La noche de las calacas (fragmento)
Por: Willy Camacho
El autor de La secta del Félix nos brinda, en primicia, un adelanto de una novela que aún lo tiene entre desvelo y tecleo
“Durante la última década del Siglo XIX, surgió en las carnestolendas paceñas un extraño y cómico personaje: el pepino. Desconocido es aún el origen de tal apelativo, aunque algunos etnógrafos otorgan veracidad a una leyenda colonial, mal narrada por un dizque historiador potosino, del que, hasta el día de hoy, no se tienen pruebas fehacientes de su existencia, amén de los libros que ciertos académicos trasnochados le adjudicaron. En uno de ellos, precisamente, figura el siguiente relato, a guisa de crónica:
1703. Este año, durante las censuradas fiestas carnestolendas, un vascongado de mal nombre tuvo a bien eludir sus culpas ante la justicia haciéndose pasar por un bufón de la corte, aduciendo haber sido enviado por el mismísimo soberano de Castilla para deleitar con sus habilidades a los dignos señores que, con su magnánimo esfuerzo, proveían de riqueza y gloria a la madre patria, extrayendo plata de las paganas entrañas de las tierras del Potosí.
Habida cuenta de su escaso conocimiento sobre el disfraz que los bufones reales empleaban, no tuvo reparo en confeccionar uno a su medida, dictando las directrices de su hechura a un sastre criollo, solamente basado en lo que su pobre imaginación le mandó. Así, apelando a una distante imagen rescatada de los recuerdos de infancia, y agregándole algunos elementos, más bien aportados por el mencionado sastre, de una figura irreverente del folklore local, llegó a obtener un atuendo bufonesco, aunque con mayores similitudes al del kusillo de los indios aymaras.
No siendo otro su fin que el de aprovechar el desprolijo actuar de los potosinos durante los carnavales, ocultó sus rasgos dentro del espurio traje de bufón y presentose ante la distinguida sociedad como el más exquisito obsequio de su majestad, realizando piruetas desfachatadas, cuando no vulgares, que provocaron hilaridad desmedida y exagerada entre los criollos adinerados.
Una vez que los ilustres y riquísimos azogueros hubieron perdido la cordura y la vergüenza debido a su ingesta vitivinícola, el falso bufón dedicose a hurtar las pertenencias valiosas del anfitrión del baile, recorriendo de extremo a extremo los aposentos de su magnífica casona. Sin embargo, y a pesar de haber consumido muchos litros del brebaje indígena conocido como chicha entre los criados y mitimaes, una sirvienta de generoso hígado sorprendió al bandido en plena faena de sustraer la platería de sus patrones, ante lo cual, el impostor quiso disimular su fechoría rebuscando entre los bultos de las verduras, disimulo que no engañó la sagaz percepción de la sirvienta, que se abalanzó contra la colorida humanidad del bufón impostor, arrancándole la máscara que cubría su verdadera faz y solicitando ayuda a gritos mientras ella intentaba detener al ladronzuelo. Éste, no sin gasto de esfuerzo, logró dominar a la sirvienta y, tapándole la boca, evitó así que alguien más se percatase de su ruin proceder. La sirvienta, empero, india maciza, de gruesos muslos, ubres titánicas y musculatura varonil, no era presa fácil de dominar. El malhechor buscó algún objeto contundente que estuviese presto a su alcance para dar fin con esa reyerta, sólo atinando a extraer un descomunal pepino del bulto de verduras que tenía al lado suyo. Inútiles fueron los golpes que le propinó en la cabeza, pues la verdura, no por ser descomunal dejaba de ser inofensiva. Cansado, incapaz de dominar los bríos andinos de esa mujer hercúlea, ocurriósele la infame idea de castigar a la moza profanando su sagrada intimidad con la longitud y espesor del voluminoso pepino. Tal pensó y tal obró el canalla, desgarrando la inocencia de esa fiel sirvienta con la descomunal verdura. Presa de dolor, ella se dio de bruces contra el piso, mientras el criminal emprendió veloz fuga hacia quién sabe dónde. A poco, su patrón la encontró tendida en el suelo todavía, tratando de extraer de su vientre el pepino y de su alma la vergüenza. Cuando se le inquirió sobre los hechos acaecidos, ella mal pudo hacerse entender, pues los indios apenas saben algunas palabras en nuestra lengua, de modo que lo único que comprendió su patrón fue el vocablo “pepino”. Haciendo uso del raciocinio que Dios tuvo a bien otorgarle, el patrón relacionó la máscara que el falso bufón olvidó en su desesperada huida, con la única palabra que logró entenderle a la sirvienta, concluyendo que el malhechor disfrazado apodábase “el Pepino”, y así se lo contó a todos los ilustres moradores de la Villa Imperial, exhibiendo la máscara para dar mayor credibilidad a sus palabras.
A los pocos años, dada la festiva existencia de los criollos, famosos por organizar bailes, bebendurrias y comilonas, con motivo o sin él, muchos jóvenes, herederos de notables fortunas, se juntaron en fecha incierta para dedicarse a sus habituales despilfarros y ritos dionisiacos, habiéndoseles ocurrido la insensata idea de hacerlo en plaza pública y la sensata idea de hacerlo disfrazados, basando la hechura de sus atuendos en la historia del pepino violador, ya legendaria en ese año del Señor. Desde entonces, una vez cada año, los jóvenes criollos se disfrazan del Pepino y salen a las calles para cometer travesuras e, incluso, algunas fechorías”.
Así leyó don Cafu en un libro de historia que una estudiante le dejó en prenda por el servicio que le había prestado, mismo que, además de sencillo, no requería de ningún conocimiento ancestral, ya que se limitaba a una infusión de la prenda íntima de la contratante para que sea consumida por el depositario de su pasión irracional, cosa que, en lenguaje menos docto, es mejor conocida como “mate de calzón”.
En fin, el hecho es que el curandero, en ese entonces no tan viejo, se despanzó de risa luego de leer el texto, ya que, paradójicamente, él muy bien sabía que el pepino no era ninguna figura cómica. No, para nada; él sabía que el pepino verdadero sólo causaba dolor y muerte, aunque, a priori, pareciera sólo causar placer y vida.
Y tan bien lo sabía, que cuando su ahijada, preñada de tres meses, le dijo que el papá era un pepino, sólo le bastó preguntarle “¿De qué color eran sus ojos?”, para reventarle los labios de un sopapo, pues la imilla mentirosa contestó “No sé”, haciéndose pescar la mentira, dado que don Cafu sabía que los pepinos violadores tenían los ojos negros, pero no negros como el higo seco, sino más bien como la noche estrellada; es decir que tenían en los ojos no un color, sino más bien el resplandor de la oscuridad, cosa que no sólo acojona, sino que también se queda grabada en la memoria, más aún si quien los mira está siendo sometida, por las buenas o por las malas, a los arranques lujuriosos de un pepino inmortal.
Fuente: www.laprensa.com.bo