Los delirios de Cortés y la novela de Mesa
Por: Sandro Velarde Vargas
El mexicano no quiere ser ni indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. No se afirma en tanto que mestizo sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo.
Octavio Paz
En tiempos de transformaciones y cambios que alientan las discusiones sobre la descolonización, la revalorización de las tradiciones, el retorno al pasado milenario, el vivir bien como alternativa a un mundo capitalista y depredador; en medio del proceso que pretende transformar las estructuras estatales con inclusión y participación indígena, reafirmando lo ancestral milenario frente a lo mestizo centenario que por años ha ocultado el rostro de la dominación, surge como elemento provocador del debate la historia novelada de la conquista de América del expresidente Carlos Mesa, poniendo en discusión su mirada del mestizaje.
A todos, en algún momento, se nos ha pasado por la cabeza reflexionar sobre el origen de nuestra sangre: quién soy y de dónde vengo, el a dónde voy se convertía en el resultado de las dos anteriores. Soliloquio del Conquistador, novela que inaugura la carrera literaria de Carlos D. Mesa Gisbert, pretende enfrentarnos nuevamente con esas irresueltas interrogantes que marcan una especie de vacío existencial en el ser nacional. A través de la ficción, el autor, apegado a la historia de los ganadores, reflexiona sobre el “encuentro” de dos mundos justificando el accionar de los allegados y exaltando las figuras de los españoles, sobre todo la de Hernán Cortés. El conquistador de México mediante un diálogo interior enfrenta a sus propios fantasmas que lo atormentan en el más allá. Una novela que, por sobre todas las cosas, trata de argumentar las bondades del “descubrimiento”, en el que distingue a los conquistadores y los conquistados mediante el argumento de mestizaje.
En este emprendimiento no duda en convocar a la figura de la amante de Cortés: la Malinche. Imagen de la fecundidad, la Eva mexicana, de acuerdo con el mural de José Clemente Orozco, que Mesa redime de sus acciones en nombre del amor, haciendo un parangón de lealtad frente a la imagen del otro traidor, Felipillo. “No hagas símiles Marina, que Felipillo no tuvo otro horizonte que la ambición además de la venganza y lo tuyo sumó el amor y la conciencia de lo que hacías al rencor de toda una vida, que permitió construir conmigo un mundo nuevo” (p. 89).
El rencor de Malintzin, nombre indio de la Malinche, era que la vendieron de muy pequeña y no dudó, al igual que el bribón andino, en la venganza. El Conquistador usó ese rencor para conquistar México. En gran parte de la novela, Cortés le profesa un amor profundo a la Malinche, tan profundo que decide abandonarla.
La Marina, nombre de bautizo español, dio a luz producto de la violación a Martín, hijo bastardo de Cortés, que años más tarde, junto a su medio hermano español, fue uno de los protagonistas del primer movimiento criollo que buscó la independencia de México, convertido en fiel representante de la tradición mestiza, que muchos mexicanos se niegan a reconocer.
En esta misma línea, los consagrados escritores mexicanos Carlos Fuentes y Octavio Paz nos transportan a la discusión de la Conquista. El primero, siguiendo al historiador Edmundo O’Gorman, sostiene que la llegada de los españoles no fue un descubrimiento sino una “invención”, una apertura necesaria al mundo, hasta ese momento dominado por las murallas de las ciudades y el asfixiante oscurantismo del medioevo.
El descubrimiento forma parte del Renacimiento que empezó a florecer en el viejo continente y que amenazaba con hacer explotar las murallas de la fe europea. De esta forma, Fuentes emancipa la presencia de los españoles que hicieron su aporte a través de la evangelización y la cristianización de la Iglesia Católica. El autor de La muerte de Artemio Cruz sostiene que no solo fue una batalla entre hombres y dioses, entre mito y artillería, sino una lucha por el lenguaje. Éste quizá sea el gran justificativo de esa tenebrosa empresa.
Casi en la misma línea, Octavio Paz en El laberinto de la soledad pone de manifiesto que el retorno a la tradición nos lleva a reconocer que somos parte de la tradición universal de España; al aceptar esa realidad, el conflicto racial entre oriente y occidente se disuelve por el fruto de ese encuentro. La mestización como una confluencia natural y simple de mezcla de sangres.
En ese horizonte es que Mesa desarrolla una original forma narrativa mediante la literaturización de los acontecimientos históricos. El autor trata de reconsiderar la Conquista, llamada por los hispanistas la historia negra contra España, que fue brutal y sanguinaria, producto de la codicia y la angurria por el poder y el oro que animó a los conquistadores a hacerse de las Américas.
Amainados los episodios nefastos de aventureros sin escrúpulos, advenedizos que no dudaron en eclipsar toda una cultura de seres humanos con alma, dioses y organización estamental, Mesa se propone desentrañar la historia, pero desde la visión del dominador y no desde la mirada del dominado, desde la hazaña prodigiosa de los conquistadores y no desde la resistencia de los mexicas, aztecas y quechuas que defendieron a sangre y fuego su patria. Escuchemos a Cortés: “No quiero pensarme a mí mismo en una justificación, pero en general usé el poder implacable e inmisericorde cuando estaba seguro de que no había otro camino mejor para lograr mis objetivos, pero nunca me deleité en el sufrimiento del otro por el puro gusto de verlo padecer” (p. 92) ¿Y qué otro camino, además de la violencia, el saqueo y la destrucción podía caber en la mente del Conquistador?
Quizá el autor de la novela no toma en cuenta que la construcción de una categoría para determinar la fusión de sangres ha sido el emblema para perpetuar la dominación y que, durante la Colonia y la República, lo mestizo no sirvió de referente aglutinador, menos aún tras la Revolución de Abril. Esta categoría fue usada para disfrazar una inclusión falsa, a medias, donde lo mestizo, además de los prejuicios y los debates de inicios del siglo XX (Arguedas-Tamayo), sirvió para la prórroga sempiterna de una clase centralista, racista, que se mantuvo en el poder por más de cien años. La novela de Carlos Mesa abre el debate para cerrar las heridas.
Fuente: La Razón