La revolución del 52 y la producción de ficciones
Por: Mauricio Murillo
En el mes aniversario de la fundación del MNR nos aproximamos a la relación que existe entre letras y procesos sociales.
Uno de los debates que no se han podido resolver en torno a la literatura, sobre todo al momento de hablar de la novela moderna, tiene que ver con su relación con los procesos políticos y la realidad social a la que, debatiblemente, pertenece. A principio de Siglo XX nuestra literatura (me refiero a la boliviana) casi cumplió la función de convertirse en documentos sociológicos (por suerte no toda, pero sí un conjunto muy amplio), con el paso del tiempo esta unión entre ficción y análisis social y político nunca abandonó del todo las letras bolivianas. En todo caso, las excepciones se constituyen en los libros más interesantes y complejos de nuestra historia literaria. Pero más allá de quedarse en la queja, pensemos que también es productivo ver en retrospectiva, y desde el lugar de la ficción, las relaciones privilegiadas que se instauran entre literatura e historia. En este mes se recuerda la fundación del MNR, partido que concibió la Revolución del 52, que fue ideado por distintos intelectuales, muchos de ellos escritores, algunos de los cuales producían novelas. A continuación presentamos una revisión de las relaciones entre literatura y realidad que tensionaron la forma y el fondo de los libros publicados por estos intelectuales, muchos, como lo dijimos, escritores de ficción. Para ello, dialogamos con Matthew Gildner, doctor en Historia, docente de la universidad Washington and Lee de Virginia y especialista en la Revolución boliviana del 52.
ESCRITORES DE LA REVOLUCIÓN. Al preguntarle a Gildner sobre la cantidad de escritores de ficción que constituían el grupo de intelectuales revolucionarios nos dice: “Los fundadores del MNR fueron principalmente abogados y políticos (Víctor Paz Estenssoro, Walter Guevara Arze y Hernán Siles Zuazo), por un lado, y periodistas y escritores (Carlos Montenegro, Augusto Céspedes y José Cuadros Quiroga), por el otro. Este grupo de periodistas y escritores no sólo hacía reportajes y artículos de opinión para el periódico La Calle, sino que también incursionó en literatura de ficción, así como en ensayos sociopolíticos (Sangre de mestizos, Nacionalismo y coloniaje, etc.). Más adelante, José Fellman Velarde se incorporó al grupo y escribió Una bala en el viento (1953), un ejemplo único de literatura revolucionaria”. Podemos observar inicialmente cómo estos intelectuales e ideólogos de la Revolución alternaban su vida literaria con la política. “Según Valetín Abecia Lopéz, Herbert Klein y otros no se puede hablar de una literatura revolucionaria. Ésta venía desde antes de la Revolución, con los escritores denominados de la ‘generación del Chaco’. Un ejemplo de esta literatura es el libro Hombres sin tierra, de Mario Guzmán Aspiazu. También Carlos Serrate Reich escribió varias obras de teatro”. En este sentido, hay que entender que el proceso de la Revolución no se circunscribe a los años próximos al 52, sino a un proceso histórico que retrocede a momentos esenciales.
PRODUCCIÓN DE FICCIONES. Fue el Estado posrevolucionario el que fomentó esta literatura escrita por sus ideólogos (entre estudios, ensayos y ficciones). “Este Estado estaba intentado fomentar y divulgar una literatura revolucionaria a través de concursos de literatura, poesía y obras de teatro (Fantasía boliviana, por ejemplo, que ha sido estudiada por la antropóloga norteamericana, Michelle Bigenho). Para entender realmente qué ha pasado con la literatura durante la Revolución, hay que investigar los premios y los concursos de la época, quiénes ganaron, quiénes recibieron menciones de honor, así como los jurados. Un buen punto de partida serían las revistas de la época (Khana, Pututu, Inti Karka, Gaceta Campesina, Cordillera, Arte, publicadas entre 1952 y 1964 y patrocinadas de alguna u otra forma por el estado posrevolucionario)”. Por esto, podemos pensar en que este conjunto de escritos (en todo caso muy heterogéneo, desde estilos hasta géneros) acarrea una ideología propia y única. En todo caso, siguiendo a Gildner, vemos que esa heterogeneidad de formas también es un abanico de distintas miradas. “La ideología común entre los escritores era seguramente el nacionalismo. Algunos, como Fellman Velarde, quien era un movimientista fanático, estuvieron imbuidos por la ideología del partido mismo. Otros, como Guzmán Aspiazu, plantearon temas sociales vinculados a la revolución—en su caso, la reforma agraria—como tópicos literarios”.
