Habitar la morada peregrina
Por: Ludwig A. Valverde B.
“’tan bellas cosas inspiras, que morirás perfumando’”
(Raúl Otero Reiche – Jorge Luna)
Emotivos y merecidos homenajes, tanto en medios impresos como virtuales, han expuesto en las últimas semanas la potencia literaria de Jesús Urzagasti, algo que no ocurrió en la medida de lo que ameritaba, antes de su muerte.
Que el Estado Plurinacional haya reconocido, en 2010, su trayectoria, al igual que la de otros vates, y que a fines del pasado año 2012 se haya publicado Tirinea a razón de ser considerada, y con justicia, una de las obras fundamentales de la literatura boliviana, fueron tímidas reivindicaciones de esa ausencia.
A Jesús, la noche del 9 febrero de 2010, en ocasión de recibir el reconocimiento del Estado, se le veía feliz, dichoso; abrazaba efusivamente, mirando, como siempre, de frente y a los ojos.
Recuerdo que una vez Edmundo Paz Soldán, uno de nuestros escritores más publicitados, dijo que no era merecedor de la suerte que tenía la difusión de su literatura y que había otros escritores, mejores que él, como Jesús Urzagasti, que merecían tal fortuna.
Creo que Jesús, consciente de su misión de escritor en la vida, se sabía a sí mismo un traductor de la existencia humana, de la transición de la vida a la muerte y de la muerte a la vida. Su obra es expresión de ello.
Conocí su literatura pocos años antes de conocerlo a él personalmente, a comienzos de 1993, en el Taller de escritura creativa Jaime Saenz de la carrera de Literatura de la UMSA.
Disfruté de sus clases durante todo un año y de su amistad hasta el día de su muerte cuando, parado frente a su féretro y como si se tratara de otra clase, comencé a recordar algunas de sus enseñanzas que marcaron y marcan mi travesía por esta vida.
Recuerdos, seguramente menos importantes que la misiva que le depositó en el féretro, en silencio amoroso y escogiendo discreto momento, la también escritora Sulma Montero, su compañera.
Su recuerdo, aún tan estimulante, me motivó a revisar viejos apuntes de clase, que creí perdidos. Los apuntes me permitieron retroceder, increíblemente, 20 años; recordar, por ejemplo, que invitó y desarrolló un par de clases con el poeta tarijeño Roberto Echazú, episodio entrañable’
Volver a los breves trabajos literarios que él motivaba, impulsaba y que luego de estricta revisión, generosamente publicaba en la célebre Presencia Literaria, de la que era director.
Recordar me permitió viajar a través del tiempo y regresar a su morada, a su casa siempre abierta, y escuchar, en silencio, sus historias chaqueñas que referían y recordaban “personas-personajes” que le habían enseñado a descifrar los códigos de la vida y de su propia escritura; muchos de ellos muertos y otros herederos del tránsito de la memoria. Música, mate, risas y vino de por medio. No cabe duda alguna, tenía don de maestro.
Su aporte a las letras bolivianas y latinoamericanas -hoy ampliamente reconocido- es una obra que ante todo es un ejercicio de contemplación de la palabra que, saliendo del silencio, se instaura para nombrar, con vibrante voz, profundidades y razones cotidianas, presentes en el camino de la vida.
A tono con estos recuerdos, también es necesario y justo evocar su faceta de profesor, un trozo de su vida que me tiene como testigo. La sola presencia de Jesús era suficiente para advertir que un escritor y su escritura eran testimonio de la vitalidad de la literatura; de la trascendencia de la muerte, incluso, en la vida misma.
Marzo de 1993: “La escritura es una elección, no una obligación”. Elegir a la literatura como profesión u oficio significa estar dispuesto a encarar las incomprensiones de la sociedad y de la familia’
Significa riesgos, sacrificios, desafíos, apuestas, pero también disfrute extremo. Una persona que opta por ese camino jamás puede ni debe quejarse de lo poco que, económicamente, podría dejarle esa tarea. Es un ejercicio elegido de libertad. Es un camino escogido. Una valiente elección sin retorno. Significa responsabilidad con lo que se dice y se hace; inequívoca determinación ética con uno mismo y con el lugar desde el que se escribe.
Junio de 1993: “Todo lo nuevo te hace sentir extraño porque no estás acostumbrado a la nobleza de su uso”. Reconocer el pasado como una explicación del presente es un ejercicio de memoria. El pasado siempre fluye, no se esconde, se presenta en forma de sueño y en los momentos de vigilia.
El pasado puede ser el futuro, nada está dicho. Lo nuevo, que se expone como presente, es una madeja que necesita ser desatada para luego convertirse en un tejido de sentidos que la experiencia de lo extraño estimula.
Agosto de 1993: “Aruskipasipxañanakasakipunirakispawa, palabra aymara que en una básica traducción al español significa: estamos obligados a comunicarnos, pero que es más que eso”.
La presencia de “lo otro” en esta ciudad (La Paz), esencial aunque no únicamente aymara, es un derecho que no debe renunciarse. La diferencia es un dato de la realidad presente en la vida cotidiana.
El otro, que viene de las entrañas del país y construye su morada en este lugar, es generosamente recibido, pero está obligado a comunicarse con quien lo recibe, con la misma generosidad; de la misma forma que el que lo recibe está obligado a comunicarse con ese otro que llega.
Comunicarse significa compartir un mismo espacio, intercambiar saberes diversos, construir moradas comunes. Significa descansar en un espacio diferente con una “carga cultural” que es imposible dejar.
Octubre de 1993: “Cuando tú dejas, lo dejado te reclama pago”. La vida, y la consiguiente escritura, consisten en viajar por el tiempo y por el espacio, por más pequeños que éstos sean.
El escritor es un peregrino de su experiencia, de su memoria, de su morada. No podría, nunca, abandonar recuerdos, procedencia, historia; en tal sentido, necesita construir su provisional morada que, en secuencia y en trayectoria, serán varias.
La escritura, nómada en esencia, expondrá el resultado del viaje emprendido, del lugar al que se ha llegado y del conocimiento traído. La fatalidad acecha cuando uno se deshace de esa carga que, en sí, es propia y única riqueza.
Las clases, para un número reducidísimo de estudiantes, en su oficina de editor y hacia el mediodía, tenían una natural continuidad con el disfrute de unos sándwiches griegos que a principios de la década de los años 90 eran para nosotros, los jóvenes de la época, un exquisito exotismo.
Nunca, a excepción de la última clase, permitió que los estudiantes pagásemos la cuenta. Y es que Jesús celebraba y disfrutaba de la compañía y de la amistad, tanto como amor a la vida tenía’ tanto como veneración y respeto por la muerte guardaba, pues para él: “los muertos se adjudican todas las posibilidades que los vivos han perdido”. Última clase.
Fuente: Página Siete