Por Giovanna Rivero
La escritura entera es para mí un manifiesto. Y esto no significa que sea panfletaria. Es lo primero que me digo. Por lo tanto, declaración primera: nunca escribir desde ese lugar, desde el panfleto. No ceder a sus presiones, a su flecha ideológica. Para eso hay otros espacios. No ceder, me digo, aunque el corazón me palpite asustado si una villana reclama espacio en un cuento mío para decir algo inútil, frívolo, ridículo. También ella, si está hecha de tejido literario, tiene lugar. El panfleto no. Ni el libelo. En todo caso, prefiero las pantuflas y las libélulas, que son instrumentos nobles para el pensamiento.
De chica el tiempo me parecía eterno. Cumplir once años costó una vida.
Hoy no. El tiempo es un monstruo voraz y amoral, velocísimo en su zarpazo. No comprende que necesitás jirones de vos misma para escribir. En un tatuaje en el alma registro, entonces, mi segunda declaración: escribir cada día. Escribir a veces leyendo y a veces sentada en ese trono escatológico, propio de toda reina creativa que se precie: el inodoro. (No el de Duchamp, criaturas de este siglo, sino uno más ecológico, de una sola descarga de agua). Escribir –digo– en la potencia visceral de la imaginación. No dejar que la demanda económica del día a día me esclavice entera. Subvertirme siempre. Guardarme para mí, para mis lectoras, la plusvalía secreta de la creatividad, esa que crea con los residuos. Hacer del residuo, de la excrecencia, una joya.
Por cierto, le digo a mi hija que debo escribir un manifiesto y que buscaré ejemplos en Google Scholar porque no sé cómo se escribe un manifiesto, aunque quizás en cada cuento, en cada ensayo, en cada extenso relato haya venido escribiendo manifiestos sin ser muy consciente de que eran manifiestos. Necesito tenerlo claro para no copiarle todo a Marx o a los infrarrealistas, le confieso. ¿No es que te ibas a alejar for ever and ever de la academia gringa?, dice ella, recordándome la herida. ¿Para qué entonces el ‘google scholar’?, insiste. Y entonces sé que esa es mi tercera declaración.
Ahí va, pues, la tercera:
La academia no me domesticará. Que yo sea tímida y sufra de pánico escénico es una cosa, que se me cierre la garganta cuando hablo con la voz y no con la letra es una batalla mía, de mis complejos, pero que sea sumisa es otra muy distinta. ¡Vade retro, Satanás!, exclamaré cuando con las reglas de la industria académica quieran amasar mi pensamiento, la imperfección de retórica argumentativa, la mezcla de tradiciones literarias –porque escribir es poner a conversar tiempos históricos analépticos, monstruos que blasfeman con lenguas distintas–. El canon, en cambio, es monotemático, aseñorado, reductivo.
Por eso, y como esto si fuera una copla, les suelto la cuarta:
Mis talleres siempre serán como la “universidad de las catacumbas”, divulgaré textos teóricos y literarios que, con descaro y alevosía, robaré a la academia; sí, los secuestraré de su narcisista elite epistémica para distribuirlos como los panes y los peces entre los mutantes que se inscriben en mis clases. Contaminaré esa exquisita bibliografía con literatura a-canónica. Con el gozo de una niña que, con el cuchillo de la mantequilla, pasa sangre coagulada sobre el pan recién tostado, pondré a dialogar, por ejemplo, a Heidegger con Liz Greene, mi astróloga jungiana favorita. Y no crearemos otros cánones, ¿para qué repetir el modelo de mercado? Ni siquiera un canon falazmente alternativo salpicado de nombres jóvenes y cooles. Crearemos tejidos con hebras distintas, algunas recicladas de viejas medias nylon, o con hilo dental acostumbrado a hurgar en la mordida sin ortodoncia. Imitaremos la delicadeza de Frankenstein, cuando nos toque suturar esas ásperas texturas. Por supuesto, jamás dudaremos en acudir a relatos de escritoras y escritores que susurran verdades desde lugares insospechados. Lugares sin trono y sin ley, como un horizonte anaranjado del Lejano Oeste. Lugares bellamente anacrónicos donde, por ejemplo, todavía el relato oral importa. Y cómo no va a importar si entra por el más sensual de los sentidos, el oído, y luego vuelve al río sinuoso, imparable, de la voz, de las voces.
