Fragmentaciones II
Por: Gary Daher Canedo
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos
Juan Gelman
Al abrir este ensayo, no puedo dejar de recordar las palabras de Umberto Eco sobre la reflexión de los acontecimientos que suceden: “La función intelectual se ejerce siempre con adelanto (sobre lo que podría suceder) o con retraso (sobre lo que ha sucedido); raramente sobre lo que está sucediendo, por razones de ritmo, porque los acontecimientos son siempre más rápidos y acuciantes que la reflexión sobre los acontecimientos”, [1] Sin embargo, el mismo ritmo del que habla Eco ha cambiado, si bien es cierto que la velocidad de los acontecimientos apuran a la reflexión, también debemos admitir que la historia ha ampliado su papel: ya no es aquella que se refiere solamente a sucesos lejanos, clausurados, cerrados; sino que, precisamente, a causa de la aceleración de los procesos, la historia está siendo construida mientras sucede, es decir nos va entregando etapas a velocidad de Schumacher, que se levantan como esclusas de un enorme canal que va a unir el pasado y el futuro: El canal de la contemporaneidad. A propósito de estos hechos intelectuales, no vale, pues, nos dicen los actores de los medios, la excusa de la mala pintura que pueda resultar de nuestro acontecer, ya que actualmente no utilizamos para ello a los pintores realistas, ni siquiera la máquina fotográfica que requiere un proceso químico adicional para devolvernos la imagen, hoy se habla de las cámaras digitales que atrapan el instante y lo muestran inmediatamente en el monitor de video, o lo imprimen en una barata impresora de colores. Es decir que tal como nos aclara Régis Debray “La ecuación de la era visual es algo así como: lo visible = lo real = lo verdadero. He aquí la idolatría revistada (y sin duda redefinida)” [2] Esta aparente encrucijada en la que, por un lado se plantea que la función intelectual es muy difícil de ejecutarse sobre los acontecimientos que suceden y, por el otro, donde los analistas de los medios nos dicen totalmente lo contrario, a despecho de la crítica mordaz de los primeros, se presentaría como un camino sin salida. Sin embargo, ante la idolatría de la imagen visual capturada, almacenada y aceptada, despertando de la molicie de la dificultad que el ritmo de los tiempos levanta debemos oponer la acción del retrato, queriendo decir con esto que se hace necesario desarrollar la interpretación que podemos capturar de nuestra realidad, aun a costa de renunciar a la perspectiva del color. ¿Y cuál es la técnica que nos permite alcanzar a grandes rasgos la realidad con nuestra propia mano en estas circunstancias? Sin duda es el dibujo: ese trazado que permite la aproximación a los cuerpos y a los hechos, no con la jugosa materia de sus carnes, sino con la frontera correcta de sus nervaduras. Se trata pues de intensificar el momento reflexivo sobre los puntos descollantes y evidentes, pero haciendo precisamente lo contrario a lo que realiza el analista mediático, inmerso en el bosque, se trata de reflexionar mientras se camina, desdoblándose: el cuerpo en el jardín, y el alma fuera del bosque, observando atentamente para dibujar como ese cuerpo tan suyo camina por los senderos que se bifurcan. He ahí el desafío del hombre que ha asomado su nariz al siglo XXI.
El hombre contemporáneo
Uno de los dibujos más importantes de estos tiempos es aquél que nos muestra al hombre contemporáneo ya no más animal racional pergeñado como soberano del siglo XX, sino más bien como un animal psicológico, inserto en el mar de las emociones que la tecnología ha configurado como su nueva realidad. Y este animal psicológico se enfrenta hoy con la batalla de siempre: su otredad; solamente que esta nueva otredad es dual: si virtual, incorporada; si real, inasible, lejana.
