Más allá de la ciencia ficción
Por: Edmundo Paz Soldán
Descubrí la ciencia ficción de la mejor manera posible, cuando tenía diez años y sólo me interesaba leer una narración cautivante. No sabía de géneros ni si, para la historia de la literatura, H.G. Wells era más o menos importante que Joyce.
En ese entonces “leía”, sobre todo, a Julio Verne, algo que –para quien leía a Verne como un contemporáneo y no le interesaba saber que era un autor francés del siglo XIX–, amortiguaba cualquier intento de proyectar el futuro en el presente; a fines de la década del setenta, ya estaba familiarizado con submarinos y viajes a la luna. No leí directamente a Verne, ¿quién lo ha hecho? Leía adaptaciones para niños y jóvenes, en versiones gráficas de revistas argentinas y en novelas resumidas, de letra grande. Cada semana, en los kioscos de Cochabamba había una nueva adaptación de Verne. Así fue como “leí” Veinte mil leguas de viaje submarino, De la tierra a la luna, etc.
No tengo idea del estilo de Verne, ni siquiera en traducción, pero en este caso importa más –creo– el vuelo imaginativo que el lenguaje. Verne resiste a todo formato y traducción. Cuando lo leía, me apasionaba pensar que allá por el siglo XIX, mucho antes de que ocurrieran ciertos descubrimientos científicos y tecnológicos, un solitario escritor había soñado esos descubrimientos. Como en el cuento de Borges, “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, Verne había soñado ciertos artefactos con tanta fuerza que había terminado por imponerlos a la realidad. Primera lección importante para un escritor: la literatura proyecta modelos de mundos posibles (pero eso no es privativo de la ciencia ficción).
Una convención implícita del género: toda obra de ciencia ficción inicia su camino hacia el anacronismo apenas publicada. En realidad, esta convención abarca a toda obra literaria: para comunicarse, algunos personajes de Henry James usan el telégrafo. Los lectores de hoy aceptamos esa extravagancia y no lo amonestamos por ello; no somos tan benévolos con los autores de ciencia ficción.
Se juzga a la ciencia ficción por su capacidad de imaginar el futuro; se mide a los escritores del género con la vara con que Victor Hugo pedía medir a los poetas: como profetas y visionarios. Nadie discute si Verne, H. G. Wells o Philip Dick eran buenos escritores; cuando se habla de ellos, es inevitable discutir cuán acertadas o no fueron sus predicciones (he estado en esas discusiones). Y sin embargo, Verne, Wells y Dick no sólo son importantes por ello sino también porque fueron grandes narradores que, al imaginar el futuro, dejaron constancia de los sueños, ansiedades y pesadillas de la Francia del “siglo del progreso”, de la Inglaterra a fines de la era victoriana, del paranoico Estados Unidos de la “guerra fría”.
Una historia de la literatura del siglo XX debería analizar el progresivo avance de dos géneros, el policial y la ciencia ficción, sobre las canónicas aguas de la literatura de corte realista. Hoy casi no hay novela realista que no juegue con algunas de las convenciones del género policial, ni que explore un tema o arriesgue un párrafo o una especulación que décadas atrás hubiera estado confinada a la ciencia ficción. Cuando nos ponemos a narrar el presente, nos topamos con la biotecnología y los piratas informáticos; el paisaje urbano está plagado por tecnologías tan nuevas que algunas ni siquiera han visitado las páginas de la ciencia ficción y ya son parte normal de la novela realista. No es casual que novelas de autores mainstream como Kazuo Ishiguro, Michel Houellebecq y Dave Eggers sean obras de ciencia ficción.
Quizás la ubicua presencia de las nuevas tecnologías en la novela realista contemporánea nos permita leer a la ciencia ficción de otro modo: más allá de los fuegos artificiales de sus artefactos futuristas y de su capacidad para imaginar un futuro posible. Es decir, más allá de las convenciones del género. Entonces, si los escritores de ciencia ficción observan el presente tratando de ver qué tendencias podrían proyectarse hacia un futuro cercano –Dick en Blade Runner– o lejano –Orson Scott Card en Ender’s Game– y radicalizarse en éste, quizás una buena lección para cualquier escritor sea leer el género y hacer el viaje a la inversa: es decir, ver qué tendencias del presente han sido radicalizadas en las novelas del género, y tratar de concentrarse en ellas para narrar dicho presente.
