Por Jorge Carrión
“No entienden muy bien quién es abuelo, quién tío, quién bisabuelo; las viejas etiquetas les deben parecer espesas e imprecisas”, afirma el narrador de Los cuerpos del verano, de Martín Felipe Castagnet. El hombre —que resucita en el cuerpo de una mujer tras flotar durante setenta años en el mundo virtual donde habitan millones de conciencias— dice en otro momento sobre los jóvenes: “Son la última generación; en adelante no habrá generaciones sino multiplicaciones”.
A través de la ficción especulativa —y por momentos absurda— el escritor interviene en la discusión actual sobre la identidad, la memoria o la tecnología. Estrategias parecidas encontramos en libros de Marcelo Cohen, Samanta Schweblin, Edmundo Paz Soldán, Fernanda Trías, Rita Indiana, Alberto Chimal, Gabriela Alemán, Juan Cárdenas, J. P. Zooey o Liliana Colanzi. Han proliferado los relatos y novelas de autores latinoamericanos que fabulan realidades alternativas o futuras, casi siempre con intención irónica, política y queer.
La ciencia ficción más heterodoxa se ha vuelto medular en la literatura de América Latina. Especialmente castigada por la pandemia, con la migración siempre en el horizonte y víctima de una polarización política que cada día se vuelve más extrema, la región está encontrando en su literatura los futuros que sus políticos son incapaces de imaginar. Las nuevas mitologías, que los lectores sin duda necesitan, son construidas por los escritores mediante la hibridación de las cosmovisiones indígenas con las maestras del feminismo, de la tecnología con el humor, del ensayo con la ciencia ficción.
Tras un canon que —desde Juan Rulfo o Gabriel García Márquez hasta Roberto Bolaño o Elena Poniatowska— exploró sobre todo el pasado o el presente, han llegado nuevas generaciones que incluyen en sus intereses también el porvenir. Si los autores del Boom latinoamericano tradujeron al español los hallazgos técnicos de William Faulkner o Ernest Hemingway, los escritores nacidos en las últimas cuatro décadas del siglo pasado versionan las ideas y las propuestas de Ursula K. Le Guin o Donna Haraway. Encuentran otros modelos inesperados en las artes conceptuales y las narrativas digitales. Los une la voluntad de sacudir los géneros, sexuales y textuales: quienes no se sitúan directamente en una posición feminista, se mueven en el ámbito de lo queer; y todos remezclan imaginarios muy diversos.
En muchos de ellos la migración aparece como una pregunta clave y dolorosa. En el relato “Hermano ciervo”—del libro Tierra fresca de su tumba, de Giovanna Rivero—, por ejemplo, la protagonista estudia el género fantástico y su novio, la clonación de los camélidos. Ambos sienten que sus familiares, en un país lejano, se han convertido en otras personas, al tiempo que ellos mismos también sufrían una mutación. Para sobrevivir en Estados Unidos, él se somete a experimentos médicos que lo convierten en “sujeto prospectivo”, con abundantes extracciones sanguíneas. Cuando llega a la fase X, la última, con “ese tipo de registro que usaban los de la serie Expediente X”, a ella le obligan a ponerse un traje antibacterial para su despedida.
La lectura política es obvia: a cambio de ayudarles a progresar intelectualmente, el imperio les chupa la sangre. Pero no lo es tanto la interpretación en términos genéricos. Mientras su novio dona su cuerpo, en vida y por entregas, a la ciencia ficción, la narradora estudia la carta astral de su hermano muerto o asiste a la muerte de un animal salvaje. Dos fuerzas chocan en ese relato: el poder de lo antiguo y el de lo contemporáneo. De su síntesis, parece decirnos, depende la suerte de lo que vendrá.
“Lo que hay aquí, en esta antología, es un intento por contribuir, desde la incomodidad con el presente, con algunos hilos que puedan entrelazarse y tejerse para hacer otros mundos”, escribe la artista y escritora mexicana Verónica Gerber Bicecci en el prólogo a En una orilla brumosa. Se trata de un volumen colectivo de relatos y ensayos que se apropian de ciertos recursos de la ciencia ficción para imaginar un catálogo de futuros que no se parecen a los del cine y la televisión, que no persiguen el espectáculo sino la especulación. El lenguaje sigue siendo la mejor herramienta para diseñar escenarios alternativos.
Aunque todo escritor está por naturaleza interesado en la tradición y en la memoria, este inicio de siglo señala una progresiva atención de la literatura latinoamericana hacia lo porvenir. Ese giro importante del foco de interés, del pasado y el presente hacia la proyección de futuros, puede deberse a motivos históricos. Los autores del Boom, contemporáneos del Che Guevara o de Salvador Allende, vivieron las revoluciones de Latinoamérica. Los de hoy han sufrido las consecuencias de que fueran neutralizadas por las dictaduras o condenadas por sus propios líderes a una lenta autodestrucción. La literatura ocupa ese lugar vacío —el de los proyectos colectivos del mañana— y lo convierte en un poderoso generador estético y filosófico.
Aunque predomine en estos momentos la distopía (sanitaria y política en Allá afuera hay monstruos, de Paz Soldán, o Mugre rosa, de Trías; tecnológica en Kentukis, de Schweblin; ecológica en El ojo de Bambi, de Gerber Bicecci), muchos de los autores de las nuevas generaciones, después de décadas de desilusión, han sido testigos en los últimos años de algunos mensajes de esperanza. Desde las movilizaciones masivas, de norte a sur, a favor de la despenalización del aborto o del matrimonio igualitario, hasta el cambio constitucional en Chile. Podríamos estar en un punto de inflexión entre las ruinas y el optimismo.
¿Será la tercera década del siglo XXI la década de la tensión entre los últimos estertores de los relatos distópicos y nuevas formas literarias de la utopía? Para poder responder a esa pregunta, seguiremos leyendo. Con la conciencia de que el futuro no está escrito. Y que todo un continente permanece abierto a la historia y a la imaginación.