02/21/2025 por Sergio León

Libros prestados

Por Rodrigo Villegas

No soy de prestar libros. Lo veo como una traición, algo así. Como entregar una casa, un hermano o algo que represente ese nivel de importancia. Asumo la exageración en los símiles, pero es que dejar un libro querido, idolatrado página a página, en manos de otro me da la insospechada duda de pérdida, de entender que es más que probable de que no lo vea más. Me ha pasado. Y he aprendido.

Lo que no significa que me tenga prohibido prestar libros. Prefiero, la verdad, intercambiarlos, como si en aquel acuerdo sostuviera el artefacto que me asegurara que aquella novela, ensayo o cuentos reunidos que di a otra persona, volverá tarde o temprano a mí. Ahora, dependiendo de la persona, llego a confiar completamente y a depositar el libro reverenciado en un amigo, amiga o algo más que eso. Como muestra de afecto he regalado más de un libro apreciado, que en el fondo es de lo mejor que puedo dar.

Y es que, asumo la culpa, no he llegado ha generar la increíble generosidad de otros, que logran desprenderse casi con naturalidad de sus libros, que los prestan como si fuera una casaca, una cuchara o una mochila sin mucho uso.

“Creo que prestar un libro es prestar un mundo, es pasar de mano en mano la felicidad que alguna vez obtuve y que, capaz, se la transfiera a otro, a un amigo o amiga querida. Claro que dejarlo ir cuesta, pero me reconforta el saber que estará en buenas manos. Porque, claro, tampoco le prestaría un libro a una persona que acabo de conocer…”, me cuenta un amigo muy lector y que prefiere no dé el nombre porque, ahogado entre papeles, siente cierta vergüenza aún ante cualquier posible reflector. De esa forma, también, se comprueba aquel grado de humildad.

Es bueno tener amigos así. Con muchos de ellos siento una deuda con ellos por las veces en las que confiaron en mí, tal vez insensatamente, y en las que creció mucho de mi amor por la literatura. Recuerdo con cariño, entre tantos libros que me prestaron, Me llamo Rojo, de Orhan Pamuk, que me voló la cabeza cuando tenía unos 22 o 23 años. Pienso también en Así empieza lo malo, de Javier Marías, que recabé del Centro Cultural de España y que añoré tanto que me costó muchísimo devolverlo en el límite del tiempo permitido de préstamo. Uno de los últimos fue Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, de Maximiliano Barrientos, que a pesar de que no me gustó mucho (por lo menos no más que otros de sus libros), guardé con cariño porque me lo había prestado un amigo que se había ido fuera del país por unos meses y al que debía devolver el texto a su regreso, donde, además, compartiríamos cervezas o un café mientras nos contábamos todo lo que nos había pasado en el tiempo en el que no nos habíamos visto.

Así, libro a libro que no me pertenecía, llegaron hasta mí como aves brillosas para lograr que me enganche aún más de esos mundos trágicos y hermosos que me ofrecían sus páginas.

Capaz por eso no soy mucho de prestar libros. Porque tengo miedo de perderlos. Solo espero que, si es que lo vuelvo a hacer en algún momento, se queden en buenas manos y los quieran así como yo los quise.

Fuente: unapalabra.net