04/09/2018 por Marcelo Paz Soldan
Fragmentarium órfico II

Fragmentarium órfico II

Fotografía del papelito original hallado en la casa de San Pedro.

Fragmentarium órfico II
Por: Alan Castro Riveros

(Segunda parte del texto sobre Sergio Suárez Figueroa y su relación con otros poetas y escritores a partir del personaje mítico de Orfeo.)
En el anterior fragmentarium dábamos noticia de un papelito anotado por Sergio Suárez Figueroa hallado en una casa de San Pedro.
En síntesis, decíamos que las tres citas allí registradas fueron rastreadas en el quinto tomo de La doctrina secreta. Una de ellas fue utilizada por Suárez Figueroa en su ensayo Occidente y Oriente: Fallas y realizaciones de Ser, publicado póstumamente en la revista Formas (La Paz, 1970).
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A grandes rasgos, el ensayo Occidente y Oriente muestra por qué mientras el hombre oriental está abierto a su propio misterio, el occidental es más vulnerable a caer en la locura o el suicidio. Es así que Suárez Figueroa enlaza el fin de Nietzsche con el de Otto Weininger –filósofo austríaco que terminó con su propia vida a los 23 años–. Tal relación se podría resumir en estos dos fragmentos:
“En la extraordinaria utopía que es Sexo y Carácter de Otto Weininger el adolescente judío-alemán, cuyo suicidio parece tener una misteriosa relación con la locura de Federico Nietzsche, aunque en un plano puramente subconsciente, se logra, más que pensar, intuir una especie de rechazo por la mujer.
Podría afirmarse que el prejuicio de Otto Weininger por el sexo femenino parte de una genial teoría y una genial teoría contra la mujer que no deviene de la profunda convivencia con la mujer, es una certeza a medias”.
[41]
“El planteamiento de Otto Weininger sobre la mujer, no es otro que el de un ser atrapado en su propio infierno. La mujer es su espejo. Y el ser, al que subconscientemente ataca sin piedad, que es el mismo y que logró analizar bajo el lente de la propia alteración, le proporcionó la demencia que lo llevó a la autoeliminación”. [52]
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Las otras dos citas apuntadas por Sergio Suárez Figueroa en aquella hojita pertenecen a la Sección XXXII (titulada Vestigios de los misterios) de La doctrina secreta. La más larga de ellas –donde se opera un remontaje histórico de la tradición órfica– está al final de dicha sección y funciona como enlace a la siguiente parte, dedicada a “la decadencia y desaparición de los misterios en Europa”.
En cambio, la cita final, sobre Christos y Chrestos, se halla casi al principio de la misma sección [275].
Diríamos que Suárez Figueroa retrocedió algunas páginas de su lectura para formular una relación inequívoca entre Orfeo y el misterio de la muerte y la resurrección del hijo del Hombre, enfocando así el brote de la nueva vida en medio de oscuras aguas y el retorno a la noche para sucesivos renacimientos. En ese sentido, el orfismo –trayendo a colación a José Lezama Lima– “establecía como un círculo entre el dios que desciende y el hombre que asciende como dios”.
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La dualidad Christos-Chrestos resuena a lo largo del quinto tomo de La doctrina secreta para unificar conceptos aparentemente disímiles e insinuar una voluta transhistórica que no deja de señalar la pugna entre la luz y la sombra en el ser humano. Por ejemplo, esta dualidad nos sirve para explicar por qué Orfeo es considerado el iniciador tanto de las fiestas dionisíacas como de los rituales a Apolo.
La dualidad entre lo apolíneo y lo dionisíaco que sirvió tanto a Nietzsche como a AbyWarburg durante sus estudios sobre el Renacimiento con el historiador de arte Jacob Burckhardt, es una condena fatal en Orfeo.
Según uno de los relatos más divulgados sobre la muerte de Orfeo, el poeta tracio fue despedazado por las ménades, quienes habían sido enviadas por Dionisio en cuanto se enteró que Orfeo lo había dejado para rendirle culto a Apolo.
Por su parte, Lezama Lima se anima a atribuir a Apolo la indecisa autenticidad del atormentado Orfeo.
Así lo escribe casi al final de su Introducción a los vasos órficos: “Nosotros nos atrevemos a pensar que en la raíz de la oscilación de Orfeo como figura mitológica o real, debe existir el lanzazo de una maldición. / Tal vez al contemplar Apolo los devaneos de Calíope con Eagre (madre y padre de Orfeo), lanzó sobre su prole una maldición cuyo contenido se ha perdido, pero que nos hace pensar que atacó la fundamentación misma de la existencia de su figura. ¿Cómo es posible que el orfismo se haya extendido desde la Tracia prehistórica hasta el siglo IV de nuestra era, sin que se pueda determinar la existencia de la figura que lo crea y que lo impulsa?”
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El hecho de que se le atribuyan una serie de obras literarias a Orfeo es revelador. Desde el comentarista del Papiro de Derveni (s. IV a. C.) hasta los Prolegómenos al sabio Orfeo del gramático griego Konstantinos Laskaris (s. XV d. C), se viene armando una obra órfica claramente unitaria. Los académicos más dedicados aún se preguntan por qué tantos autores de diferentes épocas renunciaron a la fama de su propio nombre para atribuir sus obras a Orfeo. Y los mismos académicos se asombran cada vez más ante la unidad de una obra que traspasa los siglos y sigue apareciendo hasta nuestros días en versiones levemente matizadas. La última laminilla órfica de oro conocida, por ejemplo, fue hallada en la década de 1990.
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Para terminar y dejar las aguas corriendo hacia el problema de la autoría literaria, dejo a discreción del lector este par de fragmentos:
“Éramos impersonales, huecos de nosotros mismos, otra cosa que nosotros… Éramos aquel paisaje esfumado en conciencia de nosotros mismos. Y así como él era dos –hecho de realidad en parte, y en parte de ilusión– así también éramos nosotros oscuramente dos, sin que ninguno de nosotros supiera bien si el otro no era él mismo, si ese incierto otro vivía…” Fernando Pessoa, En la floresta de la enajenación.
“En una de esas lúcidas huidas del alma y que determinaron la única posibilidad de la autorevelación, descubrí asombrado que yo era alguien más. / Otro ser que en la época azul y remota de las vigilias, provocara una pasión incestuosa. / Ella y yo, con un prohibido parentesco de hermana y hermano, aún no conocíamos claramente cuál era la función específica de nuestro vuelo”. Sergio Suárez Figueroa, Eurídice.
Fuente: Letra Siete