La obra de Blanca Wiethüchter
Por: Monica Velasquez
El español no acudía a su mente; ni a la hora de repasar el alfabeto ni a la hora de rezar. Sabía, hija de extranjeros nacida en Bolivia, que no es propia ni la lengua a la que se nace, ni a la que se es arrojado en los viajes, en los exilios y las mudanzas. Sabía, por ser poeta, que el lenguaje es algo que se debe llegar a gobernar (como el alma, como la vida) y luego perder (como en la soledad más existencial, como en la muerte). Quizás, por eso mismo, tomó el signo por el cuello y caminó infatigablemente hasta hacerse de la palabra justa, la revelada, la plena de sentido, la dejada en obra y vida. En suma, elaboró una poética que, al ser responsable con su escritura y exigir una conciencia profunda de lo que ésta implica, trabajara la obra a la altura de la vida y, por tanto, de la muerte.
La obra poética de Blanca Wiethüchter puede leerse de varias maneras. En todas ellas, es visible la presencia de tres líneas de continuidad. La primera implica la exploración de la conciencia como historia de una subjetividad autocrítica femenina. Los poemarios que extreman esta búsqueda son Territorial (1983), En los negros labios encantados (1989), La Lagarta (1995), El rigor de la llama (1994), Luminar y Ángeles del miedo (2005). En éstos, el personaje es una mujer que se busca a sí misma en sus palabras y en su memoria. Así, la escritura deviene un campo de encuentro, descenso hacia sí misma y cuestionamiento del derecho a escribir. La memoria personal es, desde esta perspectiva, una ilusión de unidad en la historia de vida, cuyo centro se descubre andando por las zonas de la intimidad.
La segunda línea trabaja, más bien, con la reescritura y el diálogo con la tradición. El libro Ítaca es, en tal sentido, un tránsito entre la primera y la tercera líneas. En aquél, se establece no solo la intertextualidad, que presupone un conocimiento previo de la obra de Homero, sino principalmente el cambio que se da a la configuración del personaje femenino, convertido en un estereotipo de fidelidad. Si aquélla es la esposa que espera veinte años a Ulises y empeña, en ello, su única tarea; si es el tejido destejido la sola manera de esperar al otro; la escritura de Wiethüchter recupera a Penélope para sí misma y le devuelve su tierra, la Ítaca que es también su hogar, al que volverá después de un viaje inmóvil. Se incorporan al mito otros tiempos, otras lecturas que instalan lo femenino en lo cotidiano y reponen el valor de la espera de sí misma, antes que la del amado, trabajando, además, la inevitable conciencia de separación que solo el amor otorga. El diálogo con la memoria literaria y, por tanto, con la tradición, se establece como la posibilidad de rescribir el mito, por medio de un arduo trabajo de enunciación.
Responsable para con la palabra y la vida, su poesía asume, desde otro ángulo, el encuentro de palabra y memoria. La tercera línea trazada a lo largo de dicha obra poética nos permite asistir al diálogo con el pasado histórico, lo que tiñe a la poesía de esa “memoria larga” que opera a través de una colectividad. Los poemarios Noviembre-79 (1979), Madera viva y árbol difunto (1982), El verde no es un color (1992), Sayariy (1996) y Qantatai (1997) textualizan rituales y momentos dolorosos de la historia boliviana del siglo XX: desde el golpe militar de 1979 —considerado uno de los más sangrientos—, el último periodo dictatorial, de 1981 a 1983, hasta inicios de este siglo. Es por medio de tal diálogo con la historia que la memoria entra a formar parte de la escritura de Wiethüchter. Noviembre-79 es un poemario compuesto por ocho poemas breves que, a manera de recuadros, describen fragmentariamente lo ocurrido en las calles de la ciudad de La Paz ese primero de noviembre. Los bandos aparecen para despertar una memoria de la derrota: “la sangre otra vez/ estupefacta”; la referencia es temporalmente indeterminada, solo se nos habla de un tiempo anterior en que la sangre estuvo presente. Luego, hay una toma de posición que sitúa al hablante en la perspectiva de los estudiantes-obreros-campesinos enfrentados a los tanques: “orgullo de ser/ blanco/ para una bala”. La batalla es sólo “una herida”, tal vez lo único que “nos nombra pueblo”.
Por su parte, Madera viva y árbol difunto es la profundización de dicho diálogo con el autoritarismo político de esos años. El contexto mismo deviene un interlocutor que remite la experiencia al pasado más lejano (la Colonia), en busca de un sentido que, ella sabe de antemano, resulta inexistente para el presente, situado bajo dictadura. Este libro representa el punto más complejo en la búsqueda de la incorporación de otros hablantes a un texto poético: los protagonistas hablan, enuncian y configuran mundo, junto a una voz poética situada en los inicios de los años ochenta. Entre ambas voces, se sugiere tanto la persistencia de una lógica colonial y devastadora como la sobrevivencia de lo indígena, en sus cantos, oraciones, renacimientos.
