Ignacio Prudencio Bustillo, según E.M.
Por: Rodolfo Ortiz
Amunátegui era chileno. También era lector de versos y dicen que experto en trazar siluetas de los poetas y escritores que ocupaban “las primeras líneas” en las letras americanas. Un día pidió a Gabriel René Moreno datos bolivianos para alimentar su coligado de literatos. Luego de revisar aquel material comunicó a Moreno que lamentablemente no encontró ningún poeta digno de figurar en sus Estudios Biográficos, aunque le sorprendió la vida agitada y novelesca que llevaban. Publicó sólo a Néstor Galindo, pero la gaveta de Moreno -en Valparaíso po’- no paraba de recibir cartas, copias de composiciones en prosa y en verso, así como extensas autobiografías también en prosa y en verso. Con semejante papelería en la gaveta, Moreno se propuso continuar estas publicaciones escribiendo algunos ensayos sobre literatura boliviana…, pero el 28 de diciembre de 1881 su biblioteca ardía en llamas, pereciendo de esta manera los famosos manuscritos, pero salvándose aquellos pocos que figuran en sus Estudios de Literatura Boliviana y algunos otros que quedaron carcomidos por el fuego.
Ignacio Prudencio Bustillo fue a parar años después al Archivo Nacional de Sucre, allí donde se encontraba la Alejandría de Moreno. Prudencio Bustillo amaba la literatura boliviana de antaño y en sus ensayos sobre este su afán, aunque pocos, seguimos encontrando lecciones memorables. En una de sus páginas nos cuenta que en los pocos ejemplares que quedaron de la biblioteca de Moreno “puede notarse las huellas del fuego, haciendo indispensable que el lector supla con la imaginación o la lógica de la frase, las palabras perdidas”. Prudencio Bustillo sugiere que bastaría escribir “el recuerdo de algunas bellezas que he podido sorprender” para llegar con las palabras quemadas a la puerta de tu casa. Queda claro que el incendio de la biblioteca de Moreno hace de pasamanos hacia un fenómeno relacional que emerge de las ruinas; una lucidez para inventar emparentada a una lucidez para recordar. “…de lo inesperado”, dice una hilacha y nada más, en una de las estrofas de Safo.
Así según E.M., y prosigue:
Entonces sucede que al interior de esa deriva de papeles del año de la cachaña se hallan obras que mutatis mutandis pueden afinarse como se afina un Sirinu. Tal el caso de Prudencio Bustillo, joven y minucioso escritor que murió a los 33 años, justo cuando su obra ensayística y de crítica literaria iba dejando los primeros fragmentos de un proyecto que urdía una historia crítica de la literatura en Bolivia. “Él era llamado a escribir lo que hasta ahora no se ha podido hacer…”, decía Medinaceli en los años cuarenta. Pues cierto, la muerte anticipada de Prudencio Bustillo dejó trunco el deseo de “hacer lo que hasta ahora no se ha podido hacer”, vale decir, de promover un trabajo en retardo por los orígenes bibliográficos que René Moreno acumuló por puro fanatismo; una suerte de catalejos y espejuelos de papel que día a día poetas y versistas le hacían llegar hasta Valparaíso (po’). Prudencio Bustillo se alimentó directamente de esta papelería, que era lo que quedó luego del incendio de la biblioteca de Moreno (según dicen que he dicho), pero bebió extractando lo esencial, el rescoldo preciso de cada una de sus páginas, para así proyectar una imagen incompleta, subrayemos, y siempre. Finalmente, lo que quedó de este interruptus fueron un conjunto de estudios críticos reunidos póstumamente por Carlos Medinaceli en el libro Páginas dispersas, publicado por la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisaca en 1946. Estos estudios se recogen de revistas como Claridad, Páginas libres, Adelante, y algunas otras que Medinaceli deshiló. Resulta que Ignacio Prudencio Bustillo es un escritor insoslayable que nos impone la cucharita del pudín.
En vida dejó libros, es verdad, dejó La misión Bustillo: más antecedentes de la Guerra del Pacífico (1919), Ensayo de una filosofía jurídica (1923), La vida y la obra de Aniceto Arce (1928), todos ellos que aparentan la salvaguarda de milagros intelectuales, pero que más bien se constituyen en libaciones felices sobre un caudal de temas urgentes y no por eso menos importantes, que de pronto se emparentan o se utilizan como aderezos secretos para su obra en miras: la literatura boliviana. Pero para qué tanto afán, uno se pregunta, si el propio Prudencio Bustillo era la sombra encarnada de su visión crepuscular. Pues mi hilacha, aquella que llevo atada al zapato, es aquella que un día le dijo a su amigo Costa du Rels: “A los enfermos ya no nos queda sino el tiempo de soñar nuestras obras: es el modo que tiene el alma de escribirlas”.
Así ha dicho que dice que dijo, y le dije: al cabo, si nos jactamos de tener buena poesía en Bolivia, valga el caso, será porque el público no la lee, y por lo tanto, no la influye.
Fuente: Letra Siete