Homenaje tardío al sostén
Por: Pedro Shimose
El año pasado celebramos el centenario del invento del sostén, sujetador o brassier, como ustedes prefieran llamarlo. Su inventor fue el modisto francés Pierre Poiret, en 1907, aunque Mary Phelps Jacob fuera quien lo patentó y comercializó en 1914.
Esta prenda íntima fue quemada en público en los revoltosos años 60. Las feministas le declararon la guerra total como signo liberador de siglos de opresión y escarnio. Daba gusto verlas con las tetas liberadas, dando saltos de alegría por calles y playas cuando el mundo era hippy y la vida, una chacota. Poco duraría esta rebelión, porque las mismas mujeres se dieron cuenta de que es imposible luchar, a partir de los 35 años, contra la ley de la gravedad. Ellas solitas volvieron a rendirle homenaje a Pierre Poiret.
Desde siempre, los hombres hemos cantado las excelencias pectorales de las féminas que, a veces, nos obsesionan tanto que son motivo de tesis doctorales dirigidas por el doctor Freud. Federico Fellini, por ejemplo, soñó con mujeres tetonas, de senos tan opulentos que, al menor descuido, se salían de la pantalla. Otros artistas como Woody Allen han sublimado su fijación por las tetas. Almas retorcidas las comparan con objetos y animales. Hace 5.000 años, los poetas del Egipto faraónico se referían a los pechos femeninos como ‘manzanas de amor’, mientras suspiraban: “¡Oh, quién fuese la banda de lino que ciñe sus pechos! / ¡Oh, quién fuese el collar que acaricia su pecho!”.
En Las mil y una noches (siglo VIII d.C.) el poeta árabe urde una metáfora topográfica: “Colinas ondulantes, marfilina…” de feliz acierto porque, doce siglos después, reaparecerá en los poemas de amor de Pablo Neruda: “Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos…”. En la España medieval, el romancero tradicional narra las confesiones de una gentil dama que le reprocha a un humilde pastor el haber desdeñado las hermosuras de su cuerpo, entre las que enumera “las teticas agudicas que el brial quieren romper” (el brial es una saya o combinación de seda).
Lope y Góngora no se quedan atrás. Góngora, por ejemplo, escribe un romance en el que narra que la hermana Marica se pondrá el corpiño porque es día de fiesta. Y el muy sinvergüenza la va vistiendo prenda tras prenda. Más próximos a nosotros, Ramón Gómez de la Serna escribió un delicioso y erudito tratado vanguardista sobre los senos; Oliverio Girondo demuestra su displicencia surrealista: “Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo”, mientras García Lorca nos cuenta que el amante tocó los pechos dormidos de la casada infiel “y se me abrieron de pronto / como ramos de jacintos”.
Los poetas hablan de corpiños, sostenes, brassieres, briales, vendas de lino convertidos en corsés, sin olvidar el ‘strophium’ de la antigüedad y el largo cíngulo que usan las monjas para sus castos pechos. Esos pervertidos los han comparado, a lo largo de los siglos, con palomas sorprendidas, púberes limones, manzanas o pomas del deseo, copas volcadas, vasos del pecho, ‘vanidad de hembras presumidas’, según Quevedo, pues lo más misterioso de la mujer –dice Ramón– “no es su sonrisa ni sus ojos ni su frente, sino sus senos, en los que el secreto de la materia está cuajado como en ninguna otra forma”. Para preservar ese misterio, para magnificarlo, el modisto francés Pierre Poiret inventó el sostén.
Así nace una gran diversidad de sostenes, tantos como la imaginación del hombre lo permite y la necesidad lo exige, porque hay sujetadores para todos los gustos: para exaltar esas maravillosas formas, para reducirlas, para agrandarlas con rellenos y para protegerlas en el caso de atletas, futbolistas y boxeadoras. En estos días de Carnaval, donde todo es brincoteo, salto y meneo, démosle las gracias a Pierre Poiret por su invento. ¡Viva el sostén! // Madrid, 01/02/2008.
Fuente: El Deber