Imagen: Cecilio Guzmán de Rojas, El beso del ídolo, 1926
Por Maurizio Bagatin
El poeta mete las manos en la tierra, escaba, y entre sus uñan y su piel quedan presencias orgánicas y vitales. Busca, luego, la palabra que indique ese lugar, entre la uña y la piel, el lecho ungueal. Antes de penetrar este espacio la tierra frena, entre el borde libre y el lecho ungueal vemos la muestra de su excavación.
Afuera de los círculos académicos he oído decir que en Bolivia hay muchos poetas y pocos narradores. Hay que añadirle, oí decir también esto, que los poetas son mejores que los novelistas, los narradores en general. Todo por interpretar. Hay poesía en la narración de la Chaskañawi, en el dolor adentro de El pozo, en el íncipit de El otro gallo; hay mucha narración en los poemas de Edmundo Camargo, en un verso de Adela Zamudio, enteros relatos en Pirotecnia. El poeta, en nuestra literatura, de pronto se le da por narrar, al narrador la venia de ser poeta.
La palabra, en la bella literatura nacional, parece ser hibrida, en el deseo de revelarnos todo y ocultar su autor y, viceversa, en la plena vanidad del autor, ocultar la palabra. Muchos han deseado arriesgarse, hoy algunos vienen a luz, salidos del letargo y de la distancia, de la invisibilidad y el silencio. Las páginas visionarias que ofrecen Aguafuertes, toda la violencia del hombre y la naturaleza en La punta de los 4 degollados de Roberto Leitón. La libertad en su unicidad y en su prosa, el Jorge Zabala que merece hoy la publicación de su obra completa. Por testimonio de una época en Cochabamba poco narrada, por la trasgresión y la picardía de su provocación: “En Bolivia ya no existe arte, sólo existen premios”.
La escritura paceña es nocturna. Pasea, calle arriba, calle abajo, huérfana de Jaime Saenz, contemplando toda la imperfección que la rodea, homenajeando su caleidoscópica posición. Poesía que cuida el viento del altiplano, el pandemónium de la urbe, el llamado de su Historia y la juventud de El Alto. Sus precursores que no abandonarán jamás el peso del mito que han generado. Todos los ismos.
La magia del oriente hace frente a la fuerza telúrica del occidente. Tierra adentro será por Enrique Finot, aquella imposibilidad del regreso que el calor agrava; en la palabra de oriente hay siempre un Solzhenitsyn, y tres venenos fatales: la política, el alcohol y las mujeres. En su distendido tiempo hay siempre una pasión que se va evaporando con el sudor, una rebelión que el populismo lleva ahogarse en el rio Piraí.
El canon literario es subjetivo. Plasmado por la política sumisa y forzada al tiempo inmóvil, sonriente al carnaval de turno. Olvidadizo. No leemos lo que Bolivia produce porque sigue siendo “El país sin ojos, pensó, y anotó en su cuadernillo de poeta: país de ciegos”.