Por Yamil Escaffi
La biblioteca de Alejandría fue, durante varios siglos, el centro cultural del mundo. En ella se encontraba el registro de trabajos e investigaciones que fueron de extrema importancia para el desarrollo del conocimiento. Además, fue un punto que reunió obras con diferentes orígenes y procedencias, desde allí se tornaban accesibles al mundo occidental. No solo fue una gran obra arquitectónica que revolucionó la forma de registro del conocimiento, influencia que aún es visible en nuestras bibliotecas contemporáneas, sino que fue un símbolo de conocimiento y coexistencia… hasta que fue destruida.
Este acontecimiento, mismo que es posible encontrar uno anterior, inaugura, en nuestra historia, prácticas de silenciamiento que se materializan a través del acto de quemar libros. No se trata de una práctica moderna o apenas occidental una vez que la podemos encontrar en diferentes culturas y regiones del mundo. Pero estos actos coinciden en contextos de apagamento del otro con el objetivo de extinguir su identidad cultura no solo mediante la destrucción del registro (llámese libro en este caso). Es, sobre todo, una práctica de intimidación que apunta a ejercer control sobre interpelaciones posibles mediante lo que podemos llamar la pedagogía del fuego. Esto lo vemos presente en la obra de Bradbury, donde el autor juega con la ironía, ya que son los bomberos quienes queman los libros que perturban la ortodoxia del sistema dominante.
El uso del fuego no es casualidad. Estamos frente un elemento que no es determinante para crear vida, pero si lo es para el desarrollo de la civilización, vinculado a la alimentación y a la seguridad colectiva. Pero esta no es su única dimensión: identificamos el fuego con un culto solar de purificación, el mito de la destrucción para una posterior recreación, es decir, ecpirosis.
Pero hay una última dimensión que es más cercana a las formas modernas del fuego. Quemar pone en evidencia la materia, la reduce, la prioriza. No se quema un pensamiento o un enunciado, se quema el papel. Quemar no solo reduce el papel a ceniza sino, y más importante, la racionalidad a materia. La racionalidad que debiera ser atemporal se vuelve un objeto que se destruye. Lo que una vez fue claro se vuelve oscuro.
Esto nos lleva a reflexionar que la destrucción de libros no es una práctica realizada, como a priori pensamos, por un grupo de ignorantes, sino por individuos que, como decía Borges “cada tantos siglos quieren quemar la biblioteca de Alejandría” para destruir el orden aparente y las relaciones de poder existentes. Quemar, simbólica o materialmente, la biblia o la constitución para crear las condiciones necesarias para realizar cambios que permitan mejorar las condiciones de vida, lograr más equidad y justicia en la sociedad. Pero también se puede quemar, como lo hemos visto antes, para mantener tales relaciones de poder y garantizar el ejercicio de la hegemonía. Quemar es inherente a las sociedades, escoger lo que se quema depende de los individuos, sus actitudes, ideologías, comportamientos y también contradicciones.
Las nuevas formas de quemar libros no apuntan solamente a su destrucción, sino al control de su producción y acceso. Incluso antes de la pandemia, tenemos un mercado editorial en crisis que necesita de estímulos para hacer frente a las adversidades y superarlas, especialmente aquellos proyectos editoriales que se rehúsan a negociar su calidad e identidad para entrar al mundo del e-commerce. En Bolivia, no tenemos una política de compra de libros por parte del gobierno, la cual es crucial en las experiencias del sector en otros países para consolidar no solo una industria del libro, sino una promoción de la lectura y un acceso democrático a la literatura, a la mediación de la lectura, al valor simbólico de los libros, a la economía creativa, a la cultura y a la educación.
Que se ignore este conflicto tampoco es una coincidencia. La ausencia de políticas que reconcilien la crisis editorial y que incentiven la lectura son nuevas formas de quemar libros una vez que el bajo índice de lectura de la población es quizás el obstáculo más comprometedor para superar las dificultades, y es a la vez consecuencia, de las condiciones socioeconómicas y educativas del país.
El libro es el principal e insustituible medio de difundir la cultura y transmitir el conocimiento, fomentar la investigación social y científica, preservar el patrimonio nacional, transformar y mejorar lo social y la calidad de vida. El libro sin lector existe apenas como objeto decorativo, un texto no existe en su forma significante si nadie lo inscribe en su memoria o lo transforma en experiencia. ¿Pero cómo podemos formar lectores sin libros?
Nuestra demanda, como sociedad boliviana, es el desarrollo de la economía del libro como estímulo a la producción intelectual y el fortalecimiento de la economía creativa, a través de acciones de incentivo al mercado editorial y del libro, ferias del libro, eventos literarios y la adquisición de colecciones físicas y digitales para bibliotecas de acceso público. Porque sabemos que esta nueva forma de quemar los libros entorpece el desarrollo del pensamiento crítico y fomenta la reproducción de relaciones de poder asimétricas. La práctica de la lectura (de obras de diferente origen y procedencia) apunta a educar desde una pedagogía liberadora, y fomenta en el individuo una continua crítica frente a su realidad.
Fuente: La Ramona