La poética de Jaime Saenz
Por: Adolfo Cáceres Romero
“La poesía me parece que es penetrar en la cosa en sí,
en la sustancia, en la esencia; eso y nada más que eso.
La diferencia con la narrativa es puramente formal”.
Jaime Sáenz
La primera impresión que tenemos al leer las obras de Jaime Sáenz, especialmente sus poemas, es que se trata de un escritor irracional (eso, desde ya, es natural; todo gran poeta es irracional), de ahí que algunos de sus estudiosos lo consideran surrealista. Lo evidente es que sus versos no se dan para ser razonados, es más, a veces no sabemos si son versos o renglones de un relato poético; con todo, pensamos que esa puede ser su manera de penetrar en la cosa en sí. Basta sentir lo que dice, para captar la intimidad de ese ser sustancial. Es que hay algo algebraico en su estilo y no solo para componer sus poemas, sino también sus cuentos y novelas. Además, ese algo está lejos de todo cálculo, por cuanto Sáenz no versificaba ni medía sus versos; eso sí, ellos tienen ritmo, porque como le explicó a Gumucio Dagron en “Provocaciones” (1977): “ese ritmo importa por su fuerza interior, su música interior. Cuando no hay esa música interior, creo que no hay poema”. Sin ser épico ni trágico a la manera de Tamayo, a quien admiraba, aprendió a componer con buen oído, tal como lo percibió en “La Prometheida” y en los scherzos, de quien consideraba uno de sus dioses. Los poemas de “Visitante Profundo” (1964) y de “Bruckner” (1978), son una muestra de ello. Son muestra de la música que formaba parte de sus ser. “Yo me nutro con Bach, con Brahms y con Bruckner”, le confesó a Gumucio Dagron.
Siendo el verbo su fuerte, Sáenz habitualmente narraba sus poemas; entonces, le era fácil seguir con esa misma dinámica en sus cuentos y novelas. Después de todo, inició y cerró sus obras, con sintaxis abierta. En “El Escalpelo” (1955) su primer relato (“Memorándum”) no lleva signos de puntuación, al igual que “Tocnolencias” (2010), el último libro, escrito entre 1978 y 1979, pero publicado póstumamente el 2010. Me parece que así, sin pensar en comas ni puntos, se hallaba más dispuesto para decir lo que sentía. Sáenz no acostumbraba marcar sus espacios. Jamás ponía debajo del título de sus obras el género al que pertenecía. A veces, sus editores lo hacían, sin que a él le importara. No le era sustancial definirlas. Le bastaba seguir el hilo de sus emociones; muchas de ellas nacidas espontáneamente, nunca al desgaire, sin un propósito concreto. Luego venía el trabajo del orfebre. “Soy muy exigente en cuanto a la forma –le dijo a Gumucio Dagron–, sin ser por ello un estilista o un perfeccionista”.
Todo escritor es el resultado de su lenguaje; el poeta o novelista necesariamente tiene que ser un cultor de la palabra, porque ella (la palabra) nos dirá lo que él es capaz de expresar. Sáenz era el yo romántico de los germanos, bajo el cielo paceño. Podía haber sido de Shakespeare, el más grande poeta de todos los tiempos, pero él descubrió primero a Novalis, sobre todo “Los himnos a la noche”, obra que despertó sus vivencias por la muerte; Goethe, indudablemente era al que más admiraba, al igual que a Heine, en sus tentativas iniciales como esotérico. Aquí me pongo a pensar sobre lo que Sáenz nos hubiera dado si no se hubiera hundido en el alcohol. Era un hombre sabio, profundamente seguro de su vocación. Pero también era un hombre expulsado del paraíso. Al hablar de los defectos del escritor boliviano, le respondió a su provocador: “La falla capital, a mi entender, es la falta de humildad, que se traduce en el ahorro máximo de esfuerzo”.
