La parodia editorial
Por: Oswaldo Calatayud
Considerando —comienzo en gerundio, para crear ese efecto de continuidad, a medio año de haber ganado el Premio Nacional de Novela— que no se ha escrito crítica alguna sobre La Guerra del Papel. Papeles de Funebrero y Cuerpos del Futuro, me lanzo a la faena no siendo el más indicado en hacerlo, por mi contigüidad con el autor, el intercambio de lecturas que hemos hecho y mi plena identificación con su obra.
En efecto, a una prudente distancia del galardón entregado en peculio y de la tortuosa publicación del libro durante la última FIL, me he puesto a reflexionar sobre las aventuras y desventuras que ha sobrellevado en ese lapso, tanto en su engendro editorial como en su poco menos que escandalosa difusión y su desenlace fantasmal ante el escaparate de lectores.
No he releído la novela, lo confieso, pues algunos ya la han calificado de libro objeto antes que literatura. Por eso mismo, quizás, arriesgándome a una crítica destructiva valedera he optado por un experimento más perverso que hacer un análisis sesudo de la obra en cuestión: he escrito otra, bajo las mismas pautas conceptuales, pero haciendo parodia de todo el circuito editorial, imprentil, marketinero y visual (no lector) al que al parecer está entregado esto que otrora llamamos literatura.
Para ello me he valido de una observación sistemática, de mediciones y de la formulación de hipótesis alrededor de este experimento que, bajo método científico, ha arrojado resultados muy interesantes a ser considerados por el circuito editorial y por los académicos de número.
Complot. La Guerra del Papel corrió la (mala) suerte de toparse con otra novela de gran escala, aquella publicada en fascículos periódicos entre febrero y junio del año pasado, y denominada El caso Zapata, como de hecho tituló el libro que procedió a una suerte de telenovela, viñetas de todo corte y una vasta hemerografía, con no pocos papeles y memoriales aún por descubrir. Como buen seguidor de Eloy Martínez y sus ejemplares Novela de Perón y Santa Evita, debo admitir mi admiración estilística por El caso Zapata: fuentes documentadas al colmo, personajes bien construidos, sobre todo su personaje central y su villano, y por último un manejo magistral del suspenso que aún hoy nos tiene a algunos en vilo. Además, esta ópera de la no-ficción (me permito introducirlo al género), ofrece hoy mismo nuevas y renovadas lecturas que alimentarán —como todo buen libro— a los lectores que requieran retomar el caso.
Lo cierto es que nuestras ficciones se ven opacadas por la realidad amarillista y morbosa que venden los medios de comunicación y La Guerra del Papel no fue la excepción. Comparado con los novelones de nuestros políticos y los entretelones de nuestros futbolistas, el Premio Nacional de Novela puede verse reducido a un worst seller editorial, que traduce por un lado el desinterés total de la gente por la lectura a menos que sea de fácil consumo, como el whatsApp.
Pero por el otro también es evidente el naufragio editorial en medio de estas aguas. En este último caso me incluyo, si es que apostar por una novela futurista, de lenguaje epistolar complejo y de sofisticada edición fue un riesgo que jamás debió correr nuestro mundillo literario. De hecho, temo que muchos compraron el libro por cierta extravagancia, aunque siempre intenté que no lo tomasen como un arte objeto, sino como la literatura que en definitiva es: una escritura trabajada hasta el cansancio, el manejo clave de un mapa de la ficción para crear el efecto de verosimilitud y el abordaje de problemáticas que en algo atañen a nuestra humanidad.
