Por Ricardo Bajo
Hermann Schroth ha piloteado todo tipo de aviones en tres continentes. Ha volado con cabinas descubiertas, soportando grados bajo cero sobre la Cordillera del Ande. Ha visto al cóndor de tres metros de ala por encima de su cabeza, ha salvado la vida en siete oportunidades. Ha visto guerras y trincheras desde las alturas, ha recibido medallas, ha construido aeropuertos y aerolíneas. Por eso, cuando Hermann Schroth vuela en los años 30 del siglo pasado apretujado en una cabina, a más de 11.000 metros, se aburre y extraña la era pionera de la aviación boliviana.
Hermann Schroth nace cuando arranca el siglo XX en la ciudad alemana de Stuttgart. Con 16 años se une como voluntario a un batallón de Aviación Naval. Estamos en 1916 y la I Guerra Mundial se pelea en las trincheras, es la última gran guerra de posiciones. Cuando llega la derrota para Alemania y la paz para Europa, se mete a estudiar Ingeniería en la Escuela Superior Técnica de su ciudad natal. Pronto se vuelve proyectista en la Fábrica Alemana de Aviones y Motocicletas Heinkel e instructor de vuelo para la línea aérea Aerosport de la ciudad de Warnemunde. Unos años después, en 1925, es fichado por la famosa empresa Junkers y se va a vivir a Dessau. Pilotar los míticos Junkers va a cambiar su vida para siempre. Volar es su destino.
En 1926 Hermann une por primera vez en la historia Atenas con El Cairo. Es la primera travesía aérea sobre el Mar Mediterráneo. Un año después, en 1927, llega una oferta de trabajo desde un país desconocido para Schroth. Se llama Bolivia. El contrato laboral es de un año pero Hermann se va a quedar en nuestro país 13 años más (hasta 1941), los suficientes para levantar al Lloyd Aéreo Boliviano por los aires, los necesarios para hacer méritos e irse con el Cóndor de los Andes en la solapa.
De su vida entre 1941 y su muerte en Buenos Aires en julio de 1974 sabemos muy poco. Dice el libro En el reino del cóndor: vivencias de un pionero de la aviación boliviana (editorial Nuevo Milenio, diciembre de 2021) que durante sus últimos 30 años de vida trabajó como empresario industrial en la Argentina. No sabemos si volvió a pilotar, si se sintió “Capitán Honorario” otra vez, si experimentó la majestuosidad de los paisajes divisados a más de seis metros de altura.
Schroth sabía, antes de llegar a nuestro país, que el transporte aéreo podía mitigar el enclaustramiento forzoso. “La historia de Bolivia es conmovedora y trágica. Bolivia está expuesta a todas las desventajas de un país situado en el centro del continente. Desde su creación ha perdido gran parte de su territorio en favor de los países vecinos y hoy no tiene acceso al mar. Los indígenas están en franca lucha por recuperar lo que una vez fue suyo y este proceso estaría en pleno desarrollo y es irreversible”. Schroth escribe esto en 1927, sin prejuicios. Desde los cielos inmaculadamente azules, todo se ve mejor.
En agosto de 1925, a 100 años de la creación de Bolivia, el país no cuenta con aviones. La colonia alemana regala uno, un Junkers F-13, de la mano de Guillermo (Wilhelm) Kyllmann. Los dos primeros gerentes de LAB —fundado en La Paz en septiembre del 25—, Walter Jastram y Willy Neuenhofen comienzan a volar entre Cochabamba, Sucre y Santa Cruz, pero los accidentes y las averías provocan la desconfianza de la sociedad boliviana. Cuando Schroth llega en 1927, el LAB tiene tres aviones y ninguno puede despegar. El Junkers F-13 “Beni” está varado en el Chapare tras un accidente en Todos Santos —a 15 kilómetros de Villa Tunari—; el “Oriente” (otro F-13) se ha estrellado en El Trompillo un año antes; y el tercero, el “Charcas”, está siendo reparado en Cochabamba. El primer trabajo de Schroth en Bolivia va a ser un rescate de película: hay que recuperar el “Beni”, hay que viajar durante diez días (en auto hasta Colomi y luego en mula hasta el Chapare) para devolver el Junkers F13 a Cochabamba. Dicho y hecho.
Primera vida: el cuarto día de la travesía entre Colomi y Todos Santos (pueblo que va a desaparecer años después por una riada, a orillas del río Chapare) es una aventura de otro tiempo. Hermann se adelanta en el camino en compañía de su mula. Cuando se queda solo (junto a su pistola Luger Parabellum) frente a dos poderosos tigres, el alemán teme por su vida. Interminables minutos después, aparecen los arrieros de la expedición comandada por Walter Jastram. Uno de ellos se persigna y dice: “Es un milagro que usted siga vivo”. Es la primera vida del piloto Hermann, de las siete que tiene. El trabajo de 150 hombres contratados por el LAB en Todos Santos estira la longitud de la pista y el “Beni”, tras ser reparado su tren de aterrizaje y su hélice, puede despegar y volver a Cochabamba en un vuelo de hora y media.
