Las imágenes paceñas de Jaime Saenz
Por: Ruben Vargas
El libro Imágenes paceñas es una pieza curiosa en la obra de Jaime Saenz (La Paz, 1921-1986). En ésta, todo parece integrado, como si desde su primer libro —El escalpelo (1955)— hasta el último que publicó en vida —La noche (1984)— y aun en los que fueron apareciendo después de su muerte, su escritura obedeciera a un plan determinado.
Evidentemente, no es así. La obra se hizo al andar. Pero lo cierto es que el conjunto tiene, desde la perspectiva de la lectura, tal grado de unidad que cada libro parece integrarse con toda naturalidad a un dibujo mayor.
Imágenes paceñas forma parte de lo que se puede llamar el universo saenziano, no hay duda. Basta dejar dicho que la ciudad que quiere retratar el escritor responde a la misma dialéctica que pone en movimiento toda su obra: hay una realidad aparente, superficial, y hay una realidad verdadera, profunda. Así, hay una ciudad aparente —que “se exterioriza”, dice Saenz— y otra que “se oculta”. A Saenz le interesa volcar su atención a la segunda.
¿Por qué entonces Imágenes paceñas es una pieza curiosa en el contexto de la obra de Jaime Saenz? Su marcada singularidad tiene que ver con su escritura. Ni antes ni después —salvo quizás parcialmente en El aparapita de La Paz (1968)— Saenz intentó una prosa tan directa y referencial (de no ficción, dirían hoy) como en los breves textos sobre lugares y personas de la ciudad que integran Imágenes paceñas.
Para acercarse a esta escritura puede ser útil reparar en la palabra “imágenes” que figura en el título del libro. Su sentido apunta por lo menos en dos direcciones.
Por un lado, es casi la proposición de un género de la prosa cuyo objetivo es capturar un objeto —en este caso, lugares y personas de La Paz—en su inmediatez. Algo así como las “aguafuertes” de Arlt con respecto a Buenos Aires. No habría que olvidar, por lo demás, que la obra fue concebida de hecho como un diálogo entre los textos de Saenz y las fotografías de Javier Molina; éstas no son parte de la imagen, no una mera ilustración del texto.
Por otro lado, la palabra “imagen” declara una manera o modo cómo el lenguaje construye objetos. Hay que pensar, naturalmente, en la imagen poética, esa celosa arquitectura de palabras capaz de encerrar en unas pocas líneas un mundo.
En otras palabras, la escritura de Imágenes paceñas tiene la precisión de la prosa descriptiva y referencial, pero también la concentración y el poder evocador de la imagen poética. No son poemas, por supuesto, sino prosas trabajadas sobre los andamios de una lógica poética, la lógica de la imagen, precisamente.
Uno de los ingredientes de la imagen así entendida es el deliberado anacronismo. Saenz no retrata las muchas caras de una ciudad actual (‘actual’, en todo caso, a fines de los años 70 cuando escribió el libro) sino inventa, en el sentido más alto de la palabra, una ciudad que ya en ese momento era un recuerdo. Esa presentificación de la ausencia es propia de la imagen poética.
Es quizás por esta razón que el efecto que provocan las Imágenes paceñas de Saenz es profundamente evocativo. El lector se reconoce en una imagen que ya no pertenece al tiempo sino a la memoria, que es algo diferente. Ésa es la causa, creo, que hace de estas imágenes Imágenes paceñas algo tan entrañable y al mismo tiempo tan melancólico. Entregarse a esos sentimientos es una manera de celebrar la reedición de este libro.
Fuente: Tendencias