Por Moira Bailey J.
Como todo buen relato, Aurificios es muchas cosas a la vez. Es un gran cuadro cuyos fragmentos se van uniendo por donde menos te lo imaginas, y lo confirma el hecho de que los capítulos, concebidos como entradas a un mismo mar que se insinúa pero no llega nunca a mostrarse completo, encuentren un orden diferente en su segunda edición. Atrás el socavón, adelante, un árbol horizontal que crece sin detenerse.
El anhelo por seguir la pista y la alegría que causa la idea de poder encontrarla empujan a proseguir un trayecto en el que quienes participan intentan, cada uno a su manera, descubrir el significado del valor, distinguir qué es lo valioso e imaginar un camino tentativo para conseguirlo. Se entiende así que alguien hubiera leído Aurificios, novela de Alan Castro Riveros, como un ensayo filosófico sobre la percepción, pues al develar lentamente su concepción sobre lo valioso, cada uno cuenta en verdad quién es.
Las rutas de los caminantes se cruzan ocasionalmente y resulta que algunos personajes se conocían de antes, aunque fuera muy por encima; el aspirante a payaso habla de un niño que vivió en otra parte, mientras el criticón conoce al que no sabe obedecer. Después de la muerte del abuelo del retratista, es su madre quien paga al jardinero ‘en un gesto de silenciosa melancolía’, que continúa en cierto modo el recorrido que compone la narración.
“La electricidad no cesa porque es como un río” le dice un amigo a otro mientras miran las parpadeantes luces de los cerros en Miraflores, y el recuerdo de esa noche se reproduce titilantemente los años posteriores, haciendo que diferentes tiempos se conecten naturalmente como están unidos los pasajes de la novela. Los ríos están siempre presentes, ‘hacen su transcurso rodeando las piedras mayores, luego, con la fuerza, las sobrepasan’.
“La única manera de morir es viviendo otra vez, desde el fondo de la tierra”, afirma el resucitado. Hay una relación entre un cuento que escribe el investigador y su intención por sacarle brillo a una estatua de metal; escribir es como esculpir al igual que para ver las manos propias es preciso escucharlas, incitarlas a que abran el canal hacia los tímpanos. Lo tangible y lo intangible se funden imperceptiblemente; el portero habla de los diseños de las puertas de su barrio, pero también de puertas metafóricas, o imaginadas.
Se trata ante todo de una novela que puede comparase con importantes novelas de la ciudad de La Paz, que son narraciones que como ésta hacen en realidad la historia de la ciudad y la historia de quien construye su propia historia justamente ahí. De niño Alan se interesaba por ubicar y distinguir los barrios y con sus amigos trataba de adivinar en qué zona vivían las personas que iban conociendo. Aurificios es la repercusión de aquel juego que toma forma con el tiempo, el repaso imaginario de Miraflores, sus hospitales, su reloj, del viento de la cordillera que no deja de sentirse. El tachin tachin de los desfiles infantiles retumba siempre desde atrás, mientras la curiosidad se materializa en trayectos inventados por caminantes de diversa procedencia y en su testimonio.
Todo da vueltas, por eso un caminante afirma que la historia no es más que un recuerdo. La frescura de la niñez se combina con reflexiones detenidas, propias de quien ha cruzado los umbrales, de quien sabe distinguir el origen y la ceniza: “El miedo no viene solo. Es un huerto de temores donde crecen helechos desconocidos, otras veces inventados como diversión fútil o largamente trabajados con raíces profundísimas”; habla también quien ha transitado los desvelos: “…es improbable dormir cuando tantas cosas se alborotan en el macetero, alejadas del lugar donde retoñan los colores”, pero la aspereza del insomnio se suaviza nuevamente con la presencia de una oveja malcriada que se niega a decir A, escogiendo indefectiblemente el sonido de la B.
Registrar la ciudad es lo importante, su belleza escondida, su incomparable luz, el paso de quienes allí debaten su existencia. Todo a su tiempo, el ritmo es el de la caminata sin prisa ni pausa. ‘Los autos pueblan cada vez más la ciudad y me da pena que los pasos de la gente no suenen tan fuerte como para que pueda imaginarlos caminando’. Entre los andariegos hay un fotógrafo que aparece muchas veces y también un tuerto. La oscuridad debe permanecer abierta es una sentencia que se repite, es la paradoja que comanda la búsqueda incesante sobre la que está construido este relato: El oro brilla sólo en la oscuridad. Lo esencial son los ojos, la visibilidad. ‘La clave está en el párpado… la mirada está dirigida por la lengua’. Se habla de dos tipos de duda en la mirada: la que mira y no comprende y la que mira y no cree. ‘El oro está detrás de la niebla’.
