07/16/2013 por Marcelo Paz Soldan
Las tres Claudinas, y una cuarta, en la literatura boliviana

Las tres Claudinas, y una cuarta, en la literatura boliviana

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Las tres Claudinas, y una cuarta, en la literatura boliviana
Por: Enrique Vargas Sivila

(Primera de tres partes)
“Nadie pondrá en duda la realidad de un deseo apasionado hacia la persona humana”. (Jung: El yo y lo inconsciente).

“Análogamente a los demás errores, utilizamos también a veces los actos de término erróneo para realizar deseos que debíamos rechazar”.
(Freud: Introducción al psicoanálisis)

“Es muy difícil aun para la conciencia normal del artista, tener una política tan estrecha del espíritu que sólo brote en él lo consciente”.
(Baroja: El desdoblamiento psicológico de Dostoiewski).
Hasta 1947, la literatura boliviana contaba con tres obras en las cuales la protagonista, una chola, lleva por nombre Claudina. A fines de 1949, se da, asimismo, por cuarta vez, a una “mujer de pueblo y no de campo”, idéntica designación. Y como creemos que ésta y otras coincidencias han debido ocurrir por la simple casualidad, trataremos de buscar una explicación –así sea puramente personal– para tan singular acontecimiento.
I
Jaime Mendoza, en “Las tierras del Potosí” (imprenta Viuda de Tasso, Barcelona, 1911) fue el primero en bautizar con “Claudina” a la “mujercita sucia, pero fresca y graciosa” de Llallagua; Adolfo Costa du Rels en “La Misqui-Simi” (El traje de Arlequín, González y Medina editores, La Paz, 1921) el segundo, a la “real moza” de Uyuni; Carlos Medinaceli en “La Chaskañawi” (Imprenta López, Buenos Aires, 1947) el tercero, a la “linda chola” de San Javier de Chirca (Cotagaita) y; Oscar Cerruto en “La Estrella de Agua” (Suplemento literario de “La Razón”, La Paz, 25 de diciembre de 1949) el cuarto, a la chola “sin flaquezas” de Escoma.
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Se trata en “En las tierras del Potosí”, de un joven chuquisaqueño, Martín Martínez, estudiante de derecho, a quien “le gustaba vivir holgadamente”, y queriendo hacerse rico como su amigo Máximo Godoy, resuelve cortar sus estudios e “ir a trabajar a Llallagua, para volver de allí con los bolsillos llenos”. Deja a una enamorada, Lucía, en Sucre, y a poco de iniciarse en un empleo que consigue en el ingenio de Cancañiri, tropiezan sus ojos, en la “cancha”, con una “lavadora”, ocupada en el laboreo del mineral, de la que –a pesar de que “las cholas le causan repugnancia”– se enamora, “sin poder remediarlo”; siente inquietud por ella, la busca, está con ella varias veces, se embriaga; pero no va más allá de unos “abrazos y halagos inusitados” en una noche de carnaval, entre gentes de las fiesta. Sin embargo, en esos mismos días Claudina es seducida por un antiguo pretendiente, un “mocito”, y llevada a Uncía. De esta manera, Martín Martínez se libra… Aunque “sentía que la amaba. Y nada raro habría sido que al igual que Pérez [de la mima novela], conforme lo presumía Benito, también Martín le hubiese perdonado su desliz, llegado el caso. Después de un tiempo y de la “conclusión estrambótica de su episodio amoroso”, Martín, que “había pasado el charcal sin ensuciarse”, regresa a Sucre.
El cuento de Costa du Rels, “La Misquisimi”, se desarrolla también en las proximidades de un famoso centro minero, Pulacayo (la protagonista, Claudina, procede precisamente de allí, en un pueblo de reciente fundación y “monótona existencia”, Uyuni. Joaquín Ávila era un joven de “aire distinguido”, recién llegado de Cochabamba, su ciudad natal (en la vida real ¿no procedía más bien de Sucre?), de donde “salió a buscar trabajo” con el objeto de “ganar dinero para poder regresar a su tierra y casarse”, pues tenía asimismo una novia a la que amaba, y “ella le prometió esperar”. Se hizo a poco famoso en Uyuni como “un simpático calavera”: tocaba la guitarra, cantaba y bailaba con picardía y toda propiedad. Y en una noche de tuna en casa de Claudina, la Misqui-Simi, “Joaco”, que así le llamaban ya sus amigos, se “enamora locamente” de ella, tal como “lo habían previsto” ellos mismos. “Ya no habló de Cochabamba ni de su novia”… “En los labios de la Misqui-simi había bebido el olvido” –según la frase feliz que por sí sola simboliza el cuento–, después de que el frío de Uyuni, en más de una ocasión, le obligara a buscar algún “lecho de fango”. Se entrega, pues, a ella con toda su debilidad de carácter, hasta acabar en una piltrafa humana. Reemplaza la corbata por “una pequeña bufanda de vicuña” anudada al cuello, y al cabo de quince años, completamente rendido ante la Claudina y el alcohol, uno de sus amigos lo encuentra en “miserable existencia”, de comisario de policía, ganando apenas para comer –colaborado por Claudina que vende chicha– y con la “pesada carga de cinco hijos”.
