La Guerra del Pacífico en la literatura boliviana
Por:Adolfo Cáceres Romero *
Desde luego que abundan los ensayos, estudios y análisis históricos sobre la Guerra del Pacífico en la historiografía boliviana; lo predominante está en la cuestión marítima, pues al paso de los años, gran parte de los bolivianos sentimos cada vez más lejano el retorno a las costas del Pacífico. Con el tiempo, no sólo nos hemos dado cuenta de todo lo que perdimos con esa rica franja costera: el guano de Mejillones, las salitreras de Antofagasta y los minerales de Caracoles, sino también el amplio mar, con todas sus riquezas y posibilidades.
La imaginación y la creatividad bolivianas no se inspiran en las gaviotas, ni en las olas del mar, la arena o las embarcaciones y sus marineros, como parte de su ser; más bien las sienten desterradas, ausentes, cortando su acceso a ésa y otras latitudes.
En 1879, al perder la libertad de surcar por el aire y el cielo marítimos, perdimos la capacidad de deleitarnos con su contemplación. Por eso abundan los estudios y ensayos sobre esa guerra injusta, pero el arte de la palabra, ya sea en poemas, novelas, cuentos o piezas de teatro, apenas sí se ha aproximado a sus predios. Todos sabemos que el arte es regocijo para el espíritu, así sea trágico, como en la Grecia de Esquilo, Sófocles o Eurípides, porque se hace purificador, catártico, como bien lo señalara Aristóteles. Sin embargo, ¿por qué no tenemos una obra señera de la contienda del Pacífico? Es, indudablemente, el hecho histórico de mayor significación en la Bolivia de hoy.
Juan de la Rosa (1885), de Nataniel Aguirre, se ha constituido en la novela que nos evoca la gesta libertaria de la Guerra de la Independencia, al igual que mi Saga del esclavo (2006); asimismo, Sangre de mestizos (1936), de Augusto Céspedes, es el libro de cuentos más leído sobre la contienda del Chaco. Pero de las guerras del Pacífico y del Acre no encontramos nada relevante, a no ser algunos relatos y diarios de campaña que ni siquiera han sido difundidos. Críticos e historiadores llenan ese vacío con una serie de razonamientos que se repiten en inacabadas propuestas de carácter ensayístico. Ya ni los pobladores de las ciudades del Litoral, que viven en cautiverio, añoran su pasado boliviano, porque no hay una obra literaria que se los evoque.
Como nuestro reclamo no se ha perpetuado en una obra de arte que permanezca en el corazón de los bolivianos, todavía aguardamos al autor que recree el heroísmo de los Colorados o la inmolación de Avaroa, en la defensa del Topáter. Algo hizo Joaquín Aguirre Lavayén con su novela Guano maldito (1976), que también la adaptó al teatro en 1986, pero no perduró, constituyéndose en una solitaria alegoría histórica.
Si revisamos a los historiadores de la literatura boliviana, especialmente a Enrique Finot y Fernando Diez de Medina —que todavía son los más consultados—, vemos que ninguno da razón de algún poeta o narrador que se hubiera inspirado en la Guerra del Pacífico; tampoco nos exponen una justificación de ese vacío.
Finot, en su Historia de la literatura boliviana (1943), si bien menciona la narrativa de la guerra, se refiere únicamente a los autores de la Guerra del Chaco; en cambio, Diez de Medina dedica el capítulo 10 de su Literatura boliviana (1953) a la Guerra del Pacífico y los indagadores, pero se queda con los historiadores; entonces nos lanza una motivación engañosa cuando dice: “Se diría que las mutilaciones territoriales retoñan en brotes del espíritu. Bien mirado, las guerras del Pacífico, del Acre, del Chaco son gérmenes fecundos en la evolución del pensamiento nacional”.