Dicho esto, me parece pertinente subrayar aun en mi Declaración quinta que…
Nunca, nunca más me avergonzaré de los primeros nutrientes de mi imaginación: las historietas, las profecías y perversas admoniciones de las pseudociencias y los folletos religiosos, el Almanaque Bristol, las revistas de divulgación, las leyendas orales e intensamente góticas en boca de mi abuela, las novelas de las vidas de las santas. Toda esta leche materna siempre vencerá sobre la dichosa “ansiedad de la influencia”. Leeré sin jerarquías, decidiré leer sin jerarquías. No al mandato de las redes. Leeré como me lo dicte el corazón y la curiosidad. No usaré esas odiosas frases superlativas: “la más mejor de su generación”, “el más más de su contemporaneidad”. Esto, ladies and gentlemen, no es una olimpiada de fisiculturismo, es camino existencial, es meter las patas en el barro, caerse, arrastrarse y caminar.
Ah, Y el ego. Oh, el maldito y necesario ego. Entro al Facebook, a las páginas culturales, al cada vez más habitado Instagram, y la explosión de los egos en contacto inflamable con el mío me obliga, en mi sexta declaración, a conminarles ya sin pudor: egos del mundo uníos. Os exhorto, egos del mundo, a unirse para buscar juntos lo trascendente, pese a las terribles pulsiones de nuestra naturaleza, que demanda saciedad inmediata. Qué rico es el aplauso, un bálsamo, lo sé. Pero renunciad a él, egos que escriben. Es difícil, claro. Tanto tiempo en la penumbra para que alguien venga y nos diga que apartemos la lámpara. Es falsa esa luz. Pongamos la mirada en el futuro. Sí, por un momento escribamos y leamos en tiempo futuro. Allá, en el futuro, cuando nuestros cadáveres sean un hogar blanco, lamido, un tierno hogar para los gusanitos y las últimas moscas sarcófagas, nada importará más que los mundos que hayamos dejado para que otras imaginaciones los habiten. “Infinitos soles”, decía Giordano Bruno, delirante y lúcido. Ardamos así, con la fe puesta en el cosmos.
A propósito de manifiestos, Marx fue uno de los primeros en reconocer el potencial político de la no presencia, de la encarnación. Yo también creo que sin fantasmas no hay revolución artística. En mi escritura siempre reinarán los fantasmas me digo. ¿O acaso la escritura misma, propulsada hacia la atrevida utopía de contener el objeto, el cuerpo, la memoria y todos sus pretéritos, no se sostiene en su condición de fantasma? La escritura, por muy técnica que se pretenda, incluso la de los contratos de trabajo, de matrimonio, divorcio o alquiler, ya es una ficción, un acto psicótico, pornografía de lo intangible. Recordaré esta séptima declaración cuando vuelva a empuñar mi teclado para no despeñarme en el absurdo afán de narrar cuentos materialmente redondos o cuadrados. La geometría es bella, pero se la dejo a David, mi hermano arquitecto.
Hablando de hermanos, Me juro algo importante en mi octava y última declaración. ¿Saben? Me prometo escribir junto a la imaginación de mi hermano muerto. Él no clausuró su narrativa, me digo, él la abrió en canal, como quien se corta las venas o se abre el cuello, derramando lo más hondo de sí en la existencia, dejando en su curso líquido los traumas, las pesadillas, pero también los sueños, la promesa radicalmente interrumpida. Escribamos juntos, Pablo, como creí o tal vez creíste, siguiendo la lógica de la mediocridad diurna, que no era posible. ¿Escribir juntos? Qué cosa infantil. Y es que habíamos comprado a precio de estaño la idea de que se imagina siempre a solas, de que imaginar es un acto privado, uno más de los neoliberales derechos individuales que hoy están tan en boga, un gesto de onanista anarquía. También lo es, ciertamente; mas no es solo eso. Así pues, Pablo, fantasma tan querido, escribamos en plural, temblando, buscando a tientas la raíz de este karma compartido. Sigamos creyendo en que fábula a fábula se escribe el gran relato.
Escribamos, siempre.
Fuente: La Ramona