La historia del género en América Latina puede retrotraerse a El maravilloso viaje del Sr. Nic-Nac (1875), de Eduardo Ladislao Holmberg, considerada la primera novela latinoamericana de ciencia ficción. De ese período también se puede mencionar la novela Desde Júpiter: Curioso viaje de un santiaguino magnetizado (1878), del chileno Francisco Miralles.
Eduardo Ladislao Holmberg (1852-1937) pertenecía a la minoría ilustrada, liberal y progresista, encargada de modernizar las estructuras de la nación argentina en las últimas décadas del siglo XIX. Como buen miembro de la llamada generación del 80, Holmberg era un positivista de corazón. Profesaba la fe de Darwin y como naturalista hizo cosas importantes como explorar todos los paisajes bioclimáticos de los que constaba la Argentina; esa vocación científica no lo llevó a oponerse al arte, pues entre sus múltiples intereses se encontraba la escritura. Olvidado durante mucho tiempo, hace un par de décadas comenzó su rescate. Hoy es cada vez más mencionado, aunque sólo sea para reconocer su trabajo como precursor de la literatura de género –la fantástica, la detectivesca— en un momento en que en el continente no se había tomado conciencia de estos géneros. Pero Holmberg es más que eso.
Holmberg escribió una de las primeras novelas policiales en español (La bolsa de huesos, 1896) y una de las primeras de ciencia ficción (Viaje maravilloso del señor Nic-Nac, 1875). Las dos novelas se caracterizan más por sus buenas intenciones que por ser libros redondos merecedores del elogio; el texto por el que Holmberg verdaderamente quedará es “Horacio Kalibang o los autómatas” (1879), un cuento de “fantasía científica” sobre el autómata, esa figura mecánica que se anticipó al robot y que fascinaba por su parecido con el ser humano.
Desde niño me han fascinado los autómatas. El autómata de Hugo, la película de Scorsese, es un muñeco de bronce, menor en tamaño a un ser humano promedio. Es una de las pocas cosas cosas que a Hugo, el niño huérfano, le quedan de su padre, y por ello hace todo por repararlo; cree que en el autómata se cifra un mensaje de su padre. En uno de los momentos más inquietantes de la película, Hugo tiene un sueño en el que se ve a sí mismo como un máquina, un autómata con un mecanismo de relojería en el lugar del corazón; el autómata es lo unheimlich (uncanny), aquello que se parece tanto a nosotros que se convierte en algo que produce temor (Freud desarrolló su teoría de lo unheimlich a partir de “El hombre de arena”, un relato gótico de Hoffmann que trata del amor de Nathanael por Olimpia, de la que él no sabe que es una autómata).
En la genealogía de Hugo se encuentran textos como “Horacio Kalibang o los autómatas”. Cuando Horacio Kalibang aparece por primera vez en el relato, su rostro es descrito como si acabara de “salir del molde de una fábrica de caretas… Sus pupilas no se alteraban como el punto de mira; eran como la de esos retratos que fijan al frente y que tanto pavor causan a los niños que por primera vez los observan”. Aparte de ese rostro de espanto, el personaje tiene la peculiaridad de desafiar las leyes físicas: carece de centro de gravedad, por lo que su cuerpo puede inclinarse sin problemas mientras camina. Todo es extraño, pero su parecido a un ser humano es tan sorprendente –tan unheimlich– que nadie sospecha que es un autómata fabricado por el constructor Oscar Baum. Holmberg, sin embargo, no es un escritor sutil, por lo que desde el principio sabemos que el cuento se dirige hacia el descubrimiento de la verdadera identidad de Kalibang. En una escena brillante en un salón poblado de autómatas, estos se ponen a hacer cuadros de todo tipo, imitando batallas, bailes, escenas amorosas, etc.
