Literatura y vida: Muestrario de guerra
Por: Rodrigo Hasbún
(Reproducimos un fragmento de la ponencia que Rodrigo Hasbún presentó en el V Encuentro de Escritores Iberoamericanos. El cochabambino ha publicado Cinco y El lugar del cuerpo, y ha sido incluido en la antología C-39 entre los jóvenes narradores del continente.)
No disimular nada ni ocultar nada”, escribe John Cheever en algún lugar de su diario, llevado en silencio a lo largo de toda su vida y publicado algunos años después de que esa vida terminara. “Escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad”, escribe Cheever. “Escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento, mi desesperación”. Y no es difícil imaginarlo un poco borracho y un poco solo, encerrado en su estudio, intentando luchar desde ahí contra sí mismo mientras esgrime esas palabras que para nosotros se volvieron desde el primer momento una especie de manifiesto o declaración de principios. “Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazada por un extraño en correos, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo”, escribe una noche que para nosotros era muy fría, leyéndolo al otro lado del mundo y décadas después.
El tono de esa anotación, que en realidad es el tono del diario entero y también de su ficción, es de una cercanía apabullante. Parecería que Cheever está sentado al lado nuestro, hablándonos con la sinceridad de los mejores amigos. Eso sucede con los escritores que admiramos, con los escritores que amamos porque nos cambiaron la vida: no son extraños. Y sus palabras nos mantienen quietos, pero sobre todo su voz, esa voz personal, desafectada y noble que suelen tener los artistas verdaderos.
Escribir sobre la penosa búsqueda del yo, escribe el Cheever más secreto, sobre las poblaciones de nuestros sueños. Sobre la magnitud de nuestro desaliento, pero también sobre lo más cercano a nuestra felicidad. No disimular nada y no ocultar nada.
Eso mismo era lo que nosotros queríamos hacer, esa misma era la intimidad que nosotros debíamos aprender a alcanzar.
Teníamos dieciséis o diecisiete años, máximo dieciocho, y nuestra única certeza era que queríamos dedicarnos a escribir. Al menos una certeza en medio de toda la confusión y de toda la incertidumbre. La universidad no nos gustaba y estábamos ahí a la fuerza. De qué viviríamos, nos preguntaban todo el tiempo en casa, qué nos llevaríamos a la boca cuando eso dependiera únicamente de nosotros mismos. Habíamos perdido la música, que es una manera de decir, porque la música no la perdimos jamás y para refugiarnos llegamos a la literatura. Con los instrumentos guardados o vendidos, era tiempo de otra cosa. Así que nos pusimos a leer y luego fueron llegando uno a uno los escritores que nos enseñaron a leer de verdad.
Sus libros me rodean. Estoy encerrado en mi cuarto, con un café recién hecho, y voy dando sorbos muy pequeños mientras me detengo en los que fueron esenciales. Me pongo de pie y voy sacándolos de la estantería. Los dejo sobre el escritorio, al lado de la computadora. Busco entre los discos y hago que uno comience a sonar. Es Leonard Cohen, que me desarma cada vez que lo escucho. Los que están perdidos seguirán perdiéndose siempre, dice con su voz de sobreviviente o de ángel o de las dos cosas a la vez. De nuevo la voz, de nuevo alguien que nos habla desde demasiado cerca. De eso se trata, pienso, eso es todo lo que importa. Y me devuelvo a la silla y sigo tomando el café, mirando la pila de libros. Son las dos de la mañana y en casa todos duermen. Las mejores horas del día, cuando los demás se han apagado y uno los resguarda.
“Que no haya héroes aquí no significa que no los haya en ninguna parte”, escribe Cheever en su diario, que saco de la pila de libros y empiezo a hojear. “Viene mi hermano de visita. Le han dicho que si vuelve a beber morirá, y está borracho”, escribe Cheever en su diario.
Son miles de anotaciones así, breves y terribles. El dibujo de una vida en la que abundan el alcohol y las infidelidades, el ocultamiento de su bisexualidad, la búsqueda incesante de la belleza escurridiza, días luminosos y días borrosos, y días inquietantes y la amenaza de esos días. Son anotaciones que carecen de grandes ideas y de reflexiones audaces. No intentan explicar nada pero sí, quizá, entender algo. Cercanas a su literatura, epifánicas y muy narrativas, se limitan a describir lugares y momentos, las oscilaciones del hombre que deja constancia para mirarlas más detenidamente en el momento de la escritura o luego.
Nosotros también llevábamos un diario. No pasaba demasiado en nuestras vidas, pero eso era lo de menos. La experiencia que aparece retratada ahí es sobre todo interior. Temblores que nadie más sentía, fugas y retornos difíciles de ver. Íbamos anotándolo todo, también nuestras lecturas y las películas que veíamos, las conversaciones trasnochadas, los cafés y los silencios y las caminatas interminables. Nuestra guerra estaba hecha de esas cosas.
Había que aprender a escribir y el diario era una buena manera. Practicando todos los días con nuestras propias vidas, inventándoles variaciones excesivas, inflándolas para que parecieran más interesantes de lo que eran en verdad. Y leyendo como bestias, cada vez más.
Ahora, muchos años después, en otra vida, son las dos y media de la mañana y todos duermen. Leonard Cohen canta con su voz de ángel o de sobreviviente y yo devuelvo el diario de Cheever a la pila de libros. Salgo del cuarto. El departamento está completamente oscuro y papá ronca. Me quedo mirándolo un rato, parado en la puerta de su dormitorio, en medio de la oscuridad. A mamá también, acurrucada a su lado. Cuando era niño mi presencia los despertaba en segundos. Sonrío al recordarlo, mientras camino sigilosamente hacia la cocina. Necesito más café.
Fuente: El Deber