Ideas sobre algunos narradores bolivianos
Por: Pablo Lavayén
Nuevos escritores han ido posicionándose como figuras importantes de las letras del país. Acá, un acercamiento a algunas de estas obras.
Siempre con ese temor al duelo, aquel que no se resuelve jamás. Muere Leonardo Favio (de quien supongo no saber nada), muere el amigo de la adolescencia de alguien y hoy lloré un poco pensando en la manera en que murió el poeta Mario Santiago y la correspondencia con mi propio Ulises Lima (¿o Arturo Belano?), el narrador Pablo Virgüetti, allá en Burdeos. En estas situaciones puede surgir esa necesidad de hablar de algo, de lo que sea, sólo para preservar, para sobrevivir nomás.
NUEVA NARRATIVA. Otro paso me recuerda a un académico paceño, con bigote, de rememoraciones germánicas y nihilistas, que encontraba cierta ironía en el hecho de que la novela escrita por el nieto de Marcelo Quiroga Santa Cruz apenas dedique un par de palabras al tema de Bolivia. Se trata de Sebastián Antezana y su impresionante (felizmente galardonada) La toma del manuscrito. Encontrar estos bocados de vez en cuando suelen brindar mucha felicidad a los lectores más pacientes y devotos (pues una lectura sin paciencia ni devoción apenas vale). Importa poco si se habla de Bolivia o no. En todo caso, con Sebastián Antezana se vive un cierto júbilo de la longitud narrativa, ése que nos pone cada vez más tristes al acercarnos a las últimas páginas. Por más que en esta novela la cuestión policiaca no sea más que un amague casi delicioso, la fascinación perdura con la sombra de Queneau y Perec asomándose en algún lugar. Aun así, sin excederse demasiado, es una primera muestra narrativa de Antezana que por su precocidad nos proyecta una incertidumbre sobre lo que podría esperarse de él. La editorial El cuervo (la única en Bolivia por la que me atrevería a apostar al menos un alma) ya ha sacado el año pasado la segunda novela de Antezana: El amor según.
TRABAJO. Entre otras posibles hebras interesantes podría hablarse de Maximiliano Barrientos (Hoteles, Diario). Tal vez, en todo caso, en contraste con Rodrigo Hasbún (Cinco y El lugar del cuerpo), por pura licencia poética. De mi breve encuentro con Barrientos sólo me queda la intuición de su carácter hosco, soberbio y fastidiado. Puesto que no soy como cierto escritor paceño que desearía ver muertos a todos los lectores bolivianos de obras en inglés, esta impresión es inútil. Con Barrientos, pues, empieza ya a notarse un verdadero trabajo con la narración, no más maduro (puesto que esta metáfora vegetal es tan vacía) sino más sostenido. Su brazo narrativo es, sin duda, resultado de un admirable trabajo y reflexión en torno a las posibilidades de esta modalidad del lenguaje: un par de envidiables bíceps y tríceps sobresalen de este verdadero varón de la narrativa en Bolivia. Por el contrario, con Hasbún sucede todo lo contrario. La trabajada musculatura del primero contrasta con la anémica figura del segundo. No se trata de que sus cuentos y novela sean malos. Algo ya habría escrito alguna vez sobre El lugar del cuerpo. Esa anemia narrativa de Hasbún, a pesar de todo, tiene ciertos atractivos. El lugar del cuerpo es suficientemente enigmática para leerla en una sesión: enigmática y excitante. Pero aún sigue siendo una narrativa construida gota a gota, con cierto ánimo remiso.
ARISTAS Y ENSAYOS. Antes de abandonar la metáfora anatómica, no se puede dejar de mencionar que si el premio de fisiculturismo ya está por adelantado ganado por alguien, por el peculiar Wilmer Urrelo. Narrador necio que se queja de dolores corporales causados por la escritura. He podido leer Hablar con los perros con una fascinación sostenida de principio a fin. Es cierto que no es una escritura pulcra (como la de Antezana), sistemáticamente reflexionada (como la de Barrientos) o reaciamente erótica (como la de Hasbún). Es una escritura, en todo caso, excesivamente imperfecta, llena de aristas y de ensayos en borrador. Aun así, lo mismo podría decirse de la siempre inefable novela de Jaime Saenz, Felipe Delgado. Tal vez, una posible cuentística de Urrelo tendría que abandonar este descuido prolongado y aun sensual o, en todo caso, más valdría la insistencia en el género de la novela.
OBRA OCULTA. Es cierto que detesto las afinidades entre la amistad y la apreciación lectora: suceso común entre el círculo pequeño e infernal del mundo cultural en Bolivia. En todo caso, detesto mucho más mis propios juicios caprichosos e irracionales. Así, ya tengo la excusa para seguir perpetuando esta tendencia crítica. Y quiero hablar de mi amigo Álvaro Pérez. Excelso cuentista. No puedo dudar ni un segundo en poner todas mis apuestas sobre lo que sea que pueda escribir en los próximos doscientos años. Por el momento, los escasos cuentos que he podido leer de su mano me han resultado tan perfectos, tan amenos y, por lo tanto, no menos virtuosos. La diferencia con el resto de los otros narradores es que su escasa obra aún permanece en la oscuridad de los inéditos. Ganador, algunos años atrás, del Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo. Al respecto, él mismo cuenta haber recibido la llamada de un periodista confundido entre la foto de Álvaro y la de Franz Tamayo. La confusión resultaba de su incapacidad para decir qué foto correspondía a qué nombre. Si algo lamento de este narrador prácticamente inédito es su precoz adscripción a esa narrativa de relojería heredada de los relatos y novelas cortas de Jaime Saenz. La primera impresión al leer uno de sus cuentos es la de tener en manos alguna obra inédita del escritor paceño. A veces este virtuosismo suele exceder la propia excelencia de Saenz. Confío plenamente en que Álvaro Pérez se decida inmediatamente por abandonar esta pequeña estancia educativa en su formación como narrador para emprender la búsqueda de su propia voz (y acaso: ¿los narradores no son aquellos seres cuya voz ha sido irremediablemente perdida entre la indiferencia del mundo?). Lo que pueda venir después, como la historia de la humanidad en general y como mi patética vida, queda bajo los horizontes de la incertidumbre absoluta.
Fuente: Fondo Negro