Segunda vida: en mayo de 1927 el gobierno de Hernando Siles anhela una conexión aérea regular con Trinidad. Schroth es el piloto encargado de volar desde Santa Cruz a la capital del Beni. Lo hace acompañado de Jastram, que funge como técnico a bordo, y dos mujeres, esposa e hija de un ganadero conocido, “de sobrada bravía”, apunta Schroth en su libro de memorias, traducido por el periodista/historiador Robert Brockmann y su hija María Danielle.
Un surazo inesperado (se viajaba sin reportes meteorológicos previos, toda una temeridad) provoca un aterrizaje de emergencia en medio de un gran “curichi”. Los caimanes, los tigres, las serpientes y los inevitables mosquitos, mariguíes y garrapatas asustan a los alemanes. Las dos mujeres del Beni —una de ellas con un ojo totalmente hinchado por un fuerte golpe— apenas se quejan. Schroth anota en su libro: “Una vez más, la arrogancia masculina hacia el sexo ‘débil’ se vino abajo. A menudo he tenido la oportunidad de admirar la tranquilidad y la naturalidad con que la gente beniana acepta el peligro y la incomodidad”. Un indígena, que trabajaba como leñero de los barcos de vapor del Mamoré, logra dos canoas y en tres días la expedición llega sana y salva a “Trini” a lomos de una carreta tirada por bueyes en la parte final del viaje.
Schroth no olvidará en su vida el menú diario a base de charque con arroz, yuca y plátano. Las campanas de la iglesia de la plaza repican y las dos mujeres, dadas por muertas, son recibidas como diosas. 14 días después, llega desde Cochabamba, en un vuelo pilotado por otro alemán de la Junkers, Arthur Schneider, la hélice de repuesto para el avión siniestrado. Junto a la pieza, descargan también unas cajas de la Cervecería Nacional de Bolivia, traídas desde La Paz. “Un vaso de cerveza fría y refrescante con el delicioso aroma del lúpulo alemán resultó ser una delicia en esta zona tan calurosa y lejana”, escribe Schroth en su libroIm Reiche des Kondors: Flugerlebnisse in Bolivien, publicado originalmente en 1976.
Tercera vida: estamos en la Nochebuena de 1928. Schroth y el mecánico de a bordo Carl Sackewitz hacen una escala técnica en Todos Santos, provenientes de Riberalta (cuyo vuelo inaugural había sido realizado el primero de junio de ese mismo año). Cuando el clima mejora, parten, pero otro surazo complica la navegación. El Junker F-13, el ave de metal blanco, apenas puede superar los 6.000 metros de altura y una avería deja casi sin combustible al avión. Un agujero en la capa de nubes cerrada habilita de milagro otro brusco aterrizaje. Cuando los dos alemanes ven sus vidas a salvo sobre la copa de unos bananos, celebran con una botella del mejor coñac, una de las provisiones que llevan siempre todos los aviones del LAB. El rescate llega con una mano bondadosa indígena/quechua y otra larga travesía que culmina el día de Año Nuevo en “el verde y encantador valle de Cochabamba”. Schroth se da cuenta de que los aviones del Lloyd necesitan dos cosas: una radio y más motores para poder superar la cordillera y sus picos de seis mil metros.
Cuarta vida: estamos a principios de 1929. El LAB une Cochabamba, La Paz, Santa Cruz, Trinidad, Riberalta, Guayaramerín, Cachuela Esperanza, Roboré, Puerto Suárez y Yacuiba. El rendimiento de los Junkers F-13 es “extraordinario e inigualable, en aquel momento, ningún avión en el mundo igualaba sus capacidades pero sabíamos que en Bolivia le exigían demasiado”, dice Schroth en su maravilloso libro de aventuras (y humor alemán). La antigua fábrica de Schroth lanza al mercado un nuevo modelo: el W-34. Hermann se ofrece para traer el avión desde Buenos Aires. Será bautizado como “Vanguardia”, en honor al fortín boliviano en el Chaco Boreal atacado un año antes por tropas paraguayas. Cuando en el segundo tramo del viaje, entre Tucumán y Santa Cruz, la bomba de gasolina deja de funcionar, Schroth intuye otro aterrizaje de emergencia. Esta vez el ángel de la guarda tiene apellido alemán: el doctor Witte, un geólogo propietario de una estancia a 40 kilómetros de Tartagal, auxilia al aviador. Diez días después, el aparato puede ser reparado y Hermann llega sano y salvo a Cochabamba. Robert Brockmann cuenta en el citado libro que ocho años después, ese mismo avión, el “Vanguardia” —pilotado por el ucraniano Peter Kudrjawzeff y el copiloto Walter Lehm— será protagonista de otro accidente en el que se creyó que el entonces comandante del Ejército, teniente coronel Germán Busch, había perdido la vida en Concepción.
