La escritura, artefacto, dispositivo o un obstinado músculo…
Por: Mónica Velásquez Guzmán
Una caja de Pandora se presenta ante el lector o lectora. Una extensa novela en formato sofisticado de libro-objeto, con calados, tachaduras, papeles que peligran caer del libro, páginas en blanco, bordes. Una novela futurista cuyos temas (un cuerpo pleno y ahora enfermo, sometido a la experimentación de la ciencia; un amor epistolar sin respuesta; un canto al deporte, aunque ya no se lo pueda practicar en “cuerpo presente”; la escasez del papel en medio de un desencadenado cambio climático; la dependencia amorosa, encarnada hacia una ausente interlocutora a quien dirige sus epístolas; la presencia cómplice del nuncio que le ayuda a transcribir lo verbalizado a quien ya no puede escribir de su propio puño y letra; la despersonalización, tecnologización e incomunicación en un ficcionado y no tan hipotético momento situado entre los próximos años 2033-2035) y cuyos rasgos formales (escritura de cartas, en el contexto de este incierto futuro, con anacrónica manía decimonónica pero pleno de la actualidad hipertextual) desafían y demoran la lectura. ¿Un premio nacional claramente fuera de mercado? En palabras marquetineras, “la primera novela del siglo XXI en Bolivia”.
Cuatro musculaturas
En esta novela, su protagonista, K., no deja de escribir, pese a lo tullido de su cuerpo y lo precario de su condición de conejillo de Indias para la ciencia. Como hombre adicto al deporte, no deja de ejercitar y sobre-exigir desarrollo a esta otra musculatura, la de la letra en la que se proyecta su cada vez más mermado cuerpo. Se trata de escribir contra el tiempo del desgaste y la muerte; contra las condiciones que sus médicos, investigadores y otros vigilantes le permiten tener para sí; contra el poco papel ya casi extinto, soporte donde el personaje se mantiene existiendo, se reafirma como alguien que, todavía, sigue existiendo.
El acto del dictado y la interpretación con que el nuncio recibe y transcribe son de por sí una reflexión compleja sobre las mediaciones de la escritura entre lo vivido y el sentido de esa vivencia, siempre dirigida hacia otro, verificada allí, realizada y completada en otro, aunque la respuesta de este oscile entre un “no”, sobres devueltos y un terco silencio. Escribir cartas solía ser una forma no solo de ponerse al día o actualizar un diálogo a la distancia, fue también un someterse a la paciencia y el retardo de la respuesta, al ansia, al deseo de ser leído y contestado; fue, además, una clara manera de reafirmar una auto-imagen frente a un deseado “tú”. ¿Qué pueden significar como forma terciada y experiencial en un próximamente avanzado momento de este siglo XXI? Tal vez una nostalgia, tal vez una profecía: se buscará el pasado cuando el futuro no sea, definitivamente, a donde esperábamos llegar.
Otra fuerza ejercita su corporalidad, su organismo múltiple desglosado en burocracia, corrupción, tramitología, nuevos códigos cada vez más veloces y menos subjetivos. La tecnología, más que una herramienta confiable, aparece en esta escritura como un organismo vivo, cuya lógica se extiende a la vida cotidiana, haciendo de esta un sitio de simultaneidades, prisa, yuxtaposición, instantes irrelevantes, desencuentros. La confirmación de la distancia. En una desigual pulseta, la maquinaria desplaza la humanidad a tiempo que potencia sus más íntimos deseos: no dejar hacer, ni ser, ni estar. Que haya otro/a en el sitio del sujeto; después de todo, es la época de la transferencia.
Y, mientras tanto, el planeta también se fatiga. Las condiciones de vida son más precarias, lo que motiva, evidentemente, a una guerra no solo por el ansiado papel, sino por recuperar algo de las viejas costumbres: respirar aire fresco y beber agua potable. Sin embargo, más allá del pánico tan siglo XXI, la novela explora el cambio climático como un escenario infiltrado en lo más íntimo y cotidiano de la vida. Así, sobre todo por medio de recortes fragmentados, se van señalando los cambios, los intereses económicos y de poder que anhelan usufructuar y, a la vez, administrar los recursos escasos. Lo catastrófico y lo terrorífico no es traducido solo como “no hay árboles ni aire”, sino qué es lo que se presenta a nuestros ojos como lo ya no comprensible, lo desbordado.
