La permanente construcción de la memoria: El señor don Rómulo, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Por: Rodrigo Urquiola Flores
El señor don Rómulo (Nuevo Milenio, 2003), novela escrita por Claudio Ferrufino-Coqueugniot, obtuvo en el año 2002, la segunda mención de honor en el prestigioso Premio Casa de las Américas en Cuba.
El señor don Rómulo, desde el principio mismo de la lectura, va construyéndose en base a imágenes y retazos de trama que van conformando, poco a poco, saltando sobre el tiempo o pasando bajo él, una historia mayor, una historia que no es otra cosa que una peregrinación en aparente retroceso: la cuidadosa búsqueda de una personificación de la memoria a través de dos personajes que bien pueden ser uno solo si se toma en cuenta, obviando los nombres, limitándose a reconocer el apellido como un ente independiente de las personas que lo llevan, una memoria principal y otra aparentemente subterránea, siendo la memoria principal, precisamente, aquel personaje que da nombre a la novela, y, siendo la memoria aparentemente subterránea, aquel personaje-narrador desenterrador de tesoros, Claudio, quien, según afirma él mismo, nunca pudo conocer en vida al señor don Rómulo.
Claudio desentierra a Rómulo y, al hacerlo, le da vida, recrea su existencia, la devuelve a lo que no volverá a ser jamás. Es la memoria la que se alimenta de sí misma. Y la memoria necesita alimentarse para formar, con todos los pedazos que la componen, un nombre, un apellido que la contenga. Y el nombre, atravesando los tiempos, de hijos en hijos, es una síntesis de la historia de una nación, Bolivia. El nombre, viajero por naturaleza, llega desde Italia a tierras sudamericanas. Presencia la Guerra Civil, la Guerra del Pacífico, la Guerra del Acre, la Guerra del Chaco, la Revolución del ’52, dictaduras tras dictaduras y llega hasta nuestros días. El nombre presencia, a través de los ojos de distintas personas que lo llevan atado a sus vidas, el paso del tiempo, un paso caóticamente musical. Rómulo está en medio de esta cadena temporal. En un costado están los antepasados italianos y del otro Claudio, sus hermanos e hijos. Sin tiempo no hay memoria, sin memoria no hay tiempo. Sin tiempo ni memoria no hay existencia. Claudio escribe, y escribir es decir recordar, en los Estados Unidos. El nombre ha seguido viajando, atravesando la historia y los cambios que suceden tras el paso de los años.
El sexo es aquello que el tiempo ha fabricado para conservarse a sí mismo, para poder prolongar la memoria. Rómulo es algo así como una máquina sexual, una suerte de semidiós extraviado pero no perdido, que, después de cada hembra con la que se acuesta, anota el nombre de la afortunada en una libreta verde, para poder conservarla en su propia memoria y no negar al eventual vástago que tendrá a bien buscarlo para que le brinde su apellido, el nombre viajero que habrá de continuar la construcción de un presente que pronto será pasado para, retornando al origen de todo, continuar presenciando el paso de los tiempos.
Rómulo, el semidiós extraviado, es un eslabón en la cadena que ha hecho del nombre, el nombre. Y el nombre es un reflejo de Sísifo rodando su piedra inmortal. Existiendo una y otra vez para siempre.
Al morir, Rómulo, al que nunca le han gustado los curas, recibe, sin saberlo, porque de saberlo la habría rechazado, la extrema unción, y observa, agonizante, una figurilla de la virgen María y dice, para despedirse del mundo, de Bolivia, su tierra, de la vida, de la piedra inmortal, de la inevitable prolongación de la memoria y del mismo tiempo que no cesa de tragarse todas las cosas: “nunca me he tirado a una de éstas”.
Fuente: Ecdotica