Pues, mientras que el conocimiento moderno de principios del siglo XX, aspiraba, como muy lúcidamente escribió José Vasconcelos, a ser lo otro, pero no a distancia y separadamente, sino en nosotros mismos. Este proceso se ha dualizado. En tanto que la realidad nos aleja más y más del otro, la virtualidad lo ha deformado para hacernos creer que lo incorpora. Esa la tragedia del hombre contemporáneo.
Así, observamos al hombre contemporáneo frente a la televisión ante la que, armado de un aparato de control remoto, va compulsivamente asistiendo a escenas de un teatro permanente de variedades. Otro momento, con el reproductor de discos de video, pasa películas amontonadas sin discriminación, una tras otra. También, sentado ante la computadora como si de ella dependieran las respuestas, gasta horas navegando por la Internet, revistando datos y más datos, irreflexivamente, y cuando la cantidad de estos lo atora se traslada a la zona roja de La Red, alocado con el sexo o apostando a las loterías, después que en algún momento, enviciado ya, ha intentado tomar contacto con otro virtual practicando sexo por escrito en las habitaciones promiscuas y hasta grotescas del chat. Y también están los juegos electrónicos en los que el hombre contemporáneo se hace comandante de muñecos virtuales, mientras es interrumpido sin cesar por un teléfono celular, aparentemente, único enlace con el afuera. Es decir, un universo de humo. Nunca la fantasía fue tan real, ni el mundo tan virtual. En la calle deambula, atrapado en su planeta electrónico es un sonámbulo de la tecnología.
De esta manera, el hombre contemporáneo, está en reversa de la comunicación. Aislado, rota la cercanía, su sociabilidad se ve seriamente afectada, de modo que los pocos túneles que restan se reducen a la euforia de la masa, que sucede en el estadio de fútbol, los privilegiados, o a los grupos de asistentes al partido por televisión, los más. Sin olvidar, claro, la discoteca, el bar; pero la comunicación social cercana, íntima, de tertulia, se ha agotado, y sucede muy esporádicamente. La familia es una fotografía, una sala de efigies ensimismadas. También, en estas aglomeraciones, que no sociedades, contemporáneas, van desapareciendo las verbenas, la reunión de la comunidad en los parques públicos, la fiesta como celebración comunitaria.
Y alguien me dirá. ¿Dónde pace este animal psicológico, este ejemplar contemporáneo? Pues es en las colmenas de la urbe, encerrado entre las cinco paredes de su irrealidad. Al otro lado, claro está, y ésta es, efectivamente, la radiografía de Latinoamérica, el campesino pobre, que en millones puebla las comarcas de nuestro continente, y que ciertamente es el que ha quedado más lejos de los avances de la tecnología. Allí, en la profundidad del campo, no hay ni siquiera energía eléctrica. ¿En qué estado de la otredad queda este campesino ante el hombre contemporáneo? ¿Es esta una otredad trivalente? No. Este campesino, para el hombre contemporáneo no es la otredad, es, simplemente, la periferia, la escoria que necesita eliminar de su ángulo visual. Si el encuentro entre europeos e indoamericanos en el siglo XVI fue brutal, si las distancias, entonces, fueron enormes, debido a la lejanía cultural de los otros; hoy por hoy, se puede hablar ya no de distancias, sino de universos en dimensiones separadas. Así, gradualmente, entre estos dos extremos, se encuentra el hombre latinoamericano: una dispersión sociológica aparentemente insostenible.
El derrumbe del Estado-Nación
La definición de la Enciclopedia Británica, nos advierte que la nación ha sido definida como una comunidad natural de hombres, reunidos en un mismo territorio, poseyendo en común el origen, las costumbres y la lengua, y conscientes de esos hechos. Tal definición, que sintetiza el consenso de la mayoría de los especialistas, engloba los elementos esenciales de la constitución de la nacionalidad: tradición común de cultura, origen y raza (factores objetivos), y la conciencia del grupo humano de que esos elementos comunitarios están presentes (factor subjetivo). El segundo factor es preponderante y fundamental para la existencia de la nación: el que une a sus miembros, más que la identidad de idioma o la convivencia en un mismo territorio, es el vínculo puramente moral o psicológico representado por un destino común, forjado en las gestas históricas de la formación de la nacionalidad.