Hay sugerencias interesantes en el cuento de Holmberg. Por un lado estos simulacros han alcanzado un grado de perfección tal que andan por todas partes reemplazando al hombre (“Tengo el mundo en mis manos”, dice Baum, “porque lo manejo con mis autómatas”). Esto suena mucho a Philip Dick, aunque los autómatas de Holmberg todavía no son capaces de pasar la prueba moral (si un guerrero huye o un patriota engaña, son pruebas contundentes de que se está lidiando con autómatas). Por otro lado, en el positivismo furioso de la época, el hombre también llega a ser entendido como una máquina. El problema no es que el el autómata se parezca al hombre, sino que el hombre se parezca al autómata. Es el viejo tópico literario del doble, actualizado para una época dominada por la tecnología. Holmberg encuentra inquietante el parecido, pues el simulacro puede falsificar al hombre y reemplazarlo (“si son ellos los autómatas o si lo somos nosotros, no lo sé”). De hecho, eso es lo que ocurre en el cuento, lo cual provoca una reconceptualización ontológica de lo que se entiende por el hombre: “¿Qué es el cerebro, sino una máquina, cuyos exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y mil veces transformados? ¿Qué es el alma sino el conjunto de esas funciones mecánicas?” (Bioy Casares hará preguntas similares en La invención de Morel).
En la película de Scorsese, el autómata vuelve a funcionar y escribe y dibuja mensajes (la clara inspiración es Pierre Jacquet-Droz, que a principios del siglo XVIII creó autómatas de más de seis mil piezas, capaces, entre otras cosas, de dibujar y escribir en inglés y francés y mover los ojos). Hay en Hugo una visión benigna de la tecnología, que permite la comunicación entre los hombres, el desarrollo de la creatividad y la magia. Los hombres no son máquinas; son mejores gracias a ellas. Holmberg podía pensar de igual manera y era capaz de imaginar a un autómata amable, al servicio del hombre (“esa máquina humana les enseñará… lo que deban aprender… Aunque con forma de hombre, es un libro”). Sin embargo, su cuento también pertenece a la familia de esas distopías del siglo XX que insinuaron que gracias a la tecnología algún día sería posible la peligrosa confusión entre el hombre y la máquina (“si son ellos los autómatas o si lo somos nosotros, no lo sé”), y que eso podría producir resultados nefastos. Ese “algún día” está cada vez más cerca.
En el fin de siglo XIX, hubo varios escritores modernistas que coquetearon con el género, pero el más influyente fue Leopoldo Lugones, sobre todo gracias a su libro de cuentos Las fuerzas extrañas (1906). Durante el siglo XX, aparecen las inmensas presencias de Borges y Bioy Casares, como antologadores, prologuistas y autores de obras clásicas como “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” (1940) y La invención de Morel (1940).
Borges, ese gran hacedor de prólogos, canonizó con uno de ellos a La invención de Morel (1940). Para él, la novela de Bioy Casares tenía una trama perfecta y era uno de los pocos ejemplos de una obra de “imaginzación razonada” en español. No le faltaba razón. Sin embargo, las virtudes que él le encontró no la agotan. La obra se puede leer como una arriesgada especulación sobre la relación entre el mundo real y el de las imágenes. Se podría sugerir incluso que es una de las novelas de la literatura latinoamericana del anterior siglo con mayor vigencia hoy.
Bioy Casares consideraba al texto como un homenaje al cine; homenaje, pero de aquellos que no sólo exaltan sino también cuestionan: en la nueva ecología de medios que el narrador describe, y que no ha hecho más que intensificarse desde la publicación de la novela, el mundo de las imágenes termina por cuestionar y suplantar al mundo real. La fascinación por la tecnología y la seducción de las imágenes devoran al narrador. Seducción y muerte: no otra cosa brindan, sugiere la novela, la tecnología y los medios de masa al individuo, ambivalentes promesas de modernidad para sociedades periféricas.
El narrador de La invención de Morel es un fugitivo de la justicia que ha llegado a una isla aparentemente desierta. Pronto se da cuenta que en la parte alta de una colina en la isla, en la que se encuentran un museo, una capilla y una piscina, hay gente, veraneantes vestidos de manera anacrónica. En principio, estos seres le parecen al narrador similares a él: se enamora de Faustine, una elegante y lánguida mujer, y sus celos despiertan ante un barbudo que la corteja (y que no es otro que Morel).
La certeza acerca de la realidad de los veraneantes irá siendo minada. Los hechos extraños que ocurren en torno a ellos dan pie a la duda: por un lado, son capaces de hacerse “bruscamente presentes”; por otro, parecen no oír, ni ver, ni darse cuenta de la presencia del narrador. Además, sus palabras y movimientos se repiten de manera exacta cada ocho días. El narrador acumula pruebas que indican que su relación con ellos es como una entre “seres en distintos planos”. Sospecha incluso que son de otra naturaleza.
