en un juego sutil, se emparejan con el uso del lenguaje alcanzando picos altos de realización.
Una de las imágenes más sugerentes es la del claustro, de aquel que es producido por cuatro paredes que aíslan los sucesos y los mantienen alejados de todo tipo de afuera con la intención de dar cuenta de la inmensidad conceptual que se expande en los adentros.
La intención del escritor parece oscilar entre mostrar la experiencia individual y la carga de lo “otro” en las cosas. La ciudad enmarcada en las cuatro paredes del libro es una ciudad construida a partir del recuerdo, del núcleo familiar y la infancia que, sin embargo, escapa del dominio de lo privado y rompe la pretenciosa noción de que la literatura solamente puede ser leída y experimentada al máximo si se es parte del contexto de su escritura. Así pues, no es requisito haber nacido o crecido en el oriente del país para dar cuenta que toda ciudad y todo escenario rompen, a corto o largo plazo, sus postales y estereotipos.
Matar lo amado se cierra sobre sucesos tanto subterráneos como de lo más comunes: la visita a una peluquería, el despertar de la sexualidad, la homosexualidad, salas de espera, oficinas, calles, avenidas, canales, etc. Sí, se cierra. Los acorrala y bajo una potente luz da pie a un interrogatorio. Y como todo interrogatorio es incómodo, tal efecto de sentido se convierte en cómplice de lectura a través de todos los relatos. Las preguntas se responden con silencio y, varias veces, con acciones tan empáticas como violentas. Saberse enclaustrado con determinado suceso produce una suerte de enfrentamiento del que no hay escapatoria y donde apartar la mirada no otorga ninguna solución. Solamente al cerrarse sobre algo de la manera en que el texto lo hace es posible abrirlo en porciones que no quieren ser visitadas. Ahí donde la mirada no suele adentrarse, las cosas como suelen ser.
Vuelvo a la decisión del autor de no nombrar las cosas. En Primo, la irrupción de un sujeto en un hogar que no es el suyo, en un dormitorio que tampoco lo es, produce inquietud entre los habitantes de aquel espacio y entre los lectores también. “¡Vieja! ¡Tu primo está en drogas!”, dice un personaje sin saber qué es lo que sucede detrás de la puerta de su habitación. El primo destruye todo, grita, canta, se golpea, está loco. Nunca se le da un nombre a su condición ni tampoco se explica el porqué de su llegada. Dar nombre a las cosas, para este caso, se convierte en una salida fácil. Nada más cierto, por supuesto: mostrar tiene mucho más valor que decir.
En su encierro y apropiación, la ciudad de Santa Cruz de los relatos, oscura, fantasmal, sofocante y agresiva, no deja de mostrarse con semejante lucidez. Unida a la temática escogida no puedo dejar de asociar a la ciudad de Sánchez Exeni con los departamentos de Carver o los escenarios de Cheever en cuanto es presentada con la mayor naturalidad posible. Nada de fascinante entre sus calles ni en sus viviendas. La ciudad sin nombre trasciende al referente. Salvo por algunas expresiones o pistas geográficas, nada une a la una con la otra. Es esta una de las propuestas del libro que responde inmediatamente a un malestar de mucha de nuestra narrativa, el de pretender ocupar y nombrar todo aspirando a un cosmopolitismo más codicioso que intelectual. Matar lo amado se ocupa de entregarle al lector una buena dosis de suelo y un recordatorio de que, antes que nada, la escritura es un oficio.
Fuente: Tendencias