12/16/2013 por Marcelo Paz Soldan
Literatura desde la ventana

Literatura desde la ventana

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Literatura desde la ventana
Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Si pensamos en Rembrandt van Rijn, concedemos que el arte no necesita de ubicuidad desmesurada, experiencia, movilidad. Dice Russell Shorto que el pintor holandés pasó su vida, y pintó sus exteriores, en un espacio muy reducido de Amsterdam, a unas cuadras a la redonda de un puente y algún canal ya míticos.
Pensemos en Proust, encerrado, quizá al arbitrio de una brillante sirvienta…
El niño Borges, ávido de épica y glorias que van desde dioses germánicos a modestos cuchilleros del Retiro, con mamá sirviendo el té y leyendo sus esbozos literarios… Tal vez a Borges salir, “ir afuera”, le hubiese resultado más que incómodo, perjudicial. Afuera campeaba entonces la chusma peronista, la cantaleta de “argentino y bien varón, es el general Perón”, con la digresión necesaria de que el tipo pudo haberlo sido, pero terminó como un viejo cornudo que avivó la debacle. No era espacio para el magnífico escritor, aunque la época reanimaba una trágica tradición argentina, la del caudillo, la de la masa enfebrecida, aquello de lo que se nutrió y asimiló dentro suyo en un inteligente revoltijo que ponía a los héroes de la conquista del desierto con sombríos literatos en lengua inglesa.
No hay fórmula para escribir. Otra cosa es la predisposición de cada uno de encontrar un espacio preferido para desenvolver sus ideas o arte. Personalmente, elegí la escuela norteamericana, por llamarla de algún modo, la de redactores comprometidos en extremo con el derredor, con la búsqueda y hallazgo a través de existencias que vistas de arriba podrían parecer intrascendentes, míseras, abyectas, inútiles.
En suma, a pesar de no ser cierto, pero con un énfasis especial hoy, la discrepancia entre lo académico y no. Con la profusión actual de escritores que se consideran tales por titularse en ramas afines en universidades de prestigio. Ignorar, despreciar, hasta cierta condescendencia con el que escribe porque siente necesidad de hacerlo, cualquiera fuese su entorno y profesión. Sería tremendo exigirle a Kafka, gris funcionario, eméritas condecoraciones que lo garantizaran como autor. Pero está de moda, así como el vértigo, casi competencia, de lucirse en ferias del libro a las que ni siquiera los invitan. El marketing entró a la literatura. No se quieren ya escabrosas historias de pobreza y rebelión; ahora cuentan pajas juveniles, inocuas, que tal vez queriendo decir algo no dicen nada. Y no significa que la literatura deba ser social, por supuesto que no, pero tampoco manipularse como objeto de mercaderes.
La crónica ha renacido para reemplazar esa vertiente de la literatura que no goza ya del favor público. Con éxito. Un amigo comentaba, no sé con qué fines, al referirse a Alice Munro, reciente ganadora del Nobel, que ello demostraba la posibilidad de ganar premios sin necesidad de hablar de psicópatas, etc. Creo que es inadecuado decir por dónde y de qué se debe escribir. Munro no es Dostoievski porque no querrá serlo. A cada uno lo suyo, de acuerdo a infinidad de características psíquicas, físicas, aficiones o vicios. Todo vale. Y a cada quien lo que corresponda, de acuerdo a cómo vive, qué hace. Los académicos hablarán del dorado mundo de las élites y los literatos alteños de mugre y cogoteros. Su valor radicará en el arte, en la manera en que fueron escritos y no en el tema o argumento. Leo con tanto gusto a Gautier en su alucinación egipcia como a Raymond Chandler u Homero Carvalho. Disfruto, como jurado literario, de cada libro, a pesar de las normales deficiencias de práctica entre muchos participantes, de la variedad de estilos y personajes. Cada uno importa, tiene algún plus, lo que no implica que a todos se premie o acepte, porque, como cualquier otra cosa, la literatura es un trabajo donde se busca excelencia, no necesariamente en lo pulido del lenguaje, en preciosismos a veces innecesarios, sino en la solidez con que se lo esté contando; perfecto, como en Borges; a ratos tosco como en Arlt.
