05/07/2007 por Marcelo Paz Soldan

La palabra, un arma para reinventarse

La palabra, un arma para reinventarse

Por René Antezana Juárez
Los espacios de la enfermedad de Anabel Gutiérrez es un libro que contiene una poesía intensa que se inscribe en las tradiciones de la poética femenina contemporánea. Se trata de una voz personal, que delata una permanente búsqueda por la propia voz. Pero no sólo la voz que ha de trazar un camino para encontrarse consigo misma sino, sobretodo, para trascender, mediante el lenguaje, al permanente desencuentro que la habita.
Entonces, el lenguaje no sólo es la materia primordial de su creación, sino más bien el objeto y fin de un ritual de sanación –siempre inalcanzable- frente a un espejo íntimo, donde están el amor, el cuerpo, la palabra, la muerte, el silencio y finalmente de la enfermedad misma, que es la pulsión por nombrar más allá de su propia desnudez.
Nombrar es esencial en la poesía de Anabel, pero también es una tarea profundamente dolorosa y (casi) imposible:
yo no sé decir el nombre de mi enfermedad
es roja
la sangre de mi cuerpo
y me abandona en él
le duele a mi cuerpo
le duele a mi nombre
al otro lado
lo innombrable
yo
no lo sé sanar
dice en el poema “el cuerpo”.
Pues nombrar desde la poesía es por un lado, retornar al origen mismo de la creación, pero también es aspirar al silencio que devela nuestras máscaras y nos desnuda. En este sentido, Anabel nos emite señales de poetas como Alejandra Pizanik, que en alguna carta escribió: Palabras. Es todo lo que me dieron. Mi herencia. Mi condena.
Esta atmósfera cruza todo el libro y es por ello que, cuando comenzamos señalando que se inscribe en las tradiciones de la poesía femenina contemporánea, es porque al leerla no es posible evitar esa profunda sensación que invita a evocar a la Pizarnik o a Alfonsina Storni, que contribuyeron a la gran poesía universal.
Comenta la psicóloga Isabel Monzón que la norteamericana Barbara Deming señalaba justamente “que uno de los temas constantes de las novelistas y poetas mujeres es el del yo, un yo que se ha perdido o que está en peligro de perderse”. Nombra, en este contexto, a Emily Dickinson, de la que cita este poema: Nuestro yo detrás de nosotros mismos/Nos espantaría más/ que un asesino oculto / en nuestra casa. Monzón entonces señala que el propio yo es demasiado valioso como para dejarlo expuesto si hay temor a algún ataque. Tenemos muchos recursos para esconderlo. Los más desesperados son la histeria y la locura. Pero hay formas sutiles y efectivas de dejar en libertad al propio yo. Una de ellas es la poesía.
“La sombra y el espejo, -dice- símbolos recurrentes en los textos de escritores y poetas, significan, entre otras cosas, la posibilidad que tiene el yo de encontrarse o de perderse de sí. La mujer, que tan habitualmente ocupa un lugar de espejo para el otro, por esta razón corre el riesgo de perder su propia imagen”.
estiro/ las manos –dice Anabel- /toco un espejo: / hay una mujer que llora/ una mujer que no encuentra/ un espacio vacío/ un nombre para el amor/un lugar para los cuerpos/ una palabra buscando su sitio en una casa.
Entonces es tomar la palabra, para construir la casa, el lugar que se elevara de toda posible corrosión o pérdida del yo, un lugar que Anabel nombra como el “lugar del amor”; donde nombrar deje de ser enajenación de sí misma, donde quizá despojada de todos los nombres que la cubrieron, donde toda pronunciación sea creación al mismo tiempo para encontrarse más allá de sí misma (de la enajenada) y más allá del desencuentro con el otro y finalmente, más allá del mismo lugar del amor. Porque ya ella resucitada sólo podría amar al hombre que también ha trascendido a todas sus muertes –quizá como ella misma- y que nombrarlo sea como una clave precisa y mágica que se realiza en el encuentro más allá de los nombres:
¿cuántos nombres deberé decir/ para saber decir/ el nombre del hombre?…necesito una cifra exacta/ para saber cómo pronunciar el nombre/de ese hombre/ y que sea cierto/ lejos del lugar del amor.
Ausencia y misticismo, casi religiosa pero a la vez iconoclasta, la poesía de Anabel Gutiérrez busca la redención del cuerpo femenino (de su propio cuerpo) en una mezcla de melancolía por la infancia perdida y la constatación de la muerte. Entonces el cuerpo es de alguna manera ya ajeno:
en mi cuerpo/ha muerto una niña/ y no he sabido/ ahora/ a ese cuerpo le sobran todas sus partes/ y el tiempo/ que ella dejó de ser/ conmigo dice.
Fragmentación del cuerpo, luto por aquel cuerpo ausente ya sin memoria, persistiendo en que tal vez la palabra, esa que Pizarnik afirma fue “todo lo que le dieron”.
De esta forma encontramos que este poemario de Anabel es a la vez un descenso al otro lado de su propio yo, a la persistencia de nombrar para primero develar lo que hay detrás y lo que podría, más allá de la muerte, iluminar la misma muerte, para finalmente quizá, conciliar el amor, la infancia, lo perdido, con la poesía como un modo de estar en este mundo, inventándose y reinventándose y recreándose (desde esa enfermedad que son las palabras) en cada instante que una palabra, un nombre sale de su boca:
soy las otras/que no conozco/ ni me imaginan/ pero también soy/ la que dice ser la otra/ y al decirlo/también/ me inventa.
Habría que, finalmente, señalar la poesía de Anabel se trata, pese a su juventud, de una poesía rica en imágenes y un sutil manejo del lenguaje y que se inscribe el la tradición inaugurada por Sor Juana Inés de la Cruz quien, al escribir versos en una sociedad como la colonial, tomó la palabra como un arma, donde el misterio de lo femenino se eleve por encima de una sociedad patriarcal que ha cubierto de mantos de negación y enajenación el ser mismo de las mujeres. Por tanto, mística y, a momentos, casi infranqueable, la poesía de Anabel Gutiérrez también es una voz fresca rebelde y provocadora donde el silencio y el blanco de la página también dicen.
Tarija, abril de 2007