11/21/2007 por Marcelo Paz Soldan
La yuxtaposición del deseo. Parte 6/6

La yuxtaposición del deseo. Parte 6/6

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La yuxtaposición del deseo. Parte 6/6
Por: Benjamin Santisteban

(Este ensayo fue escrito para el Encuentro “S. 09 Narrativa Boliviana en el Tercer milenio”, realizado en Sucre y organizado por el Comité Nacional del Bicentenrio del Primer Grito Libertario. Agradecemos a Benjamín Santisteban y Alex Aillón por la generosidad de ambos al permitirnos publicarla en nuestra librería virtual: ecdotica-6413e4.ingress-bonde.easywp.com. Desde ecdotica reconocemos a Benjamín como uno de los críticos literarios más importantes que hay en Bolivia, así que nos sentimos orgullos de contarlo entre nuestros colaboradores, aunque sea por esta única vez.)
Existen otras maneras de preterición en la literatura, de referirse a la “realidad” externa al afirmar que no se está refiriendo a ella. Se podría argumentar que el lenguaje figurativo que hace uso la obra literaria deviene siempre un modo de preterición. Ni metáforas, ni metonimias, ni aliteraciones, etc. existen en la naturaleza o la realidad social; solamente en el ordenamiento de las palabras con se crea. Por esto, la literatura es una manera de referirse a la realidad sin referirse a ella, condición en la que vive la virtualidad. La relación entre la literatura y la realidad social no literaria corresponde a la relación entre el mundo virtual de la ficción y un mundo en el que el lector deberá, luego de la lectura, actuar de un modo distinto. En cuanto que no existe un acto de habla que no contenga lenguaje figurativo, incluso la obra literaria más realista deviene una preterición, cuya referencia directa se ve interrumpida.
El cuento “Amanda” de Rodrigo Hasbún, publicado en Cinco, es un texto de pulcra enseñanza de esta situación. El tema parece enmarcarse en el encuentro de dos mundos, lo occidental que puede tener una ciudad y lo indígena que puede retener un pueblo, representados por la relación entre un joven aprendiz de escritor y una criada campesina. Trata, entonces, del consabido encuentro con lo radicalmente otro, con la alteridad personificada por una “niña campesina, ingenua, inofensiva”, proveniente de un pueblo situado en el “fin del mundo”. El giro propio de este cuento consiste en que el encuentro es narrado desde la empatía del joven aprendiz que permite calificar a Amanda, la criada, como “una extranjera abandonada en un país bárbaro”. Si, por lo general, extranjero y bárbaro pasaban por equivalentes, la sensibilidad del aprendiz de escritor liquida la sinonimia, desplazando la barbaridad al lado citadino. La afirmación de la alteridad ocurre a partir de la toma de conciencia de que “los otros se parecen a nosotros y que nosotros somos parte de ese grupo llamado otros para los demás”. Siguiendo la lógica de esta temática, tan transitada por la literatura latinoamericana, el encuentro habrá concluido en desencuentro, en el reconocimiento de que Amanda no es la que parece ser, en el desmoronamiento de una certeza que inevitablemente conduce a otro,
…al desmoronamiento de mis ganas de entender el mundo, los hábitos de quienes lo habitan, la suciedad y las costumbres de quienes lo habitan…
Y de este modo parece compendiarse lo que en Latinoamérica se viene tematizando, cada vez desde distintos puntos de vista y con personas —máscaras de los actores— distintas: el encuentro, que acaba en desencuentro, de Colón con los indígenas, (des)encuentro que ahora se recapitula en un departamento de la ciudad y que se da realmente cada vez que una familia citadina contrata una criada del campo. Esto, sin lugar a dudas, animaría a pensar que el cuento se inscribe en el realismo que hace la mimesis de la realidad postcolonial.
Sin embargo, atendiendo a la forma del cuento y a la involucración del deseo con el lenguaje, el realismo es un “realismo” que no representa a la realidad socio-política de la condición postcolonial. La historia es una reescritura del diario que mantiene el joven aprendiz, a modo de “trabajar el estilo y forjar el temperamento”, la cual es pulida hasta alcanzar lo que Barthes llama el “grado cero de escritura”, una escritura que no parece estar marcada por un estilo propio, que no llama la atención a sí misma como escritura literaria y cuyo estilo, no obstante, es dura y penosamente trabajado para parecer no tener estilo. La primera y tercera partes del cuento narran de esa manera; una prosa transparente exhibe al temperamento del joven dominado ya por la ley del lenguaje que decreta las divisiones y discontinuidades sintácticas, las que a su vez determinan las reglas de comportamiento de los cuerpos a través del proceso de simbolización. En arbitrio final, la ley del lenguaje resulta la ley que hace posible la existencia social, las estructuras que gobiernan todas las formas del intercambio social. Las divisiones lingüísticas rompen la continuidad erótica de los cuerpos que habitan el espacio cerrado del departamento. Así, “forjar el temperamento” significa someter el flujo del deseo a las estratificaciones del lenguaje. Pero, como era de esperarse en occidente, el flujo escurridizo burla a la ley en un sueño nocturno del joven aprendiz, donde Amanda es el objeto del deseo. La burla, como también era de esperarse, apenas dura hasta la salida del sol, donde se restablece la ley del lenguaje que marca ya la culpa.