Está claro que lo que la gente prefiere hoy leer son situaciones cotidianas de cierto encanto o frenesí. Me lancé a llevar adelante un experimento que lo confirmara. Así, escribí otra novela —más tirando a teatro callejero que a drama lírico— sobre un tema coyuntural, la escasez de agua, aunque con menos detenimiento que su antecesora —se escribió en solo 40 días— y bajo el mismo rótulo de la primera, “La Guerra del…”, con Oswaldo Calatayud Criales como autor homónimo. El resultado: una sátira en 13 actos titulada La Guerra del Agua, texto sin mayor pretensión que la de ese experimento que puso sobre la misma balanza parámetros distintos tanto en su creación, edición, impresión y difusión. En suma, un remedo de los libros populares de bolsillo con títulos rimbombantes y que, por naturaleza, tienden al lugar que todo autor sublima: la piratería.
La exactitud del método me obligó a ejercitar pruebas en tubos de ensayo similares pero bajo parámetros de hipótesis contrarias: Si La Guerra del Papel (LGDP) se presentó con honores y brindis, La Guerra del Agua (LGDA) tuvo un marco humano menos glamuroso: un pajpaku —yo mismo— gritando en la calle y orquestando esta performance ante los transeúntes anónimos. Los 300 ejemplares de tiraje en edición de bolsillo, papel sábana y copyleft de ésta, contra los 1.000 libros de la galardonada y toda la parafernalia de la edición ISBN de aquélla hablan de sus desemejanzas. Ni decir de la difusión de LGDP tuvo que ver con booktrailers, promociones y consignaciones, y la de LGDA se dio en un contacto tú a tú en lugares públicos como la Feria 16 de Julio o la Pérez Velasco, los micros, semáforos y teleféricos que, en definitiva, hablan de una parodia editorial en todo sentido: no solamente romper los esquemas de difusión y distribución de una obra, sino además sorprender a un lector que —celular en mano— no se lo esperaba.
Y es que a mi parecer en nuestro país el “lector objeto” está mal formulado: aún pensamos que leer al Premio Nacional es una obligación para con la cultura general (ergo, debería haber vendido tantos millones de libros como bolivianos hay en el país); aún creemos que la vasta lectura es una condición sine quanum para pasar por inteligente (cuando podríamos tranquilamente pensar en que lo es también que la gente sepa resolver logaritmos o realizar una epicrisis); aún pensamos que por escribir “sin ache” se va a acabar el mundo (y por eso nunca ahondamos en los discursos, nos conformamos con ser alfabetos).
Es decir, somos superficiales en nuestra perspectiva del arte y de la cultura, de uno y de otro lado. (En defensa de los conservadores, tendré yo mismo que decir que la lectura te enseña precisamente a leer la realidad y la vida en toda su dimensión, aunque hemos hecho de ese ritual también un protocolo de consumo que pasa por comprar libros caros, consumir historias banales y manejar discursos prefabricados. Por eso tartamudeamos al pensar, nos expresamos con muletillas y nuestras acciones también tienen errores ortográficos).
Lectores. El experimento me llevó a lidiar con la inquietud y curiosidad de la gente de a pie, en contraposición a la falsa alcurnia de las presentaciones de libros oficiales. Si apelamos a algo de estadística, habrá que decir que en un conteo a boca de urna —a boca de libro— contabilicé que apenas 1 de cada 10 lectores de
La Guerra del Papel habían acabado el libro al cerrar el 2016. Del grupo que no la había terminado, la mitad la dejó a medias y la otra mitad ni la comenzó. Coincide en este último grupo aquellos que en su momento exigieron un autógrafo que, a la postre, sería lo único que leerían de sus 399 páginas.
En cuanto a La Guerra del Agua, sus 155 páginas fueron consumidas activamente por quienes la compraron, desde el título, con el que se identificaban por ser de una problemática latente. Las historias —de coyuntura en su gran mayoría— obedecían al lenguaje popular y a situaciones tragicómicas que algún psicoanalista diría que tienden a la catarsis. El mismo hecho de crear un formato de bolsillo y una edición de 10 bolivianos regada sobre un nailon en el suelo rompió el hielo que suele existir entre lectores y autores. Algunos se acercaron, ojearon el librito y hasta intercambiaron criterios con el autor, algo quizás impensable en un medio literario anquilosado en sus escalafones.
Fuente: Tendencias