No me voy a jactar de haber cultivado su amistad, pero lo tuve como un verdadero amigo luego de una larga conversación con él, en la casa de su tía Esther, en Miraflores, esa noche del primer día de octubre de 1983, cuando elegimos entre sus poemas los que iban a ser traducidos al francés, para la antología que compuse por encargo del Centro Patiño, publicándose en 1986. Desde entonces guardo como un valioso tesoro su “Felipe Delgado”, autografiado.
A propósito de esta novela, la “más compleja y diversa de la literatura boliviana”, a decir de Cachín Antezana, ciertamente nos presenta. “un mundo original, extraño y complejo”, como también afirma ese crítico. Original, porque nadie más que Sáenz pudo sentir las calles, los personajes y los bodegones paceños, con la intensidad con que lo hizo. Nadie como él manejaba los verbos en la tematización secuencializada de sus hechos y situaciones; sobre todo en “Felipe Delgado” los gerundios. Veamos ese singular comienzo, precisamente abierto con un gerundio: “Arrostrando el mal tiempo, con cierta indolencia, tal vez con cierta arrogancia, con lento andar avanzaba Felipe Delgado, lloviendo a torrentes –llegando a la esquina, en la calle Lanza, torciendo a la izquierda, en la calle Evaristo Valle–, encaminando sus pasos cuesta arriba y subiendo, en dirección a Churubamba, descansando en la avenida América y prosiguiendo la marcha, ya acelerando ya retardando, con rumbo al convento de la Recoleta”. Si nos fijamos bien, inclusive la lluvia forma parte de la acción de su personaje, cuando dice: “con lento andar avanzaba Felipe Delgado, lloviendo a torrentes”.
Desde luego que “Felipe Delgado” (1979) era la novela de su vida, tanto así que prolongó su redacción más de los siete años previstos, porque al acabarla pensaba que también lo haría con su existencia. Afortunadamente Sáenz pudo brindarnos muchas obras más. No resulta nada extraño que tanto Alison Spedding como Wilmer Urrelo no entendieran esa novela. No es que se trate de una obra densa y hermética como “La muerte de Virgilio” (1945) de Hermann Broch; tampoco es como “Finnegans Wake” (1939), el descomunal experimento narrativo de Joyce. Está más cerca de otras obras difíciles, como: “Orlando” (1928) de Virginia Woolf y “Paradiso” (1966) de José Lezama Lima, que requieren de lectores cultivados para ese nivel. Tampoco debiera extrañarnos el reclamo de un lector como Freddy Zárate (“Lecturas” de “Los Tiempos”: 1-12-13), que inclusive desaprueba la actitud del alcalde paceño por haber puesto en manos de los estudiantes de esa ciudad la tercera edición de “Imágenes paceñas” que, a decir del propio Sáenz ofrece: “un testimonio vívido al par que verdadero del ser y del estar de nuestro ámbito ciudadano, referido a lugares y personas que le dan vida y sentido”.
Al tiempo de concluir este esbozo, me cabe referirles una anécdota poco conocida, sobre la existencia del saco del aparapita, del que nos habla en “Felipe Delgado” y del que Cachín Antezana dice que no es precisamente “una verdadera y personalísima creación”. No lo es, porque esa prenda, llena de remiendos, era parte de su vida. Resulta que una fría tarde de invierno, Jaime Sáenz caminaba por la Av. Camacho, junto a Gastón Suárez, el célebre autor de “Mallku”, cuando súbitamente vio a un changador con su saco de remiendos. Sáenz se le aproximó y le propuso cambiar su paletó por el suyo. Como el aparapita no le entendía, Sáenz se quitó los calzados y también se los ofreció. Así obtuvo ese saco con el que comenzó a caminar satisfecho al lado de Suárez que no sabía qué decir y que me lo refirió. Sáenz exponía ese paletó en su escritorio, donde, años después, el poeta Eduardo Mitre lo contempló impresionado. Sáenz, luego de leer su “Elegía a una muchacha” (1965), había invitado a Mitre, para que pasara unos días en su casa; pero esa es otra historia, que tal vez nos la refiera Mitre, algún día.
Fuente: Ecdótica