Por Santiago Espinoza
Antes que leerlo, a Huascar Rodríguez García lo escuché. Sí, lo escuché. Y él no estaba hablando, por cierto: estaba tocando. O mejor: estaba aporreando la batería en alguna de las míticas bandas de rock que ha integrado en sus más de 40 años. Debió ser en mis días de universitario, cuando la música local aún circulaba en casetes y discos compactos mal grabados. Algunos años después ya lo escuché hablar. O mejor: lo escuché agitar alguna conversación académica con una honestidad irreverente poco frecuente entre los coleccionistas de títulos. Tardé tiempo en asociar a uno con el otro, al aporreador con el agitador. Aún hoy me cuesta creer que son la misma persona: el “baterista punk con corazón thrasher” y el Doctor en Historia y Estudios Humanísticos: Europa, América, Arte y Lenguas (por la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla). Pero, lo cierto es que lo son. Son dos en uno. Y a ambos vale la pena escucharlos. Y al sociólgo e historiador también vale la pena leerlo. Yo lo leí por primera vez en La choledad antiestatal. El anarcosindicalismo en el movimiento obrero boliviano (1912-1965), su primer libro, y lo he vuelto a leer en las últimas semanas en Bandolerismo político y guerra civil. Cochabamba, 1890-2015, el libro que presentará este jueves 18 en la Fundación Patiño de Cochabamba (calle Potosí casi Portales), desde las 19.00.
La presentación del volumen (publicado por la editorial boliviana El País) ha sido la excusa para leerlo. Vaya excusa. Se trata de una adaptación de su tesis doctoral, una investigación fascinante inspirada por los trabajos del historiador británico Eric Hobsbawm, que rastrea los estrechos vínculos entre política y crimen en los valles cochabambinos de finales del siglo XIX y principios del XX, ese periodo en que se cocinó la Guerra Federal que cambió para siempre la historia de Bolivia. Su foco de atención es prácticamente insólito, al menos en la historiografía boliviana: las cuadrillas delincuenciales que, a tiempo de sembrar miedo y veneración a plan de violencia, hicieron del bandidaje una labor al servicio de los dos grandes proyectos políticos en pugna durante esos años, los conservadores y los liberales. La “cuadrilla de Punata”, al mando de los hermanos Crespo, y los “Ligeros” del Valle Bajo, comandados por el quillacolleño Martín Lanza, son los dos grupos de forajidos que centralizan su trabajo. A la minuciosa reconstrucción de sus aventuras y tropelías consagró años de búsqueda en archivos judiciales y hemerográficos inhóspitos. Y a la emocionante narración de su esplendor y decadencia dedicó no pocas noches de escritura y whisky.
Enriquecido por las lecturas sociológicas y etnográficas del autor, Bandolerismo político y guerra civil… revela un pasado poco conocido, cuando no oscurecido, de Cochabamba y de Bolivia. Un pasado en el que el crimen y la política operaron hermanados al servicio de intereses indisimulables, aprovechando la cualidad “fantasmagórica” del Estado boliviano y la complicidad no menos interesada de la prensa de la época. Un pasado que probablemente esperaba ser develado por un baterista punk entrenado para explorar tiempos perdidos y transformarlos en relatos salvajes.
– Aunque tu formación de base es en sociología, tu especialización académica y tu producción intelectual te han llevado a la Historia. ¿Cuáles han sido las razones que te han alejado del análisis sociológico del presente para atrincherarte en la exploración histórica del pasado?
Si bien es verdad que tras culminar la licenciatura en Cochabamba me alejé de la sociología (debido a mis pulsiones narrativas y a mi desencanto sobre el presente), también debo decir que durante una parte de mi formación posterior en Buenos Aires y Sevilla caí en cuenta de que no debería existir una sociología a-histórica. De ahí que ahora tengo claridad que lo mío, entre otros ámbitos, es la historia social: un campo que en el fondo no es otra cosa que la labor clásica del historiador, pero nutrida del instrumental proveniente de la sociología y/o de la antropología. Así que ahora quiero reconciliarme con la sociología, pero indagando el tiempo pretérito. Considero que beber de estos cruces fecundos, que han generado campos como la etno-historia, es algo muy necesario y fértil para las investigaciones que exploran el pasado. En síntesis, me metí en la historia un poco por evasionismo, quería evadir la actualidad porque me parecía deprimente, y la disciplina histórica fue para mi un refugio, pero ahora quiero hacer historia para interpelar y entender mejor el presente.