Sin embargo, a causa de la tecnología y, especialmente debido a la televisión, la percepción subjetiva de la sensación de nación se ha transformado. Así, los miembros de las naciones van descubriendo dos geografías que se levantan como un iceberg invertido: Por una parte el mundo exterior, que hasta ese momento era un mal esbozo de narraciones, leyendas y mitos, se presenta en imagen, haciendo de esta manera que el otro que habita las naciones del exterior, semejante, ya no parezca tan extranjero. Y de la otra parte, en la nación, hacia adentro, ante la mirada hacia los otros miembros de la nación, aquellos que habían permanecido ocultos en el transcurso de los días de la cotidianidad, de repente, aparecen llenando las pantallas de los televisores, entonces se descubre que una gran cantidad de estos miembros de la propia nación, son extraños, diferentes ante uno y entre ellos se los advierte grupos humanos que semejan islas. La nación se ha transformado en un archipiélago inescrutable. Entonces sucede el primer resquebrajamiento del Estado-Nación, una rasgadura que nace desde las mismas entrañas de su ser.
Mientras esto sucede en el interior, el poder financiero internacional “conquista territorios y derriba fronteras, y lo consigue haciendo la guerra, una nueva guerra. Una de las bajas de esta guerra es el mercado nacional, base fundamental del Estado-Nación.” [2] Convirtiendo al Estado-Nación en un supermercado de bienes importados, o lo que es más bien, en nuestros países, un mercado persa del contrabando, donde el Estado-Nación ni siquiera recibe el pedacillo del impuesto.
Entonces, en el megamercado de la globalización, el Estado-Nación “se redefine como una empresa más, los gobernantes como gerentes de ventas y los ejércitos y policías como cuerpos de vigilancia”. [3] Así que la acepción de nación que anteriormente nombramos, especialmente en su factor subjetivo, desaparece. Y dentro de lo múltiples departamentos de esta nueva empresa, se abre uno enorme, “los despreciados”, que contiene, en número, a la mayor parte de sus miembros: los necesarios innecesarios. Esta contradicción que representa a los pobres, los ignorantes, los sucios. Y que, según los esquemas de la nueva empresa son innecesarios, porque no están preparados para cumplir ninguno de los roles que la eficiencia determina. Pero que son necesarios para suplir los requerimientos de comodidad (llámese labores domésticas, limpieza de alcantarillas, lustrado de zapatos, trabajos destinados a ujieres, guardianes y otros) de los miembros mejor dotados de la nación. Entonces se intenta construir el hábitat de ese departamento en el lugar menos visible; no obstante, como este propósito no puede ser alcanzado, se produce la demanda social a causa de la convivencia, hoy por hoy, evidente.
En este sentido, sucede el fenómeno del aumento de la explotación, por una parte, y del desempleo, por otra; afectando, ya no solamente a aquel departamento de la Empresa-Nación que hemos llamado “los despreciados”, sino también a la clase media baja, que enceguecida por la mentira publicitaria, ha apostado a la educación profesional de sus hijos, como supuesta salida a sus magros ingresos, sin tomar en cuenta que las transnacionales a fin de elevar al máximo su efectividad, prefieren utilizar a los profesionales antiguos (es decir extranjeros) antes que especializar a los locales. Y se desata la época de las grandes migraciones: millones de personas al destierro, afincándose en los suburbios de las metrópolis imperiales.
Así, para la globalización, que en ningún momento fue concebida como modelo económico, sino más bien como un marco regulador de las relaciones económicas internacionales, los desequilibrios económicos son causas de la intervención en el mercado; por tanto, debe eliminarse la posición suprema del Estado respecto de éste y hacerlo garante de la acción irrestricta de las fuerzas de la oferta y demanda.