Cuando el narrador inserta en la narración las páginas explicativas de Morel en torno a su invención, queda claro que los veraneantes son “imágenes fotográficas”, o mejor, hologramas tridimensionales. La invención es una máquina que ha grabado ocho días en la vida de los veraneantes y proyecta esa grabación al infinito, en la isla vacía. La tecnología es figurada como un artefacto capaz de dar muerte al individuo, y luego, de resucitarlo artificialmente y eternizarlo en su Archivo de simulacros: por su fantasía sentimental de querer estar eternamente junto a una mujer que lo desdeña, Morel hace que Faustine y sus amigos mueran, y él muere con ellos. Esta proyección no sólo se extiende a los personajes sino al museo, a la piscina y a la capilla: un simulacro de realidad que amenaza las nociones mismas de “identidad” y “realidad” del narrador. De la mano de la tecnología, los medios de masa se irán apoderando del narrador.
La novela relaciona los medios de masa con la idea del Archivo, y a ambos con la muerte y el más allá. Si para Friedrich Kittler los álbumes de fotografías del siglo XIX son un “reino de los muertos” más preciso que la Comedia Humana de Balzac, para Virilio el cine es, en el siglo XX, una industria fantasmal “en busca de nuevos vectores en el Más Allá”. La fotografía y el cine son Archivos cuyo tema central es la supervivencia de los muertos. La invención de Morel enfoca su reflexión en estos Archivos que no sólo contrarrestan ausencias sino que las retienen. Gracias a la imagen fotográfica, lo que ya no está más persiste de algún modo. El narrador cree avizorar un futuro en que, gracias a aparatos más completos, la vida será prácticamente tan sólo “un depósito de la muerte”. En otras palabras, la novela sugiere que la vida existirá para que exista el simulacro. No sólo eso: a la larga, no será posible diferenciar lo real de su simulacro: “ignoro cuales son las moscas verdaderas y las artificiales”, dice el narrador.
La novela da un paso más en su reflexión y, cuando Morel sugiere que el Archivo de imágenes y voces guarda un paralelismo con el destino de los hombres, cuestiona la noción misma de la realidad: “¿En dónde yacemos, como un disco músicas inauditas, hasta que Dios nos manda nacer?” El narrador se hace eco de estas reflexiones, y dice, perdiendo la noción de una identidad dura, cartesiana: “El hecho de que no podamos comprender nada fuera del tiempo y del espacio, tal véz esté sugiriendo que nuestra vida no sea apreciablemente distinta de la sobrevivencia a obtenerse con este aparato”. El espectáculo del eterno retorno de Faustine y sus amigos, le hace ver al narrador que su vida es “irreparablemente casual”. Rodeado de simulacros, él también se considera como ellos.
En este paraíso artificial, ¿qué le queda al narrador? Enamorado de un fantasma, de una mujer muerta, no le queda otra cosa, para estar junto a ella, que dejarse devorar por la pantalla y transformarse él mismo en simulacro. Con su seducción y muerte, y con su ingreso a la eternidad del Archivo, la hegemonía de una nueva ecología de medios en la isla es completa. El triunfo de la ilusión del narrador es el fin de cualquier ilusión de escapar al triunfo final de la tecnología.
La ciencia ficción recién comienza a ser tomada en serio como género en la segunda mitad del siglo XX. De acuerdo a Andrea Bell y Yolanda Molina-Gavilán, editoras de Cosmos Latinos (Wesleyan UP, 2003), una de las más completas antologías de la ciencia ficción latinoamericana, la “edad de oro” se inicia alrededor de los años 60, con la aparición de autores como el chileno Hugo Correa y la argentina Angélica Gorodischer (a los que habría que añadir el nombre de Héctor Oesterheld, que trabajaba dentro de la novela gráfica). Esta tradición propia no es tan conocida como la obra de autores que, sin instalarse dentro del género, lo utilizan para sus propios fines o entran y salen de él a su antojo (por ejemplo, el Ricardo Piglia de La ciudad ausente y el guión de La sonámbula). De hecho, en América Latina la relación tangencial y fluida con el género es la norma; con la ciencia ficción ocurre lo que ocurre, según Paqui Noguerol, con el policial latinoamericano: las historias de estos géneros son historias de transgresiones al género.
