La marginalidad del algodón de azúcar
Por: Mauricio Rodríguez Medrano
El viernes por la mañana fui en busca de un algodón de azúcar para darle una sorpresa a una mujer que es amante de los detalles. Caminé por las plazas de La Paz (la mayoría, por supuesto) y no encontré nada. Vi la calles, que otrora eran calles de adoquines, convertidas en avenidas cubiertas por el alquitrán de la actualidad. Comprendí que Imágenes paceñas y, sobre todo, Felipe Delgado, de Jaime Saenz dejaron de ser el imaginario de esta nueva La Paz.
Se dice que una obra literaria tiene el poder de crear ciudades, de recrearlas como el autor quisiera que sean. Un ejemplo es James Joyce que hizo de Dublín una ciudad conocida por todo el mundo, esa ciudad en donde entras a un restauran y te pides riñones fritos para el desayuno. Hoy existen varios paquetes turísticos que ofrecen recorrer las calles de Ulises, de Dublineses.
Jaime Saenz en estas dos obras configura un imaginario: la dos La Paz: la de día, la de noche, esa La Paz de la marginalidad que tiene como centro la plaza de Churubamba y no la plaza Murillo. En Felipe Delgado, el personaje hace un recorrido por la calles de esa marginalidad, calles adoquinadas todavía con resabios de la colonia, en las que las fruteras venden a las orillas de las veredas, hay amoladores de cuchillos, aparapitas que como sombras llevan la carga, su carga, esa carga existencialista de vivir para morir.
En busca del algodón de azúcar caminé por las calles más antiguas de La Paz pensando que allí encontraría aquel dulce. Vi en la plaza Churubamba al último fotógrafo, anciano y cojo, que tiene esas cámaras antiguas en las que debes estar debajo de una tela negra para sacar la fotografía. Vi a las putas en una esquina, las más viejas por supuesto. Las jóvenes ofrecen sus servicios en oficinas amuebladas.
Esa La Paz de Jaime Saenz dejó de existir. Algunos escritores se empeñan aún en recordarla, sobre todo, una especie de discípulos que escriben como Saenz, beben como Saenz, y quieren vivir como Saenz. No hay que negar que La Paz ya no es sólo marginalidad, tampoco esa ciudad diurna y adormecida. La paz es una urbe de muchos rostros, de muchas La Paz en su interior. Ya no hay calles adoquinadas, ni mercados en el casco viejo donde los aparapitas cargan los productos. Ahora hay monstruos blancos edificados para albergar aquellos mercados turcos que ofrecían frutas, pimienta, en las aceras.
Ya no escuché al amolador de cuchillos. Creo que hay todavía cuatro en la avenida Buenos Aires. No escuché las cornetas de los heladeros, ni a los pregoneros que ofrecían ver la suerte y tenían canarios o un mono vestido de charro. Los vendedores de raspadillos están ahora en casetas de metal, los niños ya no juegan con tapas corona o al pesca pesca, sino al plato chino, a las cartas de yu-gi-oh.
¿Qué novela identifica a esta nueva ciudad? ¿Qué novela fue capaz de trascender el mito que creó Jaime Saenz? ¿Habrá algún escritor que podrá cometer parricidio o se seguirá empeñando en volver y volver a la escritura de esa La Paz? No hay que olvidar que Saenz y los escritores de la marginalidad se inspiraron en otra obra monumental: El loco, de Arturo Borda.
Los últimos premios del concurso Franz Tamayo siguen abordando ese tema que llegó hasta el hastío. Como anécdota vale mencionar una entrevista a un jurado del año pasado: “Este cuento merecía ganar porque es una reescritura de Jaime Saenz”. ¿No hay acaso otros temas que abordar sobre esta ciudad? O será que existe una carencia de escritores que tomen en serio la literatura.
Cochabamba tiene a Edmundo Paz Soldán (los críticos y catedráticos de La Paz no lo quieren, muchos ni siquiera quieren verlo), a Ramón Rocha Monroy (de la misma forma desapreciado por ese círculo literario), a Gonzalo Lema (ni qué decir), Rodrigo Hasbún y otros que transcienden sus escritos al exterior. La Paz tiene a Wilmer Urrelo (dio una conferencia en la feria de libros de México), Sebastián Antezana (creó una novela que no habla siquiera de Bolivia), entre los más jóvenes, y toda esa camada de escritores que vuelven a recrear el mito de la marginalidad. Mis catedráticos de Literatura dicen que la literatura estos últimos años estuvo en un terreno laxo, sin fuerzas, que no hubo novelas que fueron trascendentes, que estamos estancados en una repetición cansina de imaginarios creados en la época post-dictadura (hay que recalcar que también esta generación de catedráticos no hizo nada por la Literatura. Muchos de ellos se empeñan en escribir reseñas sobre obras francesas, españolas, argentinas y dejan en el olvido a lo boliviano). ¿No será hora de ver otros horizontes?
Llegué hasta la Ceja de El Alto en busca de algodones de azúcar. Busqué también en plazas, en mercados. No encontré nada. Al final, cansado y retrasado para mi cita decidí comprar uvas acarameladas. Una viejita me la dio diciéndome que los algodones están a punto de desaparecer. Sólo son una atracción de feria que muy poco niños compran.
Fuente: Ecdótica