Entonces, esta globalización que demanda la liberalización de normas para el dinero que fluye en diferentes sentidos a través del mapa internacional, ha hecho del sistema financiero el señor del proceso. Esta penetración mundial de capital conlleva a una competencia internacional de acceso a mercados, permitiendo el desarrollo y la expansión ilimitada de las empresas transnacionales por todo el mundo, mismas que a la vez cuentan con el respaldo incondicional de sus respectivos Estados Nacionales. Dicho en palabras precisas, de los Estados Unidos de Norteamérica, que es donde se cobijan la mayoría de estas transnacionales.
Es precisamente en este último país, que se han sucedido hechos de gran trascendencia: estamos hablando del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001. De manera que, aprovechadas las condiciones, el Estado-Nación más poderoso del mundo, en apoyo de las empresas transnacionales, ha creado pretextos de intervención. Esta estrategia ha ido evolucionando, desde la época de la Guerra Fría, cuando el pretexto se llamaba lucha contra el comunismo. Y que, luego, una vez caído el muro de Berlín, se transforma en la llamada lucha contra el narcotráfico, permitiendo la ingerencia y la presión de los Estados Unidos en los diferentes países, convocándolos bajo esa bandera, considerada la batalla, como una lucha mundial. Estos pretextos han generado guerras de baja intensidad en nuestro continente, permitiendo la intervención extranjera en los países involucrados, que por una u otra razón, en menor o mayor medida, han sido todos. Ahora bien, a partir del 11 de septiembre, ante la “amenaza terrorista”, los recursos bélicos han entrado en una etapa sin control, y han convertido la guerra de baja intensidad en una potencial guerra directa, como ha sido el caso de Afganistán, puesto como ejemplo para que el mundo tiemble y el poder del intervencionista sea definitivamente mayor.
Sin embargo, este proceso ha sufrido un retraso, eso está claro, gracias al error de visión del emperador, que no sabía del campo minado que representa la otredad no asimilada. Estalló en sus narices la resistencia civil, guerrillera. Nos referimos a la lamentable destrucción e invasión de Irak, un fracaso en todo campo, ni victoria ni derrota, sólo destrucción.
En el ínterin, esta debilidad del imperio, ocupado en labores insostenibles fuera de casa, ha permitido una ventana para los movimientos políticos sustentados ideológicamente en los modelos socialistas del siglo XX. Así, en Sudamérica se ha levantado una seguidilla de gobiernos con discursos nacionalistas. Sin embargo, una lectura rápida de los acontecimientos nos devela que nadie estaba preparado y que la circunstancia no hace al proceso. De manera tal que en lugar de fortalecer los Estados-Nación, los discursos y acciones revanchistas y los programas demagógicos han generado una crisis interna tal que cada uno de ellos es proclive a la fragmentación y ha sembrado la semilla de la discordia, pasto fácil para el imperio cuando suceda su recuperación.
A partir de esos procesos, se habrá conseguido la redefinición del poder y de la política, ansiada por el imperio y sus aliados, visando colocar al mercado como figura hegemónica que rige todos los aspectos de la vida humana en todas partes.
Así que, el hecho de que los gobiernos se llenen de delincuentes, el hecho de que el sistema financiero obligue a los Estados-Nación a modificar sustancialmente sus leyes en un chantaje sin precedentes, el hecho de que los territorios se desintegren, el hecho de que los grupos humanos que conforman el Estado-Nación se descubran diferentes, el hecho de que los gobernantes del Estado se transformen en vendedores, la dolorosa visión de que los objetivos supremos del Estado-Nación establecidos durante las gestas de la formación de la nacionalidad, cuales son la libertad, la satisfacción de las necesidades de todos sus miembros, la gloria de la nación, hayan desaparecido, nos hacen concluir que el Estado-Nación clásico, tradicional está a punto de ser derrumbado. Y, cosa terrible, no se vaya a creer que ese derrumbe, a causa de las acciones de protesta y otras manifestaciones populares, vaya a favorecer a los miembros del departamento de los despreciados, no. Ese derrumbe irá a favorecer definitivamente a las transnacionales, y estratégicamente a la hegemonía mundial del Estado-Nación más poderoso del mundo, es decir, de los Estados Unidos de Norteamérica.
