11/13/2011 por Marcelo Paz Soldan
Los mágicos seres de Homero Carvalho Oliva

Los mágicos seres de Homero Carvalho Oliva


Los mágicos seres de Homero Carvalho Oliva
Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot

En la madrugada, de regreso de dejar a Emily en la estación de tren, tropecé con el cuerpo atropellado de un mapache. Con los ojos apagados, su máscara aparecía tranquila, muy diferente a cuando, veinte años atrás, en el invierno de 1989, en la antigua y boscosa Virginia, conocí a estos animales como escurridizas sombras que cruzaban el camino en tan lejanas noches de trabajo y exilio. Entonces los supuse fantasmas, que se asociaron a mi bagaje de películas norteamericanas de horror. Y ahora, ahí lo tenía, tibio aún, inofensivo, desnudado el misterio que me asustara y me hiciera apurar el paso colina abajo en Arlington. Orfandad de lo oculto…
De pronta aparición, y precisas en su ubicación temporal por el conflicto suscitado acerca de las tierras del Isiboro-Sécure, donde el autor aclara que yuracarés, moxos y tsimanes sospechan está la Loma Santa, las páginas de Seres sobrenaturales y mágicos de Bolivia excede la categoría de compendio de seres fantásticos (recuérdese a Borges y su Manual de zoología fantástica/El libro de los seres imaginarios), para convertirse en alegato y advertencia: reclamo de preservar la herencia cultural de cada pueblo y presagio de vacío futuro si no.
Siguiendo un rutinario listado por abecedario, el escritor beniano, de origen movima le gusta sugerir, introduce al lector a una galería de seres, buenos y malignos, aunque incluye sitios, flores, que habitan la memoria de los habitantes de esta región, Bolivia, desde el Ande hasta llanos y selvas, con un lenguaje sutil que no sólo añade, también revive, la magia de tales y de sus nombres, secretos y explícitos, que son en sí mismos como oratorios y conjuros.
Homero dedica el libro -breve, sustancioso, aleccionador, nostálgico y melancólico- a madre y abuela, a través de cuyas historias encontró que junto a, dentro y fuera de, este mundo terrestre y pedestre, se mueven universos desconocidos que vigilan, y de a ratos transforman, la realidad en que vivimos. Sólidos en las poblaciones nativas, que conservan la tradición porque todavía participa activa de su existencia, oponiéndose al vacuo mundo de las urbes, donde el cansancio y la ambición destruyen con animosidad sueño y fantasía, a pesar de esporádicos intentos de refundar los mitos que hacen llevadera la dureza de vivir y que inventan historias como la de la gigantesca serpiente que susurra en las cavernas del metropolitano de Nueva York, mientras se nutre de ratas, incautos y mendigos.
Le preguntaron al poeta William Butler Yeats si había visto a la Banshee, demonio hembra, a lo que contestó que sí, que la había visto, “allí abajo cerca del agua, azotando el río con sus manos”. Era en 1893, a tiempo de publicar sus Mythologies irlandesas. Así escuché de Pablo Ayala, en la villa de los Santos Reyes, provincia José Ballivián, Beni, la leyenda de la Pirichuchio “aterradora diosa alada (…) que, durante la noche, cuando la luna aparece sombría y melancólica sobre las lagunas cenagosas y el viento carga el aroma de vegetales podridos por el lodo, la han visto llorar en las orillas, alumbrada por cientos de curucusís (…)”, según narra la preciosa obra de Carvalho. Habrá que preguntarle al escritor, poeta además y sobre todo, si lo de Cacó -de la mitología chacobo-, o de los Iyas de monte y curiche, la Mekhala, suerte de vampiro andino, son cosas que ha visto, que le erizaron los vellos, y que lo obligaron a escribir de ellos ya que no desean morir, avasallados por poderes mayores, inenarrables, de máquinas y herejías hermanadas con dinero y poder.
Hechiceros que con el soplo provocan enfermedades, mientras chamanes las curan del mismo modo; Añas, animales de orín poderoso contados por el Inca Garcilaso, que desde entonces no se han visto, míticos Kharisiris ladrones de manteca humana, cuyo accionar recuerda sospechosamente las crónicas españolas de la conquista del Mississippí, y cóndores luchando contra toros, en revancha centenaria de vencidos que recreamos en la Yawar Fiesta, junto al grande y encantado José María Arguedas.
Mitos, leyendas populares unen los diversos rincones del planeta, como si la gente, a pesar de distinta experiencia histórica, partiese de un tronco común. Puede dársele matices religiosos, o hablar sencillo de la urgencia del hombre por explicar lo inesperado, lo extraño, necesidad de comprender el entorno, y de responder la pregunta más acuciosa, la del más allá, qué nos espera al morir. El Carretón de la muerte de Homero Carvalho Oliva tiene su par sueco en un relato de Selma Lagerlöf, y su destino espectral lo asemeja a la Santa Compaña que trashuma por algún lugar del Quijote, o eternizada en la riquísima prosa del gallego Álvaro Cunqueiro. La luz de los enterramientos, de los cuales se hablaba todavía en mi niñez como “tapados”, forma parte del patrimonio general, cualesquiera sus formas de manifestación, en las fatas morganas de los gitanos de los Cárpatos, o en la literatura gauchesca plena de luces malas, Salamancas y Mandingas.
Obra valiosa porque se adentra en los recovecos de lo que está a punto de desaparecer. La mitología es también un animal en peligro de extinción. Y, siendo el alma del hombre, éste perecerá con ella, cuando amanezca enterrada bajo los túmulos funerarios de topadoras incandescentes y horrísonas, cuando la mágica montaña Bahuajja, refugio de ancestros muertos, que servía de plataforma a los ese ejja para subir al cielo trepando un bejuco que ya fue cortado, no exista más. Ya lo preludia el triste canto del Guajojó, que cuenta de amores perdidos, y de toda pérdida por extensión, pájaro que agota los bosques amazónicos con su lamento de fin, y que en la infinitud del Brasil toma el denominativo de Assum Preto, sin importar si es el mismo.
Los Ñee Iya guardan la palabra, que para los guaraníes posee carácter sagrado (parafraseo). Hay Jichis, genios protectores, fabulosos Famacosios, monstruos de dos caracteres, bufeos seductores, tigres azules que vomitan lunas…
Fuente: Ecdótica (Publicado previamente en Siete Días y El Deber)