Un último cuerpo, tal vez el mejor y más explorado en la novela, estira sus fauces y brazos para alcanzar cuanto haya a su paso: la política hospitalaria, como extensión perversa e institucional de una ciencia delirante en sus potencialidades. No solo cuál es su límite, su “racionalidad”, su propósito… sino, más, ¿cuál es su inconsciente? Médicos, investigadores y experimentadores toman los cuerpos convirtiendo la esfera pública en un laboratorio. No se trata únicamente de ser portador de una extrañeza, malformación o enfermedad… sino de ser algo así como el sitio donde reside todo lo humano, pero en tanto material a disposición de la omnipotencia científica. Ante la pregunta de hasta dónde, estos operarios responden con el cínico “¿por qué no más, si se puede?”. Sin piedad ni disimulos, asistimos obligadamente a cuanto exceso médico pueda ser sometido un cuerpo vulnerable. La cuestionante es ética, vital, temeraria: logramos ver los cuerpos borrados, desechables, invisibilizados y disponibles como carne de cañón en nuestro tan avanzado mundo… Esta problemática no deja de insertar la obra de Calatayud en la veta de Donoso, Eltit o más recientemente Lina Meruane, todos autores enfrentados a intentar simbolizar la presencia de lo hospitalario.
Dos remansos
Imposible para el autor y su afamada adhesión vital al mundo futbolero no proyectar el espacio del juego como contrapunto a lo tremendo. Pese a todo lo que literalmente atraviesa al cuerpo de K., este no pierde noción de que ya llegan los juegos de temporada, de quién subió o bajó del pódium o de quién ya no transita por las afamadas cuestas del atletismo. Este contrapeso en la balanza tiene por lo menos una doble función: de un lado devuelve al ser humano a su posibilidad más primaria, jugar, inventar, habitar el mundo en canchas donde el yo, el tiempo, el espacio… se suspenden. No exento de reglas, el juego es acá una resistencia vital, la última. Pero, además, es enternecedor y terrible que alguien que va perdiendo a diario su corporalidad, se proyecte en unos ojos que no dejan de ir tras musculaturas sometidas al esfuerzo, pero también al logro de vencer obstáculos y pruebas. Es decir, terreno de una reafirmante resistencia, un todavía-puedo, desde la zona más impotente.
Paralelamente, dos lazos sobresalen: la amistad con el nuncio, el amor a la ausente Abril, destinataria de las cartas. La primera es el sostén no solo literal de esta escritura, sino que es el mudo y a veces sonriente testigo, ese que testimonia, acompaña, el cuerpo y la vida de otro. El ser humano es ante-alguien, que lo asiste (como quien puede recoger y dar testimonio suyo, como quien puede tenderle su ayuda), y este lazo es el que llega, a través de 400 páginas, a dar fe de que este hombre existió, vivió, murió, humanamente. La segunda relación es plenamente la metáfora del amor, que dirige el ser hacia quien no está, pero podría estar en el cuerpo del amado faltante. Aunque en un momento dado, K. sabe que su atleta ha muerto, igual sigue dirigiéndole su escritura. Como en el lazo anterior, no se puede renunciar ni a jugar ni a amar, dos reductos donde la humanidad todavía logra ser.
Epílogo interpelador, un performance
Un año después de premiada y publicada la novela, su autor sale a las calles a poner el cuerpo mientras se pregunta por las causas o males que interrumpen el círculo entre su obra y los lectores, compradores y críticos. Así, escribe una sátira-crónica, La guerra del agua, en la que narra las peripecias de los paceños sometidos a la carencia del líquido durante meses. Acá se lee la escritura de la transparencia, la que nos cuenta clarito y linealmente algo que todos compartimos. El autor comprueba, vendiendo él mismo su libro en la feria de la 16 de Julio, la complicidad de sus lectores (a mí también me pasó, así fue, dicen ellos) e inmediatez de la experiencia lectora. En los mismos días, interrumpe el tráfico o los micros leyendo La guerra del papel. Las reacciones, opuestas: descrédito, sorpresa, petición de silencio (no entiendo eso que lee, no sé de qué habla, ese lenguaje es difícil, y por qué tiene hojas que pueden perderse… dicen estos otros). La verificación del experimento, narrada por Oswaldo Calatayud en un periódico paceño, el 29 de enero de este año, es no solo la verificación triste de que el mercado goza de buena salud y del éxito preestablecido con que cuenta la disposición asegurada en el gran público para leer acerca de las “cosas que pasan”, sino también la distancia, la sospecha y hasta el silencio, a ratos enojoso, con que los “lectores-objeto” responden así sea a la novela ganadora del premio nacional. Performance o perforación en la im-posible presencia del arte en nuestro medio.
Dos obras y un gesto nos retan al último juego. El que no esté libre de enfermedad, de cuerpo, de ausencia, de trámite y de distancia, que tire la primera piedra. Pero, por favor, que la escriba. Como el propio K., el autor también nos dirige estas cartas, este llamado (como la exposición paródico-critica de su doble obra, firmada por sí mismo y comunicada en el soporte de la prensa cultural, donde a pie de página consignaba su propia dirección telefónica…), tal vez a existir, a asistir a otro ser humano.
Fuente: Letra Siete