Esa relación tan fluida con el género es una de las virtudes de la literatura latinoamericana. Por supuesto, hay también novelas de ciencia ficción pura y dura, como Plop, del argentino Rafael Pinedo, Ygdrasil, del chileno Jorge Baradit (2005) y De cuando en cuando Saturnina, de la inglesa-boliviana Alison Spedding (2004). Respetan todas las convenciones del género, pero demuestran que éste, bien llevado, no tiene que ser una camisa de fuerza. Aunque dicen cosas del futuro, retratan mucho mejor el zeitgeist actual. Lo mejor que podemos hacer con novelas como éstas es leerlas a la vez como ciencia ficción y más allá de la “ciencia ficción”.
Lo confieso: yo fui uno más de esos tantos lectores que, adiestrados por las historietas norteamericanas, creían que El eternauta era un superhéroe creado por el argentino H. G. Oesterheld, con dibujos de Solano López. Recién hace un par de años se disipó mi duda, cuando pude, al fin, leer El Eternauta. Lo que no sabía era que la edición que cayó en mis manos era una alternativa que Oesterheld publicó en 1969, con dibujos de Breccia. Recién ahora pude leer el texto original. Más vale tarde que nunca.
Mi confusión se explica: como si se tratara de mensajes de los mundos paralelos en que soñaba Oesterheld, las diferentes versiones de El Eternauta, y las historias que parten de la trama principal, proliferan sin descanso. Están las tres guionizadas por Oesterheld: la original, publicada en la revista Hora Cero (1957-1959); la politizada, con Breccia; y El Eternauta II de 1976, con dudas sobre la autoría de la parte final publicada en 1977, ya que para ese entonces Oesterheld, afiliado a la organización guerrillera montoneros, había sido “desaparecido” por el gobierno militar de Videla. Están las ramificaciones: Tercera parte, El mundo arrepentido, Odio cósmico, El regreso. Una saga cuyo punto máximo sigue siendo el texto de 1957-59, aquel canonizado cuando Ricardo Piglia y Osvaldo Tcherkaski lo incluyeron en su colección de clásicos de la literatura argentina.
En su prólogo a El Eternauta, Oesterheld menciona que su obra es su “versión del Robinson”. Se trata de un Robinson contemporáneo, alguien que tiene familia y amigos y que está “rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte”. Ese hombre es Juan Salvo, que se le aparece en la primera página de la historieta a su creador, Oesterheld, en un guiño entonces todavía fresco. Salvo aparece como un viajero en el tiempo llamado el “eternauta”, pero lo que quiere contarle a Oesterheld no son las aventuras de un superhéroe sino más bien cómo Salvo llegó a convertirse en el “eternauta” (es decir, cómo un hombre común, sin poderes especiales, hizo proezas heroícas en procura de salvar a la humanidad).
Salvo comienza contando la historia desde el momento en que “era dulce la vida aquella noche helada, en mi chalecito de Vicente López, cálido como un nido…” Esa noche, en Buenos Aires, cae una nevada fatal: quienes entran en contacto con los copos de nieve mueren al instante. Salvo y sus amigos procurarán entender por qué ocurre esa nevada; pronto descubrirán que se trata de una invasión extraterrestre. La organización de la resistencia, la lucha contra los invasores, las batallas en la autopista General Paz y en el estadio de River Plate, van ocurriendo en un admirable flujo narrativo: Oesterheld entendía como pocos el arte de hacer que cada palabra ayudara al avance sostenido de la historia.
Todavía sorprende encontrar una ciudad latinoamericana como escenario de una obra de ciencia ficción. De hecho, todavía sorprende encontrar una obra maestra latinoamericana de ciencia ficción. Los dibujos expresivos de Solano López y la locuacidad de Oesterheld (excesiva para un guionista de historietas: hay dibujos que parecen abrumados por la cantidad de palabras en el cuadro), se aliaron para lograr una historieta de continuadas vueltas de tuerca –múltiples capas de invasores: los “cascarudos” son controlados por el “mano”, que a la vez es controlado por los “Ellos”–, sin muchos descendientes más allá de su propio mundo endogámico: El eternauta, curiosamente, influyó más en la historieta europea que en la latinoamericana.