En este escenario, los movimientos indigenistas, que se han levantado como respuesta, no podrán enfrentar los terribles vientos, si no elaboran una política de verdadera integración del continente, entendido como mestizo y no discriminado en indios y blancos, con propuestas de guetos, reductos históricos de las separaciones. ¿Hasta cuando esperaremos el nacimiento de la patria latinoamericana, o al menos sudamericana? ¿Lograremos desatar el nudo gordiano llamado Bolivia, corazón que guarda en sí el secreto de la integración sudamericana? ¿Se ha comprendido que el tema boliviano, no es un tema boliviano sino latinoamericano, o más cercanamente sudamericano? La hora de los cambios exige precisión, inteligencia y reflexión. He ahí el convite.
La nueva condición de la pobreza
Contando con los impresionantes aportes de la tecnología, la publicidad ha rebasado todos los límites del anuncio comercial propiamente dicho. Se hace publicidad en todo el espectro de los medios. El mundo ideal está marcado por las y los top models, por la construcción insustancial del arquetipo de los lectores de noticias, por el actor de cine que vive en apartamentos que serían imposibles de soñar para un habitante de las villas miseria. Hasta el amor se ha reducido a este propósito, de manera que ya nadie puede estar muy conforme con la pareja que le ha tocado, pues, en fin de cuentas, emerge del mundo real: granitos, arrugas, grasitas aquí y allá, cabello descuidado y mal peinado, gordos y gordas, esmirriados, casi esqueléticos, vejez prematura, voces destempladas, toscas o toscos, muy lejos del modelo.
De forma que los bienes materiales e inmateriales que se nos incitan a alcanzar nunca estuvieron tan lejos de la mayoría de las personas. Tal y como señala John Berger en una frase sin duda memorable: “La pobreza de nuestro siglo es incomparable con ninguna otra. No es, como lo fuera alguna vez, el resultado natural de la escasez, sino de un conjunto de prioridades impuestas por los ricos al resto del mundo.” [4]
¿Cómo enfrentar la pobreza del mundo si el abismo que hemos creado es insondable? Ese modelo virtual de maniquís, de casas con alberca, llenas con una infinidad de aparatos destinados a la comodidad y a la inutilidad, automóviles con lujo, suntuosos, que deben ser desechados año tras año por la presión del mercado y la competencia de la imagen. La imagen, que hemos transformado en la riqueza más grande que alguien pueda poseer en este siglo que comienza. ¿Qué mayor pobreza entonces que en este pujar de la imagen, los despreciados deban sostener una que para el marketing se ha convertido en lo detestado, en la insoportabilidad de una imagen desgraciada?
Transformada el hambre, ésta ha trascendido la carencia del pan, de la hortaliza, de la carne, para convertirse en la ausencia brutal de uno mismo que se imagina posible en lo virtual de las pantallas de la televisión.
Literatura y fragmentación
Si un hombre contemporáneo se animase a realizar un ensayo al respecto, las preguntas se sucederían ¿En un mundo forzado por la virtualidad, conviene a la literatura sumar todavía más fantasía virtual? ¿En una población en que la verdad ha sido tergiversada, fragmentada, traicionada, conviene mantener la mentira como base de la novela? ¿En un planeta que se encuentra inmerso en la oscuridad, es dable continuar con versos que hablen de la depresión, de la decadencia, del horror de la existencia? ¿En una humanidad descaradamente promiscua, es estético continuar hablando de sexo explícito, implícito, piel, y otros erotismos que lo único que hacen es abundar con más y más del queso rancio?
