Por Marta J. Sanchís Ferrer
La experiencia migratoria desencaja el núcleo afectivo de la persona. Esto es lo que Natalia Chávez Gomes da Silva (Santa Cruz de la Sierra, 1989) propone en Salmuera, su segundo libro de cuentos, bajo el sello de la editorial Mantis. Fue en Nueva York, durante su propia experiencia lejos de su país, mientras cursaba la Maestría de Escritura Creativa en NYU, donde trabajó esta selección de relatos. Con Salmuera, la autora parece responder a la pregunta de si existe una sensación comunal en la experiencia de migrar, y lo hace tramando dos texturas.
I
“Toda mi infancia había sido una carrera de resistencia en la que yo trataba de darle alcance. Mamá no paraba; iba delante y yo corría y corría para lograr ir a su lado, a su ritmo, y poder mirar hacia arriba y ver la cara que tanto me fascinaba. Su nariz, de perfecto ángulo recto en la punta, surgía como un delicado volcán entre dos ojos dibujados con cremoso y abundante carbón. Los labios finos que quedaban más hacia adentro que afuera de la boca, como para que solo pudiera sentirlos ella misma.” (p. 35)
En la primera parte, encontramos mujeres que se preguntan si hay un retorno y, para construirse a sí mismas, recuerdan a las personas que alguna vez fueron esenciales —sea la madre, el padre, el hermano o los abuelos—. Para hablar de estas relaciones previas a la migración, la autora utiliza dos medios: rutinas compartidas (como lavar el coche cada domingo, o la visita al mercado de la carne una vez a la semana), y la observación de momentos de vida cotidiana del otro (como la madre que evita mirar a su hija mientras se maquilla, o el hermano que afeita meticulosamente su barba con crema y navaja a cierta hora de la mañana).
Existe en las protagonistas de estos relatos, además, una tensión psicológica entre dos elementos: por un lado, la conciencia sobre los complejos mecanismos que movilizan la realidad, y, por el otro, lo indecible en las relaciones humanas. Dicha tensión se expresa en más de una ocasión a través de un picor o presión en la garganta: se trata de lo inverbalizable.
II
“Mis vísceras se secaban y la humedad que les da elasticidad se exprimía de ellas y emergía transpirada de la membrana que mantiene reunidas las partes de mi cuerpo. La piel es la bolsa en que transporto todo lo que llevo; lo único que tengo.
Eso que va conmigo adonde voy. Bajé mis párpados por instinto para distribuir la secreción lacrimal. El borde del pliego superior se apoyó mansamente en el de abajo. No quise separar ese cálido ensamble y me quedé así un buen tiempo. El color naranja que la fina tela sobre los ojos filtró del sol y empujó dentro de mí, me abrazó con la auténtica fuerza de las despedidas.” (p. 80)
En la segunda parte, se presenta una potente apuesta estética que consiste en generar imágenes y acaparar sensaciones cuya textura se sale de los bordes de lo predecible. Las protagonistas exploran la ciudad sin seguir a nadie, sin irle detrás a un cuello o una espalda. Hay desarraigo en la extranjería: desde revisar las notificaciones del móvil por la mañana preguntándote si encontrarás una mala noticia de tu familia, o llorar por primera vez delante de alguien; hasta extremos como desaparecerse en el sótano de un Deli junto a un desconocido que te muestra el espacio como si alguno de los dos tuviera la habilidad de ver en la oscuridad.
“Estoy confinada en el centro”, reflexiona la protagonista del último cuento, ejerciendo una presión contra el colchón de su cama, preguntándose “¿Será esto una casa?”. Su pensamiento parece estar exigiendo un cambio, y quizá es a través de la exploración en la que se sumerge y de la violencia que acontece esa noche, quizá es así que encuentra una solución o una respuesta: acusar, aferrar, reconocerse como superficie. No obstante, esto no será suficiente. En los últimos momentos del cuento, recuerda la siguiente imagen: cuando era pequeña, en las noches de insomnio, se tumbaba junto a su madre dormida e inspiraba el dióxido de carbono que exhalaba la boca de ella, para a continuación espirar de vuelta el suyo. Así consiguió, como niña, dejar su imprenta en el mundo. Dicha experiencia se generaliza cuando ya es adulta y no encuentra su lugar en la cama, por lo que necesitará salir a la deriva de la noche, como si sólo de esta manera fuese capaz de volverse material y entregarse.
Así, después de recorrer las dos partes del libro, volvemos a la pregunta de si existe una sensación comunal en la experiencia de migrar, sobre la cual Natalia Chávez nos presenta una mirada poliédrica: la posible reconstrucción de una misma a través del desarraigo, la experiencia de arrancar raíces y replantarse en la tierra después de la erosión. La sensación es inabarcable y tan imposible de planificar como la reacción que una tendrá ante lo que aún no se ha presentado.
Fuente: mantisnarrativa.com/