– Quienes te conocen saben que, de forma paralela o incluso anterior a tu labor académica, tienes una carrera más artística, vinculada a la música y, en el último tiempo, la danza. ¿Cómo se complementan o se distinguen estos dos “Huáscares”, el investigador y el creador?
Hace unos años tenía la idea de que ambas facetas en un punto podrían llegar a ser complementarias, pero irónicamente no lo veo tan fácil. Me conocen de una faceta o de la otra, y estos dos mundos se me han hecho incompatibles. Un punto de encuentro podría ser investigar pedos de música y lo más lógico sería indagar “los rokerismos”, dada mi procedencia de baterista punk con corazón thrasher. Me da ganas, más todavía viendo que ahora alguna gente quiere construir un campo sobre “estudios de rock y metal” en Bolivia, pero me parece pésimo lo que se está haciendo al respecto, porque todo lo que vi termina siendo un conjunto de textos autocelebratorios, cuando lo que necesitariamos es más bien hacer preguntas incómodas, cuestionarnos y auto-criticarnos. Y en fin, que se me quitan las ganas. Más me gustaría explorar reflexiones en torno a la música electrónica, retomando discusiones sobre el futurismo y las implicaciones de los sintetizadores, por ejemplo, para escribir, pero también en conexión con una praxis, performática o no. Por lo demás, me siento muy desencantado de “la danza” y del denominado “giro corporal” en las ciencias sociales y en ciertas humanidades (desde mi condición de principiante indisciplinado e incorregible, sin aspiración de nada en este ámbito), pero me encanta conocer y sobre todo bailar libremente, y no solo como terapia. En suma, la música es una de las cosas más importantes en mi vida, aunque hasta ahora no he hallado la manera de fusionar esta obsesión personal con la ciencias sociales. Sé que se puede y que se hace, y espero hacerlo más delante de rigor.
– Ahora sí, entrando al libro, ¿cuál fue el hecho que te acabó llevando a la investigación histórica sobre el bandolerismo cochabambino de finales del siglo XIX?
Fue una tesis de maestría en la que estaba indagando la participación política popular en Cochabamba, entre fines del XIX y las primeras décadas del XX. Ahí hallé el fenómeno del “esbirrismo” político y la violencia electoral, y eso me condujo luego al tema específico del denominado “bandolerismo político”.
– ¿En qué medida fueron determinantes los trabajos de Eric Hobsbawm sobre el “bandido social” para encaminar tus pesquisas?
Fueron una inspiración total, pese a todas las merecidas críticas que ha recibido, sobre todo desde el latinoamericanismo. Sin embargo, una parte del modelo interpretativo de Hobsbawm acerca del “bandido social” todavía puese ser útil, según los casos que se estudien.
– Adviertes que en Bolivia se ha desarrollado muy poco la “bandidología” (investigación sobre el bandidaje), menos aún la circunscrita a Cochabamba. ¿A qué atribuyes este vacío o desinterés en la historiografía boliviana/bolivianista?
Quizá a que por mucho tiempo se han privilegiado tópicos que se han convertido en dominantes, muy acordes a necesidades políticas, como la guerra de independencia, la mina, el campo, la hacienda, el sindicato, lo indio, la nación o el Estado-nación. Sorprende la cantidad de áreas inexploradas y casi virgenes en el campo de la historia boliviana. Y para Cochabamba es igual o peor, más aún porque no existía la carrera de historia en la UMSS sino hasta hace poco, y ahora que existe es muy mala. Creo que ya es tiempo de ir más allá de los tópicos clásicos, o al menos abordarlos con nuevas preguntas y nuevos enfoques.
– Aunque tu tesis se circunscribe a dos experiencias puntuales de bandolerismo, que son la cuadrilla de Punata y los ‘Ligeros’ de Martín Lanza en el Valle Bajo, ¿te animarías a esbozar una caracterización del bandidaje cochabambino o, más cabalmente, valluno? ¿Qué distingue al bandidaje cochabambino-valluno de otros bandidajes dentro y fuera de Bolivia?