CONTAMINACIONES. Entre estos historiadores e intelectuales del 52 hay trabajos escritos que casi son un ensayo literario. Así, al tratar de encontrar una razón por la que estos escritores prefieren acercarse a la literatura desde lo social también debemos pensar que los textos llamados “académicos” o de análisis que se acercan de una manera particular a la ficción. “Esto sucede especialmente en la historiografía de la época. Los ejemplos más destacados de esta transgresión venían de la pluma de dos fundadores del MNR, Carlos Montenegro y Augusto Céspedes. Sus obras fueron fundamentales para la construcción de la ideología del nacionalismo revolucionario y de la revolución misma, pero también fueron consideradas muy contestatarias durante la época por su contenido ideológico. Durante los 50, Nacionalismo y coloniaje de Montenegro (1943) y El dictador suicida de Céspedes (1956) fueron criticadas por Fernando Diez de Medina por su contenido sesgado (léase: la historia escrita desde la ideología del MNR). Diez de Medina sostenía que por su contenido estos trabajos no eran ‘historia’ propiamente dicha”. De esta manera, es necesario marcar una constante en esta literatura que no se rescata por lo general desde la óptica de la ficción: se marca siempre la contaminación que sufre la literatura desde lo social en las novelas u otros libros de estos escritores, pero no se destaca la contaminación que sufre la mirada política y social de estos intelectuales por parte de la ficción. Así, se nos abre un espacio muy interesante para mirar esta escritura y, a la vez, para poder entender el rol y la fuerza de la ficción al momento de mirar la realidad.
LOS ÚLTIMOS MÍSTICOS. En relación a este tema, y en el marco del Seminario de Historiadores e Intelectuales de la Generación del 52, Matthew Gilner presentó una ponencia titulada: Los últimos místicos: la intelectualidad paceña entre 1952 y 1957. “Mi meta es mostrar un momento de transición en las ciencias sociales bolivianas (la arqueología en particular) entre el conocimiento ‘místico’ y ‘fantástico’, por un lado, y el conocimiento estrictamente científico por el otro. Antes de la revolución el conocimiento sobre Tiwanaku y el pasado prehispánico más amplio estaba dominado por Arthur Posnansky, Federico Diez de Medina, Alberto Laguna Meave y otros personajes miembros la Sociedad Arqueológica Boliviana, los cuales proponían una interpretación fantástica del pasado aymara. Sostenían que el sitio de Tiwanaku fue construido hace 12.500 años y que fue esta civilización protoaymara la que había poblado todas las Américas. Por ejemplo, tenemos el libro Tiwanaku: cuna del hombre americano de Arturo Posnansky. Después de 1952, una nueva generación de intelectuales afiliados con el gobierno posrevolucionario, a la cabeza de Carlos Ponce Sanginés, buscó marginalizar esta interpretación de Tiwanaku y, aprovechando la ciencia moderna (especialmente la datación a través del radio carbón) intentó mostrar la ‘verdadera’ historia de la cultura tiwanakota y los orígenes de los aymaras como una protohistoria de la nación boliviana. De hecho, una de las metas de la Primera Mesa Redonda de Arqueología (que se reunió en diciembre de 1953) era mostrar los errores cometidos por Posnansky y su interpretación calificada de fantástica. A pesar de este esfuerzo de marginalizar el conocimiento místico y fantástico sobre el pasado prehispánico, entre los años 1952 y 1957 el gobierno posrevolucionario utilizó esta interpretación mística/fantástica para plantear una narrativa de valorización del pasado, del presente y del futuro de los pueblos aymaras y su rol en la conformación de la nacionalidad boliviana. En este ensayo muestro esta imaginación mística a través de los trabajos del lingüista paceño Luis Soria Lens, quien escribió numerosos artículos sobre la ‘diáspora aymara’, la tecnología agropecuaria de los aymaras antiguos y el folklore paceño, en revistas tales como Khana, Gaceta Campesina, e Inti Karka, cada una vinculada con instituciones estatales. El estado promovía esta visión mística a pesar de su aparente esfuerzo por institucionalizar la ciencia. De esta manera, apoyándome en los trabajos de Ramiro Condarco Morales, Juan Albarracín Millán, Guillermo Frankovich y Marie Danielle Demelas, intento arrojar a la luz nuevos datos sobre la historia de la ciencia boliviana y el imaginario paceño, y el papel que jugaron en la formación de la nación posrevolucionaria”.
