La senda del machetero
Por: Rodrigo Beltrán Galdo
“[…] Sin el Bandido, la Cabaña, su cabaña, pensó Benicia, no sería diferente de cualquier otra choza de motacú: un punto oscuro del planeta, una brizna del universo”.
“La Cabaña”, con mayúscula, la que no es solo de Benicia, es el mundo de Luis Padilla Sibauti, el Bandido, y de sus tres compañeros de tertulia. No hay nada diferente en esta rústica (quizás precaria) edificación que podemos idealizar como un terreno amplio con matas de hierba en sus cercos, el centro despejado para dar cabida a la mesa donde los cuatro se sentaban a beber el culupi que preparaba Benicia, mezcla de Dios y Diablo, antes de la llegada del profesor Saucedo y de don Carmelo. Siempre cuatro, a las cuatro de la tarde, debajo de un techo de hojas entrelazadas, sin una fórmula específica, el Bandido comenzaba a contar su historia…
“Puestos ya frente a la mesa y escanciada sin mayor ceremonia la primera ronda de culupi, cualquier frase dicha servía para entretejer los hilos de la tarde […]”. El Otro Gallo, novela de Jorge Suárez, describe la creación de un mundo en el que habitan sus personajes. Más allá de lo verdadero (objetivo), está lo real. Para estos cuatro, nada de lo que esté fuera de la Cabaña es relevante, cada uno tiene una silla (lugar) en ese mundo; importan, son agentes, cada uno impulsa, a su manera, el relato.
“Lo mismo pasa con la tertulia. Sus asuntos, como los tajibos, están escondidos desde tiempos sin fondo en la maraña de las palabras”. El sentido de su vida depende del momento de la tertulia, cada uno espera que llegue esa hora en la que pueden hablar con los otros. Un mundo fabricado de palabras, atemporal, ilógico… increíble, pero aun así, real que ellos habitan, depende de su completa y voluntaria ingenuidad; solo así la historia del Bandido de la Sierra Negra tiene sentido, así ellos son partícipes de las confidencias de Sibauti.
La creación de una realidad a partir de la palabra fácilmente puede conducir a pensar El Otro Gallo como una metáfora del trabajo del escritor, pero, sino errada, sería una interpretación pobre. El verdadero sentido radica en la conversación. Nuestro mundo, el de cualquiera, está hecho de las cosas que “decimos” que están ahí. Pero no es solamente nuestra voz la que se escucha en la mesa, los otros tienen qué decir también. Y así está compuesta, polifónica, nuestra realidad. Nos abrimos paso por el mundo con el filo de nuestra lengua y creamos la realidad a imagen y semejanza de nuestras palabras. Más allá de cualquier pretensión de ciencia, Suárez nos interroga acerca de la pretensión de sentido: ¿De qué nos sirve conocer cómo son las cosas si no encontramos sentido en ellas?
“Sin los ojos de la ilusión, los tajibos no serían diferentes de cualquier otro árbol. […] Tajibos hay de todos los colores según el color que los macheteros van soñando al abrir la senda”. Imprimimos a los lugares que habitamos, los colores que nuestros ojos ven. Y esta “precaria” construcción siempre está amenazada de desaparecer, de quedarse sin color y sin sentido; ahí es cuando los otros aparecen (familia, amigos, etc.). Ellos validan, niegan o cuestionan lo que decimos, pero siempre acerca de lo que decimos, y hacemos lo mismo respecto de lo que ellos dicen. Imaginamos verdadero el discurso de los otros porque los otros están ahí. “Porque la vida, dijo el Bandido, está hecha de imaginaciones. Y las imaginaciones, de charla”. Es la ilusión que les brindan las palabras lo que hace posible que sigan existiendo los personajes.
Al final de la novela, cuando el Bandido termina su historia, hay un desasosiego que impulsa a los personajes a buscar la forma de reconstruir ese mundo de palabras que giraba en torno a sus confidencias. Es esa búsqueda de sentido en las palabras de los otros lo que hace que esta sea una gran novela nacional. El sentido no se encuentra en tal o cual cosa o personaje, se construye entre todos y todo lo que se dice.
Fuente: La Ramona