El camino se descubre a sí mismo, ‘el valor no está en el oro, sino en el que se despierta a verlo’, pues la riqueza sólo se entrega con sacrificio. Mientras más tangible se percibe, su carácter de ilusión intocable se incrementa, el valor del oro es inversamente proporcional. La palabra aurificio apareció de pronto frente a los ojos de Alan una noche, como una auténtica revelación con brillo propio. “La creación no es un artificio sino un aurificio”, habría dicho la poeta renacentista Vittoria Colonna. Aurificios es por ello una metáfora del hallazgo, la aparición de la luz.
Hay un autor nonato, su obra lo precede aunque no sepamos por cuánto. Podríamos deducir casi naturalmente que también tendría que sucederlo, es decir, permanecer viva cuando el ya no esté en este mundo, pero ¿cuánto tiempo debería durar entonces? ¿El mismo tiempo que vivió antes que él, antes del momento justo de su creación?
La historia de la literatura de La Paz va transitando entre las manos de los escogidos que parecerían estar jugando ese juego que consiste en pasarse una prenda de mano en mano sin que nadie más lo perciba, hasta que al final el ganador, si es que nadie ha notado su paso y la ha interceptado, la muestra con entusiasmo. ¿Cuál es el disparador de ese impulso que hace que vaya pasando una prenda de mano en mano como parte de un juego que nunca termina de develarse? Secreto tal vez de las montañas que esculpieron en silencio el alma de quienes hemos nacido allí. Aurificios ha sido tocada por cierto influjo difícil de asir; de pronto se percibe presencias tan inminentes como los ruidos que hay en las en las casas viejas durante la noche, nadie puede definirlos completamente, pero tampoco nadie se atreve a dudar de su existencia. “Detrás del ventanal se ven las montañas de Villa San Antonio y los árboles inmensos son cada cual una noche entre las luces de la ciudad” se dice de una La Paz que se debate, como poema largo, entre la novedad y la repetición.
Aparece el Dr. Rosso que no sólo recuerda al poeta de Parte de Copas declamando con voz de barítono, sino la manera en la que la literatura va mostrando tímida y alternadamente los rostros de su historia. Suarez Figueroa, quien aparece en Los papeles de Narciso Lima Achá de Jaime Saenz como Sergio Suárez, y cuya obra se empezó a difundir muchos años después de su muerte, aparece también, como si tal cosa. Y si hablamos de superposición, traslape o coincidencia entre los escritores, habría que determinar qué es lo que coincide, qué es lo que se sobrepone sobre qué. El lapso que la prenda dura escondida en cada mano varía, depende de si alguien se despierta a buscarla, si alguien repara en su existencia, tal y como sucede con el oro.
El recorrido es interminable, no se sabe cuál es el origen ni a dónde pretende llegar. “La madre es hacia donde voy y de donde salgo. Preferiría decir que mi madre es la ciudad de La Paz, Miraflores o esta casa donde mi abuela ha dejado su progenie en matices tan sutiles como una aguja dentro de una cartera, una vela a la que le reza, unos sobres en los que aprendimos a manejar nuestras finanzas”, dice el aprendiz de padre. Lo importante es conservar lo valioso en cualquiera de sus formas, ‘el oro es un estado, todo se transforma para hallarlo’.
‘Caminaré por cualquier calle con la sonrisa a cuestas y la nostalgia de la tortuga viendo a través de mí. Para ello busco la continuidad que no da tiempo al lamento, ni desea la vida lóbrega del entumecimiento’. Todo a su tiempo. La incertidumbre es vieja amiga de quienes pasean sin rumbo fijo, buscando pistas poco definidas, pero lo incierto es el único punto de partida para llegar a la certeza. En sus indagaciones, el investigador afirma que las conspiraciones siempre surgen de lo incierto, por eso no son descubiertas en el momento, sino cuando han cobrado las víctimas. La paciencia infinita se topa con la impaciencia igual que cuando uno se siente por fin completamente libre, la propia libertad lo inhibe.
El amanecer en Miraflores hacia el final del relato dibuja con sus colores la idea de la continuidad, el cuento es incompleto y los paseos por la cuidad no terminan. Un hombre se despierta muy temprano; recuerda los árboles altísimos que había en ese lugar cuando, años antes, era un hermoso bosque en el que había animales fantásticos. Se siente todavía el silencio de la noche y algunas luces siguen prendidas pese a que el día ya es claro. La vida sigue, el trayecto continúa, ‘afuera los pájaros cantan y alguien toca la bocina’.
Fuente: Ecdótica