11/29/2011 por Marcelo Paz Soldan
Los constantinopolitanos de Raúl Rivero Adriázola

Los constantinopolitanos de Raúl Rivero Adriázola


Cristóbal Colón, costantinopolitano
Por: Ramón Rocha Monroy

Jamás se nos hubiera ocurrido relacionar a Cristóbal Colón con la vieja Constantinopla ni la caída de este enclave fabuloso de la cultura occidental en las puertas de Oriente con el descubrimiento de América. Pero la sabia erudición de Raúl Rivero Adriázola nos sorprende con la novela Los Costantinopolitanos (Edi. Los Amigos del Libro, 2011), que acaba de presentar en la Vª Feria del Libro, novela en la cual se revela como un hombre del Renacimiento que habita en Cochabamba por un capricho de la historia y del tiempo.
Insisto en la percepción del alma renacentista de Raúl Rivero Adriázola porque hace un tiempo nos sorprendió con una novela parecida, El Conjuro Juliano y la falsificación de Leonardo, en la cual un viejo artista de la troupe de Moliére narra la curiosa relación entre Julio César y el retrato de Donna Lisa del Giocondo, pintado por el gran Leonardo.
Esta vez Raúl se vale de Domenico Colombo, un familiar del Descubridor, que describe el distrito de Pera, barrio de comerciantes genoveses en Constantinopla ubicado a la entrada del famoso Cuerno de Oro, donde, según la novela, habría crecido el futuro navegante. Así Raúl nos recuerda la importancia histórica que tuvo la caída de Constantinopla para la historia de Occidente, pues dificultó el comercio de especias y alentó el proyecto loco de buscar una nueva ruta a las Indias, que desembocó en la llegada de las carabelas a nuestro continente.
Cómo habría sido el antiguo Mediterráneo, en cuyas orillas se disputaban la supremacía ciudades como Florencia, Venecia, Milán o Génova; y cómo de rica e ilustrada la vida en Constantinopla, pues allí se daba cita la cultura grecolatina con las razones y pulsiones venidas del mundo egipcio, persa y árabe, de la antigua China y la no menos antigua India y del mundo eslavo, y todas esas visiones del mundo vivían en paz y en fecundo diálogo. ¡Ah, la vieja Bizancio! ¡Qué gran pérdida para Occidente!
No nos sorprendería si en lugar del nombre del autor, Raúl Rivero Adriázola, encontráramos a algún prudente patriarca bizantino o a un historiador genovés, pero no, es el mismo Raúl que egresó del Colegio Don Bosco, que descolló en el mundo de las finanzas y alimentó en secreto su pasión por el diletantismo histórico, es decir, el afán de recuperar la memoria con gracia narrativa para las futuras generaciones.
Para ello era necesario manejar nombres y lugares, y dar noticia de diálogos, tractatus y viejos palimpsestos llegados de la Antigüedad para iluminar la historia de Occidente con ese episodio inenarrable que no en vano fue bautizado como Renacimiento. Este es, quizá, el mayor mérito de Raúl: el de ser un personaje cotidiano, de linaje boliviano muy conocido y, sin embargo, pleno de conocimiento y buenas maneras para referirse a episodios tan alejados de nuestra vida cotidiana.
Si me pusiera a buscar un símil para este afán universalista, debería mencionar a Borges, conocedor del inglés arcaico y de los mitos escandinavos, o a Manuel Mujica Láinez, que describió el jardín de Bomarzo, de la familia Orsini. A su modo, Raúl tiene sed de aventuras, como su antepasado Francisco Burdett O’Connor, que llegó de tierras verdes y frías y dio su espada y su valor a una república tan alejada de su natal Irlanda, y tiene alma de pionero, como su abuelo, don Ramón Rivero López, a quien animaba la chispa del emprendimiento en todos los quehaceres que se propuso.
Fuente: Ecdótica