FOMENTAR LA ESCRITURA. Siguiendo la propuesta de Matthew Gildner sobre este momento histórico, podemos analizar también la manera en que el Estado posrevolucionario fomentó la producción de literatura y poesía a través de nuevas instituciones estatales. “Al interior del gobierno posrevolucionario, fue la Subsecretaría de Prensa, Informaciones y Cultura (dirigida por José Fellman Velarde) la que trató de fomentar y divulgar una literatura postrevolucionaria. Esta oficina estatal se encargaba de patrocinar concursos de literatura, poesía y artes visuales. El primero de estos esfuerzos se materializó en noviembre de 1953, cuando la SPIC patrocinó los Primeros Juegos Florales Revolucionarios, un concurso de poesía para estudiantes universitarios, cuya temática fue la ‘liberación nacional’. Todos los participantes fueron instruidos a ‘descubrir nuevos valores identificados con las aspiraciones de las grandes mayorías’; asimismo, debían referirse a un acontecimiento revolucionario, como la nacionalización de las minas, la Reforma Agraria y el voto universal. La SPIC publicó los tres poemas ganadores del Concurso en 1954 bajo el título Trilogía poética de la Revolución Nacional. Ese mismo año se publicó otro volumen de poesía revolucionaria, Antología de poemas de la Revolución. El poema ‘Salutación campesina’, de Oscar Arze Quintanilla, por ejemplo, celebró los nuevos horizontes que la reforma agraria abriría para los pueblos originarios: ‘Hoy dos de agosto,/millones de gritos desmayados,/odios que florecen en la tierra, emanación de brazos seculares/brindan la comunión de tu destino’”. Este fomento no se daba de una manera abstracta, fue importante para el Estado animar a escritores del país a producir textos con eventos como los premios y distintas maneras de apoyo por parte de distintas instituciones importantes. “El SPIC también promovió una literatura revolucionaria. Lo que podría considerarse ‘literatura revolucionaria’, sin embargo, en realidad había precedido a la revolución con el realismo social vibrante de los años 1930 y 1940. Autores como Tristán Maroff, Carlos Medinaceli y Augusto Céspedes habían abordado muchas de las cuestiones que germinaron durante la década anterior y, al hacerlo, habían contribuido a la conciencia política y social de la generación revolucionaria. Bajo la dirección de Fellman Velarde, la SPIC buscó dar un nuevo impulso nacional de la literatura y ponerla al servicio de la Revolución. Con este fin, publicó en 1954 una antología de historias cortas acerca de la lucha revolucionaria titulada Antología de cuentos de la Revolución. Los cuentos también aparecieron en las páginas de publicaciones como Boletín de Cultura y Khana”. Este conjunto de escritores e intelectuales bolivianos no sólo cambiaron la historia política del país y modelaron el Estado de la segunda mitad de siglo, sino que, desde la escritura, construyeron un espacio distinto y característico. Queda mucho por desentrañar en sus textos y, sobre todo, tratar de alejarlos de ciertos lugares comunes y preconcepciones que nos construyen un muro entre ellos y nosotros los lectores. Por más que discrepemos de su forma de hacer literatura, o de su ideología, tienen mucho que decirnos sobre las relaciones verificables entre ficción y realidad, entre literatura y política, entre novela y Estado.
Fuente: Fondo Negro