Entre las dos partes en que la reescritura se muestra como el forjamiento exitoso del temperamento aparece yuxtapuesta la escritura de Amanda, quien extrañamente mantenía también un diario, “para contar tantas cosas”. Siendo una figura que combina elementos de manera que las conexiones entre ellos se hallan suprimidas, a fin de lograr sorpresa o perplejidad, esta yuxtaposición promete la presentación directa del otro como otro, de la alteridad en sí, ya que será la escritura de Amanda la que presente directamente a Amanda, sin los filtros de la empatía. Sin embargo, esto no ocurre, pese a la sorpresa respecto a la precocidad sexual de Amanda. En vez de una escritura idiosincrásica o perteneciente a una comunidad extranjera, lo que brota es un lenguaje fiel a la oralidad del recuerdo, incrustado a ratos de palabras extraídas de las telenovelas que pululan el mundo del joven aprendiz y, ahora, el de Amanda. Prescindiendo de la puntuación y la ortografía, la escritura de Amanda no se asemeja al ejercicio de sometimiento del deseo; éste parece circular libremente, sin las rupturas ocasionadas por la ley del lenguaje. Parece el flujo continuo de un deseo no marcado por el lenguaje occidental. Pero se trata de mera apariencia: la sintaxis se restablece a cada momento, permitiendo la suficiente inteligibilidad como para reparar claramente que la ley contra el deseo es el catalizador de la sexualidad de Amanda. Su aparente fluidez y continuidad no viola el mandato contra el incesto, el cual separa a Amanda de Gualberto, un primo cercano que la amaba verdaderamente. De esta manera, Amanda no es la referencia a la alteridad radical, sino una referencia de la mismidad para consigo. La supuesta continuidad en la escritura de Amanda —la que violaría a la ley del lenguaje / sociedad y sus estratificaciones— corresponde a la trasgresión que la misma ley permite al imponer los límites. El deseo es escasamente el reverso de la ley; si, por un lado, la ley le impone límites, por otro, ella misma crea al deseo al crear la prohibición. El deseo es esencialmente el deseo de transgredir, pero para que haya trasgresión primero es necesario que haya prohibición. Ley y deseo se relacionan en una dialéctica circular que clausura el ingreso de la alteridad. La abierta sexualidad de Amanda alcanza apenas a la trasgresión regulada, cuyo límite debe respetar siempre la propiedad privada, el Capital que determina también la propiedad privada en las relaciones de parentesco con la prohibición del incesto. El oficio de puta arrepentida o feliz es el único que la ley del lenguaje permite presagiar para Amanda, quien debe pagar por su irrespetuosidad con la propiedad privada. Dice el padre del joven aprendiz.
Entiendo que quieren coger, todos hemos pasado por eso. Lo que me indigna es que lo hagan en un departamento ajeno, en propiedad privada.
Sin apertura a la alteridad de un deseo continuo, no estratificado por la ley del lenguaje, el texto se cierra sobre sí mismo, así como el deseo se cierra sobre sí mismo. La yuxtaposición borra su ironía desestabilizadora en el solipsismo del deseo regulado por el Nombre del Padre, Dios en la figura del pastor de la comunidad de Amanda. Es muy significativo que el sueño erótico del joven aprendiz no incluya la penetración de Amanda, sino sólo su mano: el solipsismo del deseo se cumple de modo intransitivo en el erotismo de la masturbación onírica. Amanda no es en verdad el objeto del deseo del joven aprendiz, sino un instrumento del deseo de sí mismo. La yuxtaposición —lejos de dar paso a la alteridad, a otro tipo de deseo— refuerza la separación y la discontinuidad impuestas por la ley del lenguaje. La tristeza con que el joven aprendiz de escritor acaba no tiene origen en el fracaso para relacionarse y comprender al otro radical, sino en el no poder entenderse en su propio mundo y a su propio mundo por ausencia del otro radical. La tristeza proviene del desmoronamiento de uno mismo con la excusa de un supuesto otro.
Paradójicamente, la yuxtaposición, que anula la relación con la alteridad y que deviene la interposición de lo mismo frente a lo mismo, infunde una efectividad contundente al cuento; es la que lo ejecuta en plenitud con una estructura cerrada, cuya excelencia estética depende precisamente de no poder referirse a la alteridad como tal y de enclaustrarse en la virtualidad de su propio mundo. La yuxtaposición del diario de Amanda en medio de la reescritura del joven aprendiz determina incluso la geografía principal del cuento: las paredes externas del departamento son la yuxtaposición que ofrece el espacio para la relación de lo mismo con lo mismo, la que sienta los límites para la trasgresión regulada de Amanda en sus incursiones fuera del departamento y la que excluye a la alteridad; las paredes internas, la yuxtaposición que asegura la circulación cerrada de la ley y el deseo, marcando las debidas estratificaciones o prohibiciones entre los cuartos y los cuerpos. Así, la arquitectura del departamento traduce la yuxtaposición del diario de Amanda entre la reescritura doblegada.
En síntesis, la referencia directa al encuentro entre dos mundos diferentes se interrumpe por el deseo regulado que marca tanto al joven aprendiz como a Amanda, por ausencia de un deseo radicalmente diferente, no estratificado y cumplido como continuidad erótica de cuerpos / lenguajes. Si se afirmase aún que hay la referencia directa al deseo regulado, estableciendo una suerte de realismo (mimesis de la realidad verdadera, más allá de la superficie), habrá que reparar en que el cuento, en cuanto reescritura que forja el temperamento, se refiere únicamente a sí mismo, a su propia condición de deseo forjado por el lenguaje, lo cual es la auto-referencia literaria que, como antedicho con Ricoeur, destruye el mundo. Por ello, el cuento es indecidible respecto a su ostentación, si al deseo regulado o al encuentro con la alteridad, ya que no puede referirse a ambos sin destruirse. Una referencia (a la mismidad del deseo regulado) supone la desaparición de la otra referencia (a alteridad en el encuentro con el otro diferente).
Bibliografía
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