Quinta vida: el 30 de julio de 1930, Schroth realiza el primer vuelo que lleva correo aéreo entre Bolivia y Europa. Don Hermann sube de noche desde La Paz al aeródromo más alto del mundo y llega —junto al técnico Kastner— a Puerto Suárez con las escalas de rigor (Oruro, Cochabamba, Santa Cruz y Roboré) a bordo de su W-34 con motor de 550 caballos de vapor (el doble que el viejo F-13). El plan es esperar la conexión de un avión del Sindicato Cóndor de Brasil que toma la posta para llevar las cartas a Sao Paulo y Río de Janeiro donde son embarcadas en el dirigible “Graf Zeppelin”, rumbo a Frankfurt, Alemania. En ese mismo avión, el W-34 (su versión militar, el K-43 fue luego usado en la Guerra del Chaco), Schroth sufre la enésima avería en pleno vuelo en un viaje entre Cochabamba y Trinidad al fallar el suministro de combustible. El técnico Kastner logra la hazaña de abrir la atascada llave de paso y aterrizar de emergencia sobre el “mar verde” del Chapare.
Sexta vida: estamos a finales de marzo de 1932. Schroth se monta en su Junkers W-34 rumbo a Lima con su inseparable técnico y amigo Kastner. La distancia a salvar desde La Paz es 1.200 kilómetros de distancia. La ida no trae sorpresas pero la vuelta del dos de abril, sí. La escala en Arequipa sirve para cargar combustible y aterrizar en Arica donde Schroth tiene una visita de trabajo que se alarga más de la cuenta. Ese retraso y una tormenta antes de llegar a El Alto ya en la noche provoca otro aterrizaje de infarto en Caquiaviri. A la mañana siguiente, con la bendición del párroco del pueblo, el W-34 arriba al aeródromo alteño donde aviones militares con los motores encendidos estan prestos para despegar y buscar los restos. Un telegrafista ha informado la noche anterior que Schroth y Kastner han muerto pues alguien ha visto un avión estrellarse en llamas cerca de la montaña de Corocoro. “Seguramente, al ser de noche, la llama del escape fue demasiado visible, lo que llevó a esa macabra conclusión”, escribe nuestro héroe en su libro.
Séptima vida: corre finales de mayo de 1932 y va a llegar la primera conexión de correo aéreo entre La Paz y Estados Unidos. El avión elegido por Hermann Schroth es su viejo Junker F-13 con cabina abierta aún, sin frenos en las ruedas todavía. Sin pasajeros a bordo, tan solo el técnico Kettmann. A la altura del volcán Tacora, el motor tose y tose. Aterrizar sobre una montaña activa repleta de azufre, a 26 grados bajo cero, engrosa las hazañas increíbles del pionero Schroth. Es su séptima vida gastada.
Los últimos años de Hermann en Bolivia están marcados por la Guerra del Chaco. Cuando el Ejército solicita su ayuda, Schroth no duda ni un segundo. La primera misión es llevar al comandante general José Carlos Quirós al Fortín Muñoz desde el aeródromo de Villamontes en un vuelo de tres horas. El cambiante clima (8 grados en la mañana y 38 en la tarde) sorprenden a Schroth. La segunda misión, a pedido personal del presidente Daniel Salamanca en su despacho, es realizar vuelos exploratorios en julio del 31, un año antes de la Guerra, para buscar yacimientos hídricos partiendo de Roboré, Charagua y Villamontes.
La tercera misión es visitar a Simón Iturri Patiño en París para que el “Barón del Estaño” done dos aviones alemanes Ju-52 para la guerra. “Me decepcionó un poco cuando el señor Patiño me dio a entender que las negociaciones con la fábrica francesa Breguet estaban prácticamente concluidas”, anota Schroth en su mencionado libro ahora publicado en Bolivia. Finalmente, Patiño compra dos Junkers F-52 a regañadientes. En uno de ellos, el “Bolívar”, Schroth —cuenta Robert Brockmann— trasladaría finalizada la contienda a la Comisión de Neutrales encargada de mediar la desmovilización de las tropas en campaña.
La cuarta misión es organizar el primer puente aéreo de la historia entre el frente y la retaguardia para traer de regreso a 40.000 soldados heridos y enfermos, la mayoría indígenas del altiplano, prácticamente deshidratados. Gracias a los pilotos Hermann Schroth, Robert Mossbacher, Alfred Grundke y el ucraniano Peter Kudrjawzeff (muerto en accidente fatal en 1938), muchos hermanos pudieron salvar la vida y regresar a sus comunidades. Gracias a estos cuatro héroes y gracias al avión, al ave de metal blanco que Schroth tanto iba a extrañar en los últimos 30 años de su vida, lejos de su querida Bolivia, cuando mira con nostalgia el Cóndor de los Andes más merecido de nuestra historia.
Fuente: La Razón