El Eternauta funciona en múltiples niveles: se la puede leer de manera literal, pero también permite lecturas alegóricas. De hecho, las diferentes versiones de El Eternauta son una suerte de literalización de la alegoría: en el texto de 1957, los invasores podían ser vistos fácilmente como los militares, invadiendo el país en uno más de sus golpes de estado. Hacia 1969, un Oesterheld más politizado entrega un Eternauta “antiimperialista”, mientras que el de 1976 es un Eternauta “montonero”, en el que el pueblo, guiado por Salvo, le gana la partida al gobierno y sus abusos. La vida de Oesterheld acompaña esos cambios: nacido en 1919, en la década del 50 se convirtió en el más importante guionista de historietas en la Argentina, gracias a El Eternauta y a su colaboración con Hugo Pratt en obras como Sargento Kirk y Ernie Pike. En los años 60, Oesterheld siguió produciendo obras de peso como Mort Cinder y Sherlock Time, a la vez que su compromiso político con la izquierda revolucionaria se mostraba en una biografía del Che adaptada a la historieta y publicada en 1968. En los setenta, época de la lucha contra las dictaduras militares, se unió a los montoneros junto a sus cuatro hijas y se convirtió en el jefe de prensa de la organización. Amenazado en 1976 por el gobierno de Videla, pasó a la clandestinidad. En abril de 1977 fue, junto a sus hijas, secuestrado por los militares. Los cinco continúan desaparecidos.
A principios del 2002 llegó a mis manos el manuscrito de una novela tan extraña como fascinante. Se llamaba Plop y su autor era el argentino Rafael Pinedo. Me enteré de que había nacido en 1954 y que esta era su primera novela. Un comienzo tardío pero deslumbrante, pensé, y me preparé para grandes libros. Lamentablemente, Pinedo murió poco después de cáncer. Hace algunos años, la editorial española Salto de Página decidió reeditar Plop, y meses atrás publicó El frío —con una elegante introducción de Elvira Navarro–, una de las dos novelas póstumas de Pinedo (la otra es Subte). Leí El frío y volví a Plop. Después del fin, la obra de Pinedo está muy viva.
Pinedo dijo en una entrevista que veía a sus libros como una trilogía sobre “la destrucción de la cultura”. Como estos libros fueron concebidos a principios de la década pasada, es tentador relacionarlos con la crisis argentina de fines del 2001. Plop, sin embargo, va más allá del contexto local: el libro hunde sus raíces en la larga tradición de las narrativas distópicas, y es parte de una sensibilidad apocalíptica contemporánea que puede dialogar perfectamente tanto con Mad Max como con Cormac McCarthy. Cuando le preguntaban por sus influencias en la ciencia ficción, Pinedo solía mencionar a Levrero, sobre todo la novela París, pero no son claros los rastros de Levrero en Plop; puestos a mencionar nombres rioplatenses, habría que señalar al Fogwill de Los pichiciegos. Igual, el universo de Pinedo es tan peculiar que es difícil situarlo como heredero o continuador de alguien.
Plop es una novela post-apocalíptica. El fin ya ha ocurrido; no se explicita qué ha destruido el planeta, aunque se sugiere que ha habido una catástrofe ecológica: hay pocos árboles y la gente solo puede tomar agua cuando llueve. La metáfora principal de la novela, lo ha visto bien el crítico Zac Zimmer, es la del barro: se comienza con Plop, el protagonista principal, metido en un pozo mientras cae la tierra sobre él “y a sus pies se va formando un caldo de barro que le llega hasta las rodillas”, y se termina con ese mismo personaje “cubierto de barro… Nunca existió otra cosa que barro. Sólo figuras cubiertas de barro, como él”.
En ese paisaje desolado, lo que le interesa a Pinedo es narrar qué hace un puñado de sobrevivientes después del fin, que no es otra cosa que volver a comenzar: unos cuantos se organizan en tribus, y aparecen los tabúes, los rituales extraños, las nuevas costumbres (“No eran raros los retardados. En general, apenas aparecía un primer síntoma las madres los sacrificaban”), el sexo como moneda de cambio y la lucha despiadada por la supervivencia. En este contexto, Plop es el sobreviviente por excelencia. Nacido en la indigencia absoluta (“su madre, la Cantora, lo parió caminando, atada al borde de un carro, medio colgada, medio arrastrada”), Plop va aprendiendo rápidamente cuáles son las reglas de juego. Es más ambicioso que los demás, y eso, en una sociedad de la escasez, lo distingue y lo lleva a administrar los recursos y conseguir el poder. Pero su gran virtud es también su principal defecto: aunque la novela no se plantea como una fábula moralista, la caída de Plop está relacionada con su ambición excesiva.