“La Chaskañawi” tiene, en esencia, argumento semejante. Adolfo Reyes, natural de San Javier de Chirca, “huraño como un indio”, es, sin embargo, “un joven de buena familia”, que estudia derecho en Sucre. Encontrándose de vacaciones en San Javier, después de cuatro años de ausencia, pronto traba amistad con la “mujer más linda de su tierra”, Claudina García, la Chaskañawi, de la que se enamora. No obstante, se enamora también, a medias, de Julia Valdez, del grupo de las “señoritas” de la provincia. Su pasión por la Chaskañawi aumenta, con todo, día a día. Ella también al fin se enamora de él y se encapricha por él, de un modo casi salvaje, al punto de que en el carnaval, un día de mayor regocijo en el pueblo, da la prueba de su ferocidad: se apodera de Adolfo, que con su novia observaba en la plaza la “pandilla” que ella misma conducía; le toma del brazo, se va con él, y después de colmar sus instintos de seductora, se jacta de su hazaña, llamándole “su” “chunco” (palabra de cariño). Desde entonces, “Adolfo se sentía más enamorado de Claudina. Todo su ser le empujaba a ella; su pensamiento no se apartaba de la imagen de ella; recordaba hasta sus palabras más triviales; evocaba sus menores gestos y a medida que se sentía más enamorado, más absorbido por el amor de Claudina, con más repugnancia, con un írrito sentimiento de extrañeza se acordaba de Julia. Su simple presencia le producía una irritación insoportable, desesperante…”. Entre tanto, Julia, su novia, va a ser madre. Adolfo, obligado por esta circunstancia, se casa con ella. Median escenas de alcohol, de política y de pendencia pueblerinas en San Javier de Chirca. Adolfo interviene en todas ellas. Claudina se ve tanto más irresistible cuando más alcohol brinda al estudiante. Adolfo queda hechizado por el genio sexual de Claudina y se va con ella la finca del primero, La Granja. Su mujer, Julia, muere por eclampsia en el abandono. Doce años después, completamente entregado a Claudina, algo liberado del alcohol, su primo y amigo Fernando Díaz lo encuentra de “watarruna” (peón de año) de “la patrona”, de la “socia”, de “doña Claudina”, en La Granja, administrada por ella, que es una “financista eximia”. Adolfo, “por la mañana, la pala al hombro, a limpiar la acequia o a regar la huerta, o en la bodega, destilando licor, en fin”… “Por lo menos más fuerte” de cuando Díaz lo dejó. Además, hay tres hijos, que no irían a la escuela, por voluntad del padre.
En La Estrella de Agua, el argumento es distinto y sus personajes padecen de una diferente fatalidad. Valerio nunca fue un hombre feliz, ni cuando vivió cerca de Laja, en un “páramo abrupto de puna, en el que empleó todas sus economías”, porque “resultaron de secano, cansadas sin haber dado frutos”, ni cuando quiso trabajar en “esas parcelas de Ecoma”, donde ahora vive con Claudina, su mujer, “quebrada” ya por los sufrimientos, los rigores de la vida y esa “carga más de afanes” que le representa un hijo, convertido en “un saquito de huesos”. La sequía iba consumiendo las sementeras y estas existencias humildes y hambrientas. Sin embargo, “los labios de Claudina no se abrieron jamás en una queja”. A no ser la aparición de la Estrella de Agua, que trae abundante lluvia, y el milagro del almacenero de Pucara, aquella Nochebuena habrían perecido todos.
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Y bien vale la pena de recordar, además, particularmente a cada una de estas criaturas que tanto dieron que hacer y que pensar. Para ello, nada mejor que el retrato vivo ofrecido por sus propios creadores. La Claudina de Mendoza era una “chica de pollera y rebozo”, de “bien formadas pantorrillas, que por llevar las polleras cortas, se exhibían libremente ya cubiertas de largas medias o ya desnudas”; “una cara efectivamente simpática, aunque por lo regular estuviese empolvada de tierra”; “un busto soberbio de mujer apenas púber, y en total de cuentas, un conjunto de formas bellas aunque estuviesen detestablemente vestidas”, y unas manos “dignas de besar”.
La Claudina de Costa du Rels, venida de Pulacayo –casi arrojada– a Uyuni, era “de tez rosada, grandes ojos negros, mirada escudriñadora, mentón voluntarioso y boca sensual, carnosa, de un rojo sangriento que sabía manejar con acierto la sonrisa dulce o la mueca engreída: ¡Oh, esa boca roja, roja sin más colorete que el que presta el beso; rojez atenuada por la sonrisa o la alba aparición de la dentadura!.. Ora fruncida como un pompón carmesí, ora alargada como un tajo sangriento, esa boca brindaba su carne cual satánica fruta. Semejaba flor de lujuria a la que acuden los colibríes para agotar en medio de aleteos, las delicias de la melífica corola… Los labios hacían pensar en las orillas de un interior y misterioso océano, –orillas en donde la sangre expiraba en olas encarnadas. Y la piel de estos labios, unas veces tímidamente rosada, otras violentamente escarlata, hablaba de los instantes de apaciguamiento, o de los tormentos del deseo… De repente, como arteras armas descubiertas, los propios dientes mordían esos labios y con un leve movimiento nervioso y perverso ajaban la seda de los bordes. Entonces todo el rostro se contraía alrededor de ese mordisco, se ensanchaba el óvalo de la cara, se fruncían las cejas, los ojos tenían mirada turbia y en el pecho de los hombres se encendía una hoguera… ¡Cuántos no habían cedido ya a ese voluptuoso llamado de la Misqui-simi!”. “Tendría esa mujer a la sazón cerca de treinta años”.

Fuente: El Duende