Horror y tecnología en Nefando de Mónica Ojeda
Por: Edmundo Paz Soldán
Por cada autor incluido en la reciente lista de Bogotá 39 (dedicada a los escritores menores de 40 años más representativos de América Latina), se puede pensar en otro no incluido pero perfectamente merecedor de ello: así de caprichosas y arbitrarias son estas cosas.
Más que celebrar o indignarse, entonces, es mejor entender la selección como un aporte al debate y sumergirse en las obras de estos autores. Mi primer descubrimiento es Nefando (Candaya, 2016), de la ecuatoriana Mónica Ojeda (1988), una potente y perturbadora exploración del cruce entre horror y tecnología, de los límites difusos entre erotismo y pornografía, de la sexualidad infantil y lo que se puede representar o no con la escritura, y de las formas extrañas que tienen los individuos de lidiar con los traumas.
El fantasma tutelar de Nefando es -lo ha visto bien Jorge Carrión- Roberto Bolaño: la estructura de testimonios y entrevistas, los dibujos del final, incluso la última frase -“¿Hay palabras para todo el silencio que vendrá?”-, remiten a Los detectives salvajes. Pero las preocupaciones de Ojeda son otras: lo que les interesa a sus personajes -seis jóvenes que comparten un piso en Barcelona- es el deseo de representar, a través del arte y la tecnología, los fantasmas más sórdidos de su infancia y su presente.
Nefando puede ser a ratos algo retórica en la narración de esas búsquedas, pero luego es capaz de mostrarnos su más oscuro y violento corazón en escenas incómodas, tan terribles como admirables.
El destino de los tres hermanos Terán es el más complejo: abusados por sus padres cuando niños, deciden crear un videojuego prohibido llamado Nefando que dice algo de esa experiencia que los marca, y lo alojan en la Deep Web; después de todo, como dice el Cuco -compañero de piso, diseñador de videojuegos-, “¿para qué servía la tecnología si no era para narrar nuestros horrores?”. Internet, aquí, no es el espacio utópico de libertad con el que soñaron sus creadores, sino una réplica de las perversiones morales que se encuentran en el mundo.
Los Terán han decidido hacer frente a su trauma no desde la perspectiva más tradicional de víctimas, sino, en una de las jugadas más radicales de la novela, uniéndose entre ellos -se insiste mucho en que uno no puede disasociarse del otro-, hablando del tema como si fuera normal y haciendo como que no ha pasado gran cosa. La existencia del videojuego prueba que ha pasado mucho, al igual que los recuerdos: “Veo los senos chicos de (mi hermana) Cecilia rebotando… A papá le gustaba más antes, pero crecimos… Mi madre nos miró siempre desde una esquina filosa. Sabía lo que papá nos hacía”. Mónica Ojeda sugiere que no hay formas fáciles de enfrentarse al abuso sexual, y que no todas esas formas son inteligibles para los demás.
La sexualidad infantil está también presente en una compañera de piso, la mexicana Kiki Ortega, que está escribiendo una novelita erótico-pornográfica y explorando un tema tabú complementario al que aparece a través de los Terán: la poliforme sexualidad de los niños, la manera natural con que asumen sus deseos no inocentes. Pese a que se nieguen a verse como víctimas, los Terán son sobre todo objeto de la fantasía de un adulto; Eduardo y Diego, los personajes preadolescentes de Kiki, son en cambio sujetos gozosos y activos. Escribir sobre estos temas permite reflexionar sobre lo que conlleva un proyecto radical de escritura: “Lo revulsivo merecía ser articulado; alguien debía ensuciarse en el lenguaje para que los demás pudieran verse”.
Nefando es una novela de horror que trata de la escritura de una novela de horror y sabe que no hay horror sin deseo ni belleza: “En lo innombrable hay imperios de luciérnagas”. Ojeda se aventura a lo revulsivo y logra articularlo.
Fuente: Página Siete