Otra forma de comprometerse con la historia y hacerla parte estructural del poema radica en un desplazamiento por el territorio boliviano, ilustrando una profunda correspondencia entre la memoria, el espacio y el lenguaje. La hablante de El verde no es un color se va a la zona de Santa Cruz, trópico boliviano, y se halla carente de antepasado, de palabras y de capacidades para habitar tal sitio. En un apartado del libro, aparecen canciones de guaraníes y ayoreos, antiguos pobladores de la zona, quienes narran cómo era su mundo ya casi perdido en el presente enunciativo. Los textos provienen de la recopilación que hiciera de ellos Roa Bastos, en Culturas condenadas. Pese al sentimiento de no pertenecer al lugar, la hablante se solidariza con dichas voces, tan “extranjeras” en esa tierra como ella misma. El acento está puesto en la pérdida del lazo con lo sagrado y con lo natural, para tales comunidades ahora desplazadas, cuyos referentes culturales y religiosos han desaparecido.
En los poemas de Sayariy (textos que forman parte de la película del mismo nombre dirigida por Márquez) y en los de Qantatai (parte de un espectáculo pensado como una performance con música, iluminación y teatro), se retoman dos visiones de lo andino que obligan a una incorporación textual de los otros. En el primero, se explora el tema de la migración a la ciudad por parte de un indígena y se tematizan sus conflictos de adaptación, otra vez por medio de la evocación a dioses y lenguajes ajenos al nuevo espacio citadino. En el segundo, el espacio ritual revive actualizando el tema de la identidad colectiva e individual como procesos erráticos y problemáticos, contados en voz de dos comunidades enfrentadas entre sí en un tinku, lo que se intercala con la voz de la testigo de tal situación. Ambos textos incorporan un diálogo con la historia para proponer la escritura como sanación de la ciudad y de sus habitantes.
Dos elementos ausentes en los poemarios anteriores cobran vigencia ahora: la pregunta por el derecho a nombrar con un lenguaje “ajeno” y la capacidad de construir una unidad solidaria. Solo se puede nombrar si uno es responsable con la palabra, con el otro y con el referente. El lenguaje es capaz de salvar, de sanar y de unir; éste debe ser su único uso. Por eso, el hablante de Qantatai hace un recorrido en el que conjura al lenguaje que divide y a la ciudad desintegrada, con el fin de devolverles su noción de comunidad. Por medio de la escritura, se convoca a la unidad superior entre los hombres, se deviene un nudo más en un largo cuento-canto interrumpido por la violencia, los intereses que niegan a la población un sitio de encuentro en un lenguaje común. Sin embargo, recuperar esa memoria larga no es fácil; es necesario despertar el pasado y removerlo para equilibrar el mundo, pues, como se sabe en el mundo andino, todo es un encuentro: en él los opuestos se fusionan, se aman; o se enfrentan en una lucha de fuerzas que, en seguida, hallará su contraparte; o aprenden a convivir.
La inscripción del discurso de un otro implica cierta ruptura formal con la lírica. En tal sentido, se emparentan algunos libros de Pedro Shimose (Quiero escribir pero me sale espuma, de 1972, y Reflexiones maquiavélicas, de 1980) y los poemarios de Wiethüchter agrupados en la tercera línea. En aquéllos, los respectivos poetas han manejado la intertextualidad como la modalidad más eficiente de integración de un otro enunciador en el sitio del poema. En la poesía de Shimose, el recurso se halla de varias maneras: como epígrafes que adelantan el sentido del poema; como frases de voces anónimas tomadas de discursos políticos o publicitarios de la década del setenta, que interrumpen el poema para desviar o contradecir el sentido; o como la respuesta a un diálogo entre autores (en el poemario dedicado a Maquiavelo como personaje). La diferencia radica en el tipo de relación que cada uno establece entre sus hablantes y los intertextos.
Entre los poetas bolivianos de la siguiente generación, la poesía de Marcia Mogro debe mucho a este tipo de ruptura formal ligada a la sensación dudosa, pero deseada, de pertenecer a un lugar y a su devenir histórico. Su poemario Semíramis 16 (MG).- (1988) es un claro ejemplo de ello, pues incorpora voces colectivas e individuales escenificadas en el cerco a La Paz de 1789. Su obra retoma la experimentación de Wiethüchter respecto a conversaciones inacabadas, que narran fragmentos de lo que sucede en un momento histórico determinado y añade por cuenta propia un mayor número de hablantes diferenciados tipográficamente, a la vez que se marca el espacio de la página como un componente del sentido del poema.
El libro de Wiethüchter, hasta ahora parcialmente inédito, Ludios, Tarántulos y otros poemas, nos deja confirmar una continuación, más bien lúdica, de esta herida del lenguaje que se convierte, ahora, en posible juego, instalación de realidad. Algo así como volver a la materia o al inicio del proceso creador.
La obra narrativa y dramática de la autora es solo recientemente conocida. Podemos ver, en la primera, la escritura del retrato, la crónica, el relato y la novela. En la segunda, se trata de obras de alto contenido irónico y sarcástico; en un caso, un homenaje a Monterroso, en el otro, una sarcástica lectura de los hechos políticos alrededor de la reelección de Banzer, en 1998. La novela El jardín de Nora ha sido leída desde el horror y la inscripción de una lógica alterna, descolonizadora y, en todo caso, como propuesta de un lenguaje socavado por lógicas andinas e interpelador de las configuraciones de maternidad, familia, identidad y pertenencia.
Escribió numerosos ensayos. Algunos, bajo la mirada atenta hacia otras obras culturales, y otros, propiamente de crítica literaria, por primera vez reunidos en esta Obra Completa. El más extenso es su trabajo en Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia, en el que se ordena la producción literaria del país, muy lejos de las formas canónicas de periodización; más bien, regida por la que fuera su preocupación central: el lenguaje en cuanto tal.
Fuente: Tendencias