Homenaje al poeta chuquisaqueño
Por: Ana Cecilia Ballerstaedt
Se sentaba del otro lado de la mesa/ como del otro lado de la tarde/ para beber el té que endulzaban/ el silencio,/ las palabras /que casi nunca pronunciaba.
No tenía mucho que decir,/ lo había dicho casi todo,/ pero mirándole a la cara yo sentía/ fugaz pasar el aire,/ alguna imagen/ y pálidamente encendérsele la frente.
Afuera el mundo eran las calles,/ casi amenazadoras en su abandono,/ y el Illimani lejos/ como él mismo/ elaborando frío.
No sé si era hora de irse,/ no sé si me dejaba una sonrisa,/ había apartado la silla,/ había entornado/ la puerta,
y era como si no se hubiera ido.
Elegía tercera a Gregorio Reynolds, titulan estos versos de Óscar Cerruto dedicados a su contemporáneo, el poeta chuquisaqueño de principios del siglo XX. Poseedor de un carácter reservado, Reynolds frecuentaba los círculos literarios de su época sin sobresaltos, en la comodidad de una afasia casi fantasmal, que se mimetizaba con naturalidad y disimulo entre la multitud de esas comunas artísticas e intelectuales. Un “hombre un tanto rubio, de espesos mostachos, que parecía impermeable a la algazara reinante”, así lo describe el escritor y dramaturgo Adolfo Costa du Rels en su carta fúnebre “Adiós a Gregorio Reynolds”, que data de 1948. El poeta cochabambino Juan Capriles, por su parte, lo retrata como un individuo de:
Triste mirar que reconcentra amores,
y en la boca sensual de frase breve,
una sonrisa imperceptible mueve
el haz de sus mostachos trovadores
De “frase breve”, pues, los labios del joven Reynolds articulaban con rapidez y economía las palabras. Lo escueto de ese lenguaje, sin embargo, permanecía abierto a la polivalencia interpretativa de quienes lo escuchaban. Y, lejos de espantar, su reserva impulsaba la especulación: la recreación de esa voz emitida, como el punto de partida de un decir, se expandía, irónicamente, más allá de su propio emisor. Las palabras que Gregorio “casi nunca pronunciaba”, como bien lo atestigua Cerruto, “endulzaban el silencio”, su silencio, que él posteriormente bebía, como un “té”, en un acto insoslayable de olvido, como quien sepulta para siempre en su interior un díctum; una suerte de secreto, que, una vez confesado, se retira al mundo exangüe del reposo.
Aquello que Gregorio callaba permanecía, así, anidado a sus palabras, y, además, a sí mismo. Metabolizada junto a su silencio de té, su voz, diminutos terrones de azúcar, se diluía sin problemas en la calidez de aquel líquido vespertino, que él tomaba “como del otro lado de la tarde”. Y es que “No tenía mucho que decir”, pues “lo había dicho casi todo”. La esperanza de vida de su discurso era devastadora: a la par que florecía se desintegraba, efímero, en su propia génesis. Autosuficientes, las palabras de Reynolds parecían prescindir de cualquier interlocutor o auditorio; y muriendo en sí mismas, o matándose entre sí, no remitían a otra cosa que a su silencio, de donde nacían y desde donde nace, en general, todo decir.
Rezagado en el encierro al que lo sometían sus propias palabras, Reynolds parecía no anhelar, en modo alguno, la extensión de un discurso. La letra apagada de su voz pervivía sin conflicto en su interior, escondida en cada poro de su materialidad, y expuesta sólo en la escritura de su poesía. Sin poder entablar una intimidad lingüística, sus interlocutores a menudo inventaban sus palabras, produciendo reflexiones que giraban en torno a “qué hubiese dicho Gregorio”, “qué pensará Reynolds”, “cómo se sentirá”, o –aún más radical– “cómo será ser Gregorio Reynolds”. Convertido así en un extraño objeto de codicia, el poeta despertaba lo que el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer hubiese llamado una “muda admiración”, que sucede a menudo cuando somos incapaces de comprender (del todo) una otredad. En estos momentos, el lenguaje, como diría Wittgenstein, “hace fiesta”, se va de vacaciones, y no sabemos dónde, es decir, no lo encontramos; estamos, literalmente, afásicos.
Y Gregorio Reynolds, resistiéndose a desnudar algo de sí a través de su lenguaje, revela el trágico “trauma” –del que, por lo demás, ya había hablado el filósofo lituano Emmanuel Levinas– de la alteridad, en su sentido más radical e intenso. El otro, en cuanto inaprehensible por mí, es una experiencia que me desborda, y, como tal, trascendente, infinita, por lo menos en relación con un yo ante el cual se presenta. Por eso el rostro del otro devela, en su significación más plena, la infinitud que yo, como interlocutor, soy siempre incapaz de poseer.
Fuente: La Ramona