Las palabras y la vida, río de luz
Por: Guillermo Ruiz Plaza
Ya desde su título –La hierba es un niño (Plural, 2016), sorprendente traducción de un verso de Walt Whitman (Or I guess the grass is itself a child) –, el más reciente poemario de Vilma Tapia Anaya es una celebración del tiempo y del universo. El tiempo como un “río de luz” que no ceja en su fluencia poderosa, sanguínea, totalizadora, y del universo concentrado en los mínimos gestos de la naturaleza y de nuestro interior: “río de luz / libre cautividad / gracia y clamor / musgo agua ínfima / escindida potencia / relámpago y olvido río de luz”. En este hermoso poema inicial, titulado “Pies descalzos”, convergen el espacio interno y el externo, dando la clave de todo el libro: “ruta de los días infinitos / río de luz / la lluvia el aliento el corazón / las cenizas río de luz hay sueños / y presentimientos / brotan a la sombra del primer helecho / y nuestros pies desnudos / deambulan empapados / perplejos río de luz”. Se abre así el primer ciclo, denominado “Pasos”. En la “ruta de los días infinitos” el olvido, lejos de constituir un motivo de elegía, forma parte de la celebración. “Podemos vivir sin memoria, pero no sin olvido”, escribe Nietzsche. El olvido es, pues, un engranaje imprescindible del flujo universal. Asimismo, la desnudez y la perplejidad parecen constituirse en actitudes fundamentales para enfrentarse al mundo.
En efecto, celebrar el tiempo y el universo es también y sobre todo celebrar el misterio que nos rodea. “Desde que somos un diálogo”, escribe Hölderlin, y esta línea es una llave para abrir la poesía de Vilma Tapia, nimbada de un aura no de oscuridad ni de hermetismo, sino de misterio. Ese misterio que es indispensable en poesía y que no debe confundirse con el trovar oscuro. Somos un diálogo porque somos misterio. Somos un diálogo porque somos incertidumbre. Y esa incertidumbre, ese absurdo aparente del mundo, puede ser también motivo de regocijo y de búsqueda, y la poesía celebratoria y solar de Vilma Tapia lo muestra con intensidad: “las raíces se expanden en la incertidumbre igual que la sangre” (“En la calma del otoño”).
Somos más –parece decirnos– que esta piel y estos huesos, somos más que nuestros límites aparentes. De ahí el aliento por momentos versicular, como salido de madre, que nos embarga en un río de palabras y de silencios que carecen de puntuación. Porque ¿cómo decir el misterio sin salirse de madre? ¿Cómo decir el universo contenido en una sola gota de agua sin invocar el carácter original del agua, que es la fluencia desbocada, el manar de una transparencia sin ataduras? “Trasparencias ascendentes” es, precisamente, el título del segundo ciclo del libro. En los ojos del asombro, todo “asciende” a su semilla, es decir, todo late como origen y fin en sí mismo, más allá de los géneros y de otras separaciones artificiosas de la razón social. No por nada la hierba, aquí, no es una niña. Es un niño.
Así, este poemario dibuja a lo largo de sus páginas un camino poético y espiritual. Naturaleza y cultura convergen en el jardín interior del yo. Y es desde este jardín que, como Epicuro, nos invita a interrogarnos sobre lo que nos rodea y también a bucear en nuestro interior en busca de esa herida cercana al sol, como diría René Char, esa herida solar que es la lucidez y que nos enseña a vivir y a morir con la misma aceptación dichosa. Tal vez vivir de un modo auténtico sea “alejar la gravedad de la muerte” y así “volver a lo radiante (…), a sus fulgores” (“Del trébol”).
Sin embargo, no hay complacencia alguna en este camino. Es, al contrario, el andar de una lucidez cercada por la violencia y la destrucción propias de la Historia. En efecto, el jardín está cercado y carece de paredes. Aquí el espacio íntimo y el público mezclan sus aguas. Es fundamental la apertura a los otros y la solidaridad. La postura espiritualista de Vilma Tapia está lejos de la evasión o el bizantinismo. No se trata de evadir la realidad sino de indagarla en todas sus manifestaciones. De esta forma, la revelación puede darse tanto en la contemplación de la “diminuta sombra de un trébol” (“Trébol”) como en el canto de unas mujeres campesinas (“El mundo y el sol han tejido los Q’eros”), en el baile de una niña de color bajo la lluvia (“El aguacero”) o en la visión de un sacrificio animal (“Te cubres”), proporcionándonos “unos minutos. Detenidos” de horror o de dicha. Incluso la experiencia de una muerte inminente se convierte, de forma inesperada, en celebración: “Pensábamos que íbamos a morir juntos y reíamos” (“Cielos abiertos”), “Mi cuerpo solo quería yacer en mi alma” (“Ayer noche”). No leemos una negación de la vida, como en Santa Teresa de Ávila, que moría porque no moría. Aquí “el mundo se abre cada instante” (“Resonancia”) y en esas posibilidades vertiginosas está también, naturalmente, la de la muerte. Lo espiritual, además, es indisociable del cuerpo y de lo telúrico: “Mi ombligo atado está / al corazón de la tierra fuego piedra”, en “esta nuestra única sed”, el deseo de vida que, sin contradicción, acepta la muerte como su manifestación última.
Tal vez por eso el andar de este libro culmine, en el poema homónimo y final, en una danza, una danza que parece tan dionisiaca como apolínea, ya que el bailarín es un dios “espléndido” (apolíneo) que, al mismo tiempo, infunde admiración y hasta cierto temor por su risa, su corporeidad y la “fragancia / de sus rizos negros” (dionisiaco). Esta visión de una danza a la vez divina y corpórea, lúcida y embriagadora, cierra el libro con el diálogo del que hablábamos y al que el yo poético se acerca “indigente” y cuidando el paso con la misma incertidumbre y humildad del principio. En el ensayo “Nietzsche y la expresión vital de la danza. Otra forma de lenguaje”, de Luis Enrique de Santiago Guervós, leemos: “El hombre a lo largo de su historia ha danzado siempre para celebrar sus cambios y transformaciones. La danza estuvo asociada primero a ritos sagrados; era un medio de comunicación entre el hombre y sus dioses, una forma de veneración destinada a invocar la manifestación de poderes sobrenaturales, pero también estuvo vinculada con los ritos de fertilidad en los que se exaltaba la exuberancia de la vida”. La danza es un verdadero leitmotiv de La hierba es un niño y ahora comprendemos mejor el sentido que va cobrando en sus páginas. Vitalidad y ligereza –una de sus facetas es el olvido redentor celebrado en “Pies desnudos”– parecen buscar otro lenguaje y una vez más salirse de madre. Quizá por ello la niña que baila bajo la lluvia en “El aguacero” logra que su progenitora, al observarla, se convierta a su vez en agua y salga de sí misma. O quizá fue siempre agua, es decir, fue siempre más que sus límites aparentes, y el yo poético asió el instante de esa revelación: “goteaba como la lluvia / como la lluvia cantaba”. Asimismo, el lector va descubriendo que los versos de Vilma Tapia quieren ser a la vez aguacero y danza, y que su vocación natural es tender a la metamorfosis y buscar otros lenguajes; ser, como leemos en el poema inicial, “palabras exiladas de los altos bordes azules / río de luz”.
Fuente: La Ramona