Me he puesto a pensar en cuánto de mi literatura pasa por mi ventana. El trabajo nocturno me ha dado el don del vampirismo; veo tan bien de noche como de día, y trashumo, deambulo por inverosímiles pasadizos y circunstancias en las incursiones diarias, cinco días por semana, por un extenso territorio que jamás es el mismo cuando clarea. Luego me escondo del sol; lo hago por los últimos veinticinco años; cierro, aunque no totalmente, las persianas. Abro la ventana y dejo que el mundo de afuera penetre en esos débiles rayos de luz. Desde allí acecho, me apodero del movimiento de los otros, de sus voces, conversaciones y discusión. A ratos el viento mueve las persianas y la gente mira hacia allí, hacia mí, pero con el reflejo no ve nada. En la mayoría de los casos se retiran, continúan con su rutina algo alejados, observando de reojo la ventana sospechosa, la certeza de ser vigilados, fotografiados, plagiados, calcados. El escritor es eso, un ladrón que se esconde en el hueco menos probable, para apoderarse de la vida ajena, del halo o la sombra, en albur fascinante y tenebroso.
En esos momentos, los de la literatura en observación y creación, poco importa que el domingo sea la feria tal o la feria cual, que se otorguen o no premios, la fama o la infamia. Esta es labor de solitarios y desconfío de quien ostenta demasiada sociabilidad para hablar de sí mismo y de su arte. He ahí un comerciante, alguien que se oferta, que se vende o se regala. Casi en tono bíblico aconsejaría huir de personaje semejante, macho o hembra, porque discrepo con la manía de querer ser eterno y distinguido, cuando la sal de vivir está justamente en perecer y ser anónimo, en cuánto podremos aprehender mientras duremos sin la inconveniencia de perder el tiempo en explicaciones hueras sobre ti.
¿Que empecé hablando de una cosa y estoy en otra? No. Vamos por el mismo camino, con meandros lógicos que trae la dinámica de las letras, tan ávida y rápida como la de las aguas. No intento dar cátedra ni fórmula para adentrarse en ese mundo. Como dijimos, no la hay, e incluso la proyección y diseño de una senda a seguir no pasa de papeleo las más de las veces intrascendente. Aunque dicen, en el caso de Alice Munro, que la perfección aburrida -así, con esas palabras- de su prosa no se desvía un ápice del plan dispuesto.
No debiera ser dilema. Uno es escritor o no lo es. ¿Escribir? La mayoría podemos; somos un poquito más que iletrados y eso nos da ínfulas. Vaya, acépteselo o no, pero escribir no te hace escritor, como gorjear no te convierte en cantante. Claro que todos quisiéramos serlo, porque dar significado a las palabras y alma a su conjunción tiene algo de Dios, dioses imperfectos o abyectos, capaces sin embargo de fundar belleza hasta en el exabrupto o la maldad, amén de las rosadas líricas de lo que consideramos bello ya de principio.
¿Qué hacer con los profesionales de la escritura que nos han invadido, que han opacado el aura innoble pero interesante del que escribe? Obviarlos, dejarlos que se mezclen en la ensalada de los suyos, donde unos son mostaza común y otros dijon; unos vinagre de vino, otros de arroz, y algunos balsámicos. Son un plato duro de tragar, molestos como el ajonjolí, porque la vanidad es la especia más amarga. Pero, vamos, no es tan grave: gastronomía y digestión. Los demás, y no me incluyo, seguirán leales ante este inconsecuente amor. Morirán olvidados, con un perro sarnoso meando en la lápida. Pero ellos, los oscuros, son los que le dan brillo a esta penumbra de ser artista. Por los siglos de los siglos.
Silencio, que una pareja de inmigrantes ilegales se detiene al borde de mi ventana, y hablan de chingadas, chingados y chingaderas. Recuerdo a Octavio Paz, el muy chingón, y presto oídos. Uno es de Malinalco, lar de los guerreros águilas mexicas. Su acompañante de Tlaquepaque, justo al borde de Guadalajara. Hablan del día y del salario, de viejas y vino (como le dicen al tequila). No rompen los cánones de lo que un mexicano representa para mí, pero hasta la vida burda de un pasante es extraordinaria. La literatura anida allí, en lo nimio y lo grotesco, aunque no solo. El desprecio de los señoritos, que hoy decidieron ser autores, me lo paso por el forro, porque para sentir hay que vivir, y amar y dolerse. Doctores sobran, de estos, no de los que curan.
Fuente: lecoqenfer.blogspot.com/