¿Qué papel juega entonces la literatura en este mundo de otros (Alii mundi)? ¿Cuál la comunicación, el diálogo, a través de un lenguaje que ocupa una lengua en la que no nos fue dado expresar lo que internamente nos mueve, tal y como afirmó Hugo von Hofmannsthal en su Carta de Lord Chandos?: “Sentí, con certidumbre no exenta de dolor, que ni el año próximo, ni el siguiente, en ninguno de los años de mi vida, volvería a escribir ningún libro, fuera en latín, fuera en inglés, y ello por una razón extraña y penosa. Quiero decir que la lengua en la que quizá me fuese dado no sólo escribir sino también pensar no es el latín ni el inglés ni el italiano ni el español, sino una lengua de la que me hablan las cosas mudas y en la cual deberé tal vez un día, desde el fondo de mi tumba, justificarme ante un juez desconocido.” [5]
Parecería, entonces, que la literatura debería refugiarse en trincheras totalmente definidas. Y ese el lenguaje de las cosas mudas: la objetividad subrayada. Desplazar al observador, abandonar el mundo del que habla desde sí y para sí. Entonces el observador será exactamente ese desdoblado que mirará el mundo, con el cuerpo del propio autor incluido, en un escenario que se mira desde afuera, observar y auto observarse, sin ningún sentimiento, sin ningún pensamiento, sin ninguna acción. Liberado de quejas, sentimientos de derrota, y más excesos de virtualidad y erotismo, la literatura debería levantarse limpia y objetiva.
Y si alguien se esfuerza en la fantasía, esta debería ser tal que sea totalmente novedosa en creación de mundos, tal que sea alegórica de la cotidianidad. ¿No habrá un espíritu valiente?
En este universo de espejo hecho astillas, una mano venero surgirá seguramente desde la montaña del siglo XXI. Allí no sería arriesgado afirmar que, dada la eterna dualidad romanticismo clasicismo, la vertiente de movimientos espirituales – que en gran medida se han instalado por todas partes- sacudirá el mundo literario. No sería aventurado vislumbrar que durante este siglo, primeramente los movimientos poéticos y, posteriormente, la literatura toda vayan a delinearse y circunscribirse alrededor de los movimientos espirituales, reacción natural a tanta debacle.
Ahora mismo, en este encuentro de la “VIII Bienal Internacional do Livro do Ceará”, descubrimos la tesis de Claudio Willer [6] que nos muestra que el gnosticismo habría sido la religión de la literatura. Y con esta tesis nos trae el dibujo de varios críticos de peso, entre ellos Harold Bloom y Northrop Frye, que habrían navegado en esas esferas, aproximando entonces sus ensayos bajo esa luz. Es decir, las venas más revolucionarias de la literatura y su moderna crítica estarían signadas con la sangre de experiencias y miradas metafísicas.
Finalmente, todo hace presumir que en este siglo de destape, correrá también el avatar de la apertura para el mundo literario, siendo posible entonces que en él se incluya el hecho de que el gnosticismo hasta ahora encubierto sea usado de manera directa, explícita, provocadora y sin disfraces en la literatura de los años por venir. Quede pues esta afirmación como riesgo y esperanza.
NOTAS
1. Umberto Eco. “Cinco escritos morales”. Ed. Lumen. Traducción Helena Lozano Miralles. p. 29
2. Régis Debray. Croire, Voir, Faire”. Ed. Odile Jacob. París 1999, P. 200.
3. Subcomandante Marcos: “La derecha intelectual y el fascismo liberal”, Internet.
4. John Berger. “Cada vez que decimos adiós”. Ediciones de la flor. Argentina, 1997. P. 278-279.
5. Hugo von Hofmannsthal, “Carta de Lord Chandos”, citada por Jesús Urzagasti. Revista Hipótesis No. 3, 1977.
6. Claudio Willer “Um obscuro encanto: Gnose, Gnosticismo, e poesia moderna”, tesis de doctorado, Sao Pablo, diciembre de 2007.
Fuente: http://www.revista.agulha.nom.br/ag67bienalcanedo.htm