Una de las tantas virtudes de Pinedo es haber encontrado un estilo que está perfectamente de acuerdo con la historia: una novela sobre la indigencia escrita con una prosa económica, de frases cortas, de párrafos de dos líneas, de capítulos como fogonazos. El lenguaje, sugiere Pinedo tanto en el tema como en la forma de Plop, es un bien que no debería despilfarrarse, aunque, en el caso de este escritor, uno hubiera querido más palabras, más historias, muchos más libros.
En la introducción a la antología de cuentos The Secret History of Science Fiction (Tachyon, 2009), James Patrick Kelly y John Kessel citan un ensayo de Jonathan Lethem, en el que el escritor norteamericano se pregunta qué hubiera pasado si en 1973 se le habría concedido el premio Nébula -el más importante de la ciencia ficción- a Thomas Pynchon, finalista en ese entonces con El arcoiris de la gravedad, y no al que lo ganó finalmente, Arthur Clarke. Para Lethem, el triunfo de Pynchon hubiera significado el deseo de la ciencia ficción de dejar de lado su estatus de género popular más interesado en “explosiones, efectos especiales, extraterrestres e historias de aventura” que en su potencial literario y artístico. Con el Nébula para Clarke, la ciencia ficción perdió la oportunidad de ser tomada en serio.
Kelly y Kessel recuerdan que a principios de los setenta la ciencia ficción se hallaba en un gran momento: después de las décadas “pulp” -los años que van de los treinta a los cincuenta–, en los sesenta aparecieron los escritores de la “nueva ola” -Brunner, Aldiss, Ballard, Tiptree, LeGuin–, que iban más allá de los límites del género y eran influidos por escritores del “high modernism” como Dos Passos y Joyce, y cineastas como Kubrick. Kelly y Kessel, sin embargo, creen que Lethem le da mucha importancia a lo ocurrido con Pynchon en 1973. Su antología muestra que, si bien el público de hoy asocia a la ciencia ficción con las películas de Spielberg, Lucas y Cameron -comercialmente exitosas y de gran influencia en la cultura popular–, en las últimas décadas se ha estado escribiendo una ciencia ficción “secreta”, generalmente a espaldas del éxito masivo. Hay dos tipos de escritores que la han practicado: aquellos que, dentro del género mismo de la ciencia ficción, han explorado cuestiones más típicas de la literatura “seria”, como el desarrollo de personajes y la experimentación formal, y algunos escritores de ficción literaria no asociados con el género y cuya obra narrativa suele ser publicada en revistas canónicas como el New Yorker. En el primer grupo, The Secret History of Science Fiction incluye cuentos magistrales como “Interlocking Pieces”, de Molly Gloss, o “The Nine Billion Names of God”, de Carter Scholz, un escritor que ha aprendido de Borges; en el segundo grupo se hallan textos magníficos de Don DeLillo, Margaret Atwood y George Saunders.
Como en toda antología, hay cuentos que brillan más que otros (las contribuciones de Thomas Disch y Lethem no son de las mejores). Pero Kelly y Kessel tienen la virtud de hacernos recordar que hubo un largo momento, allá por el siglo XIX y a principios del XX, en que la ciencia ficción no era un género de culto y ni siquiera estaba tan obsesionada con el futuro: buena parte de la obra de Verne, Poe y Wells transcurre en el presente de los autores y no tiene que ver con viajes interplanetarios o batallas galácticas. Si en el siglo XX escritores y críticos quisieron encorsetar a la ciencia ficción dentro del ghetto del género, eso está cambiando con rapidez. El Nébula del 2008 lo ganó Michael Chabon, cada vez son más los escritores “serios” que escriben obras que pueden considerarse de ciencia ficción (Houllebecq, Ishiguro, Cormac McCarthy, David Mitchell), y los de género que rompen las convenciones dentro de las que trabajan (LeGuin, Dan Simmons).
En la tradición latinoamericana no hubo tanta adherencia al género, y éste no logró consolidarse como un mundo autónomo, con sus propias revistas, críticos y premios. Por ello, la historia no es tan secreta. O al menos no debería: Holmberg, Quiroga, Lugones, Clemente Palma, Borges, Bioy Casares, Oesterheld… La lista es larga, y sin embargo, la literatura latinoamericana -tanto críticos como lectores y autores- se empeña en aparentar que la ciencia ficción es cosa de otros. La ciencia ficción latinoamericana actúa como la carta robada de Poe: se halla escondida a la vista de todo el mundo.
Fuente: www.eternacadencia.com.ar