Los días de la peste: Relato del encierro
Por: Rodrigo Blanco Calderón
La más reciente novela de Edmundo Paz Soldán se inscribe, como ya lo adelanta su título, en una tradición de escritura que a lo largo de la historia se ha mostrado constante y fértil: la de la peste. Sófocles, los autores veterotestamentarios, Boccaccio, Defoe, Camus, Artaud, Carpentier, García Márquez, Saramago, son solo algunos de los ejemplos más conocidos de este renglón al que Paz Soldán ha agregado un volumen que no desmerece semejante compañía: Los días de la peste.
El tema por sí mismo supone una apuesta de alto riesgo. Contar una historia que gire alrededor de una epidemia implica la repetición de una serie de lugares comunes del género y a la vez la introducción de variantes que le otorguen un tono propio. Se dirá que esta exigencia aplica a toda buena literatura, pero, como lo recuerda René Girard, en las obras literarias sobre la peste “las similitudes pueden ser más intrigantes que las variaciones individuales”.
Y esto es quizás lo primero que habría que destacar en la novela de Paz Soldán: la sólida construcción e imbricación de unos elementos que precisamente por ser reconocibles nos atrapan. Esos mismos que ya Antonio Ramírez de Verger ha inventariado en un interesante ensayo sobre la peste en autores grecolatinos: el vínculo de la enfermedad por el contacto con algún animal; el trastorno completo del comportamiento habitual de los afectados; la subversión radical de los valores y normas imperantes en el lugar donde se declara la plaga; el retardo o la incompetencia de los médicos para entender lo que sucede; la indiferencia final hacia los despojos humanos, la muerte y los rituales funerarios.
Hay otros dos rasgos que Ramírez de Verger no menciona, quizás por ser demasiado evidentes. La peste suele ser producto de un castigo divino (o casi siempre termina atribuyéndose como tal) y trae como consecuencia el aislamiento de la ciudad condenada. Es en este último punto donde Paz Soldán hace su marca y de paso corrige a Girard. En su novela, a diferencia de lo habitual en este tipo de literatura, es el encierro el que engendra la peste y no al revés.
En la novela, las acciones transcurren en un laberíntico espacio único, La Casona, una cárcel ubicada en un país impreciso (aunque su vista gorda para las irregularidades y los tejemanejes del poder hacen posible imaginarla en cualquier rincón de América Latina). La Casona es un lugar infernal y al mismo tiempo acogedor. Los presos, de acuerdo a su diverso poder adquisitivo, pueden tener acceso a casi los mismos placeres que ofrece el mundo exterior: lujos, drogas, efebos, mujeres. A los más privilegiados se les permite, incluso, traer a esposa e hijos a vivir con ellos. Tiene esa mezcla de penurias y licencias que la harían idéntica, a primera vista, a cualquier comunidad de extrarradio de un país negligente. Es la impresión que parecen confirmar personajes como el Juez y el Presidente, quienes decidirán el destino de La Casona sin siquiera entrar en su perímetro.
Para quienes (como el lector) se adentran en ella, la realidad es muy distinta. Paz Soldán ha construido una novela opresiva, una novela cárcel donde la multiplicidad de personajes con sus respectivas historias reproduce la vida compartida en las celdas.
De una marea de 32 personajes que se reparten el relato, destaca el Gobernador, principal autoridad de La Casona, que se debate entre las exigencias del Juez y las presiones del Presidente, quienes lo usan como un peón de su ajedrez político. Un tablero donde la Reina es una diosa de la venganza a la que los reclusos y los habitantes de la comarca le rinden culto: Ma Estrella, también conocida como la Innombrable.
El Juez le ha ordenado al Gobernador suprimir aquel culto dentro de la prisión, como una forma de asestarle un golpe al Prefecto, pieza que trabaja para el lejano Presidente, quien se ha adherido a la adoración de la nueva diosa pero por puro afán proselitista. Paralelamente, una extraña enfermedad, probablemente vinculada a la cantidad de murciélagos que moran en la prisión, comienza a hacer estragos. ¿Tiene la peste un origen explicable por las condiciones insalubres del lugar o es más bien el castigo de la Innombrable por haber permitido la profanación de su culto?
En el medio, entre el paciente Cero y el asedio final de La Casona por las fuerzas militares se desarrolla propiamente la novela, como un margen frenético para la duda, salpicado de la sangre, el vómito y las heces de los apestados que revientan por dentro. Para la doctora Tadic se trata de un virus, pero “¿qué son los virus sino seres fantasmales?”, se pregunta. Hinojosa, uno de los guardias, al bajar al tenebroso quinto patio de la cárcel, recuerda cuentos de pueblos mineros donde se compartía la creencia en el diablo. A medio camino, agobiado por la oscuridad y el rumor de las ratas y los murciélagos, desiste de llevarle la comida al misterioso preso que habita aquella paila del infierno y se regresa corriendo. Krupa, otro de los guardias, lo ve y le dice: “Estás como si hubieras visto un fantasma. Lo peor es que no lo vi, respondió Hinojosa. Esos son los más terribles, Krupa habló como si supiera del tema.”
Pero ¿cuál es en realidad el tema que discute la novela a través de sus personajes? Paz Soldán sabe, o intuye muy bien, que en literatura cuando se habla de “peste” en realidad, o al mismo tiempo, se está hablando de otra cosa.
Virus que son fantasmas, fantasmas que no se ven. La adoración de los fanáticos de Ma Estrella entronca con la superstición de aquellos que, aunque no son creyentes, saben que en la tierra maldita que les ha tocado nacer todo es posible. Una posibilidad típicamente latinoamericana, que durante mucho tiempo recibió el nombre de realismo mágico. Y que ahora, en novelas esencialmente fácticas y espeluznantes como la de Edmundo Paz Soldán, escritas en un tiempo donde se han agotado las utopías pero no el horror ni la esperanza ni la barbarie, pertenece a una variante narrativa que convendría empezar a llamar, más bien, realismo gótico.
Fuente: www.letraslibres.com/