Decimos motivación engañosa porque, en concreto, ignora los “brotes del espíritu”, para dedicarse únicamente a los historiadores como “gérmenes fecundos en la evolución del pensamiento”. Su indagación naufraga en el vacío, pues al no encontrar nada de poesía, novela, cuento o teatro que emerja de esa experiencia bélica, se pregunta: ¿Y por qué si somos valientes en la pelea, perdimos todas nuestras guerras? Su respuesta es por de más ingenua, porque considera que el boliviano tiene “coraje individual”, al ser luchador por instinto; en cambio “como pueblo, como sociedad organizada, es diferente”, (…) “ignoramos la ciencia de la guerra como nación” (¿). Ni siquiera sospecha que los políticos y militares, como administradores de los recursos del Estado, fracasaron en su preservación.
No se dieron cuenta de que Diego Portales ya diseñó la expansión chilena combatiendo la Confederación Perú-Boliviana, al propiciar la caída de Andrés de Santa Cruz, que fue derrotado por el ejército chileno, comandado por Bulnes, en 1839; luego ni Ballivián, ni Belzu, ni Melgarejo ni Daza se dieron cuenta de la política expansionista de Chile. Y cuando se consumó el despojo, los políticos lo primero que hicieron fue asegurar la preservación de sus bienes; entonces, Campero, Pacheco y Arce procuraron que las ventajas del ferrocarril construido por Chile les fueran beneficiosas, sobre todo para Arce y la explotación de sus minas. Diez de Medina como colaborador de los gobiernos militares de facto, desde Barrientos a García Meza, tuvo acceso a muchas fuentes que lamentablemente no supo indagar.
Desde luego que a comienzos del siglo XX en algunos periódicos y revistas se publicaron diarios de guerra, relatos y anécdotas que fueron recopilados en parte por Edgar Oblitas Fernández, y por el historiador Roberto Querejazu Calvo; este último en su Guano, salitre y sangre, sin que empero ese material hubiera trascendido en nuestro medio; lo propio ocurrió con la novela de Alcides Arguedas Pisagua (1903), de la que el autor luego renegó por considerarla fruto inmaduro de su talento (tenía 24 años cuando la publicó). En cuanto a los otros géneros, especialmente la poesía, no se ha encontrado nada digno de mención; en teatro aparece la solitaria figura de Antonio Díaz Villamil, con su drama La hoguera (1924), que tuvo poca repercusión.
Es curioso advertir que poetas y narradores como Nataniel Aguirre, Benjamín Lenz, Adela Zamudio, Julio Lucas Jaimes, Benjamín Blanco, Ricardo Jaimes Freyre, Franz Tamayo, Man Césped, Santiago Vaca Guzmán; Arturo Oblitas, Jaime Mendoza, Armando Chirveches y otros como Claudio Peñaranda y su Grupo de la Mañana prácticamente eludieron el tema; en parte, podríamos considerar que la posición universalista de los seguidores del Modernismo influyó en el ánimo de esos creadores, por cuanto se consideraban innovadores al buscar sus temas en otros tiempos y ámbitos culturales.
Así, Ricardo Jaimes Freyre se inspiró en la mitología nórdica y Franz Tamayo en la griega. Por su parte, los románticos de principios del siglo XX prefirieron continuar inmersos en sus penas del alma, antes que lacerar su espíritu con temas de la guerra. Para ambas tendencias —romántica y modernista—, la guerra no era nada relevante para ser cantada en poemas y loas; y, para los realistas, menos ser tema de sus novelas o cuentos, máxime si esas guerras nos habían resultado adversas.
No ocurrió lo mismo con los poetas y narradores chilenos que festejaron su conquista, con bastante éxito, en una serie de obras, siendo una de las más mentadas Episodios nacionales, que derivó en varios títulos, resaltando los que recoge Ramón Pacheco en los volúmenes que comienzan con La chilena mártir, luego continúan con La escuadra liberadora, La corte del general Daza, Un carnaval boliviano, hasta culminar con Los mártires de Tarapacá y Los vengadores.
Algo semejante a las letras de Bolivia ocurrió en el Perú, con predominio del Modernismo, apareciendo muy pocas obras que tocan la Guerra del Pacífico, en la segunda mitad del siglo XX, con los volúmenes novelados por Guillermo Thorndike, a partir de su 1879 y su exaltación biográfica de Miguel Grau, el Caballero de los mares.
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