A riesgo de ser esquemático, y pensando simpre en el pasado, creo que habría que distinguir al menos tres niveles: un bandolerismo político fuertemente vinculado con las elites, una serie de ilegalismos campesinos (como robo de cosechas y abigeatos) y la delincuencia común, sea a tiempo parcial o a tiempo completo. En Cochabamba pueden identificarse estos tres niveles que a veces interfieren entre sí. Pero la característica de la región creo que fue la emergencia de un campesinado mestizo, mercantil y parcelario que buscaba emanciparse de la hacienda y comprar tierras, en un contexto de crisis política y ecológica. La “picardía valluna” o el estereotipo del campesino del valle alto como “ladrón” pueden explicarse por repertorios de lucha contra la hacienda. Pero, por lo demás, el fenómeno del “bandolerismo clásico” es universal y propio de todas las sociedades rurales en crisis por los procesos de modernización.
– Insistes en el libro que te interesa rastrear la relación entre política y delito desde el bandidaje de finales del siglo XIX y principios del XX en Cochabamba. ¿Crees que este nudo política-delito es una constante de historia política boliviana?
Sí. Y de hecho, el vínculo entre política y crimen es también universal. Como diría el filósofo Max Stirner: sin crimen no hay Estado.
– Un factor al que atribuyes el esplendor del bandolerismo valluno es lo que llamas el “Estado fantasma”: el Estado que, en apariencia, está ausente, sobre todo en el medio rural, pero que está presente mediante sus tentáculos burocráticos. ¿Crees que esta cualidad fantasmal del Estado es otra de las constantes de la institucionalidad boliviana?
Sin duda alguna. La cualidad “fantasmagórica” del Estado boliviano se puede percibir aún hoy. Como diría Daniel Goldstein, el Estado está presente en la ley, en sus exigencias y en sus ritos burocráticos, pero al mismo tiempo está ausente, pues busca crear un orden legal sin ofrecer seguridad ni garantizar formas efectivas para acceder a la justicia, y la policía es parte estructural de este desfase.
– La investigación te llevó a bucear en archivos judiciales y hemerográficos. De esta metodología documental se desprende la necesidad de acudir a la representación que el sistema judicial y los medios escritos hicieron de los bandidos. De alguna manera, su historia es la historia que contaron jueces y periodistas. ¿Qué papel le concedes a los aparatos legal y periodístico en la satanización o mitificación de los forajidos que aparecen en tu libro o de los forajidos en general?
El aparato de justicia tiene un rol importante en esto que mencionas efectivamente, pero es sobre todo la prensa la que ha jugado un papel crucial en la manera en que la sociedad ve y cree entender el crimen. De hecho, se podría decir que, en cierta medida, muchos bandidos han sido una creación periodística. Pero además, la prensa ha desarrollado algo que la historiadora Lila Caimari define como “criminología profana”: un conjunto de saberes no expertos, pero que toman elementos de los saberes académicos, que terminan definiendo las representaciones acerca de la criminalidad.
– Finalmente, contabas que con este libro esperas dar por cerrado el capítulo de tu trabajo dedicado al bandolerismo boliviano. De haber nuevos investigadores que se involucren en este campo, ¿qué te interesaría, ya como lector, que se indague en torno al bandidaje cochabambino y boliviano?
Muchos temas y casos: desde el Zambo Salvito y Carmelo Hurtado, hasta personajes literarios o míticos (tipo el Chiru-Chiru). Solo explorando la prensa se pueden hallar varios casos de bandidos diversos, desde “simpáticos” hasta simplemente malvados. He encontrado varios forajidos extravagantes, como un tal José García, famoso en el Valle Bajo de Cochabamba durante los años 20. O un tal Primitivo Araníbar, también en el Valle Bajo, durante los años inmediatos a la posrevolución (quizá el último bandido del viejo estilo), cuya historia se encuentra en un testimonio del dirigente campesino Sinforoso Rivas, editado por José Gordillo. También, la criminalidad urbana moderna, como el caso del clan Renterías: avezados asaltantes en La Paz durante los años 20 y 30 que adquirieron gran fama y cuya historia parece una película, con fugas de cárceles y correrías inverosímiles pero reales. Igualmente sería chévere revisitar el famoso atraco de Calamarca. En fin, hay tanto que investigar. El problema son las fuentes, sobre todo para Cochabamba, donde los archivos dejan mucho que desear. Habría que re-leer el libro Bandoleros, salteadores y raterillos, de Antonio Paredes Candia, donde hay muchos casos alucinantes y desconocidos. Es una labor difícil, pero espero que tenga continuidad.
Fuente: La Ramona