Ficciones veraces.
Por: Maximiliano Barrientos
(Notas sobre los ambiguos límites entre periodismo y literatura contemporánea que será presentada en tres entregas. Parte 1/3)
A fines del año pasado recibí un mail de una amiga diciéndome que volvía a la ciudad. Se había ido hacía tres años escapando de un trabajo que detestaba y de una situación familiar poco estable. Durante el tiempo que estuvo ausente escribía y mandaba fotos de los distintos lugares en los que se hospedaba (casas de amigos, hoteles, albergues). Sus cartas no decían mucho de cómo le iba en Los Ángeles, versaban de los lugares que había visto, de las personas que había conocido o mencionaban algunas historias que le habían contado (“el que sale en la foto conmigo se llama Mark, es profesor de piano, hace un año perdió a su hija, un sobrino suyo le disparó por error mientras cazaba”). El mail que anunciaba su retorno era bastante escueto, decía el día y la hora de su arribo, no mucho más.
Al llegar al aeropuerto, fui a la recepción y pregunté por el vuelo que venía de Los Ángeles. Una mujer pequeña que reía a cada rato me dijo que se había retrasado. “Por lo menos dos horas, eso es lo que sabemos”, dijo, y siguió con la conversación que había mantenido con su acompañante antes de que la interrumpa.
Me fui al bar, pedí un café y comencé a leer. Hacía unos días había comenzado Cosas que debes saber, libro de relatos de A. M. Homes, una escritora deslumbrante en muchos sentidos, arriesgada como pocas, dueña de una sensibilidad privilegiada para retratar las perversiones y los desvaríos de la cultura contemporánea. Leí durante una hora y media, y acabé el libro. El último cuento -siguiendo la línea de algunos narradores posmodernos norteamericanos como Don Delillo, Robert Coover y David Foster Wallace- toma como personaje a personas que adquirieron fama mundial por estar rodeados directa o indirectamente con la política estadounidense. La ex primera dama y el héroe de fútbol americano, recrea los últimos años de Ronald Regan y su desvanecimiento en esa segunda infancia postiza que es el Alzheimer.
Siempre me fascinó la libertad que se toman algunos escritores -especialmente norteamericanos- a la hora de inmiscuirse con ciertas personas (públicas o no) para elaborar relatos o novelas. Allí la ficción se convierte en un espacio que sirve para mirar las relaciones humanas desde ángulos insospechados, desde rincones que no sería posible explorar de otra forma. Para conseguir ese efecto de veracidad, para alcanzar el corazón mismo de lo real, recurren a la ficción, es decir al terreno de la posibilidad. Esta literatura es una radiografía de quiebres que son indetectables de otra forma.
Después de esas dos horas de retraso, mi amiga apareció por la puerta de embarque. Estaba un poco más flaca y bronceada, llevaba gafas oscuras y lo primero que hizo una vez salir, fue encenderse un cigarrillo.
– ¿Qué hiciste durante el retraso?, preguntó.
– Leí la mayor parte del tiempo.
Fumó otra bocanada de humo y luego lo soltó.
– Yo dejé de leer hace tiempo, sencillamente me agotó, dijo.
– ¿Por qué?
Más humo. Encendió la radio de la movilidad. Se sacó las gafas. Volvió a colocárselas.
– Las historias, todo eso me cansó. Me cansé de pagar por cosas que son mentiras. Me cansé de envenenarme el cerebro.
No le hice ninguna réplica. No le solté algunas de las ideas que escribí más arriba, me limité a llevarla a su casa y a bajar el equipaje cuando estacioné frente a su verja.
– Nos llamamos más tarde, dijo.
Asentí.
Encendí el motor y volví a casa.
Mientras conducía, pensé en lo que acababa de decirme y me acordé de lo que Javier Marías mencionó en el discurso que pronunció en Caracas al recibir el Rómulo Gallegos por Mañana en la batalla piensa en mí. En ese momento no recordaba las palabras textuales, pero ahora puedo ir a mi biblioteca y agarrar el tomo que conservo, ahora puedo transcribir el párrafo completo: “Quizás no sea lo más sensato por parte de un escritor que sobre todo hace novelas confesar que cada vez le parece más raro no ya el hecho de escribirlas, sino incluso el hecho de leerlas. Nos hemos acostumbrado a ese género híbrido y flexible desde hace por lo menos trescientos noventa años, cuando en 1605 apareció la primera parte del Quijote en mi ciudad natal, Madrid, y nos hemos acostumbrado tanto que consideramos enteramente normal el acto de abrir un libro y empezar a leer lo que no se nos oculta que es ficción, esto es, algo no sucedido, que no ha tenido lugar en la realidad. El filósofo rumano Cioran, muerto recientemente, explicaba que no leía novelas por eso mismo: habiendo ocurrido tanto en el mundo, cómo podía interesarse por cosas que ni siquiera habían acontecido; prefería las memorias, las autobiografías, los diarios, la correspondencia y los libros de historia”.
Dudo que mi amiga haya leído a Marías, mucho menos a Cioran, pero lo que dijo la tarde que llegó al país después de tres años de exilio voluntario, tiene mucha similitud con esta suerte de desprestigio de la ficción, un síntoma que se hizo visible al finalizar el milenio y que obligó a la literatura a extremar recursos y a cuestionar los límites de la propia ficción, haciendo que éstos sean difusos y puedan confundirse con un género que en el pasado había sido desprestigiado y esteriotipado en la pura inmediatez (contraponiéndolo con la novela, que tradicionalmente se vio como un registro que aspiraba a la posteridad). La literatura recurrió al periodismo, y las brechas, antes tan evidentes, no lo fueron tanto.
Esta crisis de la ficción volcó las miradas en géneros como la crónica periodística, determinando el boom de lo que se denominó ‘literatura de no ficción’, dando cabida a cronistas que llegaron a convertirse en objeto de profunda admiración, cuyos textos son considerados como ejemplos de buena literatura a secas. Periodistas como el recientemente fallecido polaco Ryszard Kapuscinski, que en más de una oportunidad fue un firme candidato al Premio Nobel, o el norteamericano John Lee Anderson -cuyas crónicas de la guerra de Irak son consideradas no sólo testimonios del conflicto bélico, sino también una escuela estilística-, o el novelista Paul Theroux, cuya cuantiosa obra de ficción no opaca a sus importantes -y posiblemente más valorados- libros de viajes. En esta lista es imposible no mencionar al escritor que es considerado el principal gestor de la nueva literatura alemana, W.G. Sebald, cuyos libros, híbridos entre ensayos, diarios y crónicas, despertaron la euforia no sólo de escritores y críticos tan importantes como Susan Sontag, sino también la admiración y la fidelidad de miles de lectores alrededor del mundo. Precediendo a todos ellos, décadas antes de esta euforia por el relato verídico, apareció esa camada mestiza de escritores/periodistas que se catalogó como Nuevo Periodismo, encabezados por el quisquilloso Tom Wolf y que entre sus filas se han sorteado nombres tan dispersos como el de Norman Mailer, Terry Southern o el del suicida Hunter T. Thompson, cuyo libro Miedo y asco en las vegas fue llevado hábilmente al cine por Terry Gillian y protagonizado por la dispar dupla de Johnny Deep y Benicio del Toro.
¿En qué radica este afán por lo real, por el efecto de veracidad? ¿Por qué en los últimos años la gente busca con más ansia y rigor narraciones que están avaladas por hechos y no por invenciones? ¿En que se justifica está necesidad de confidencia, o en el peor de los casos, de chismorreo? ¿Es un fenómeno editorial, teniendo en cuenta las altas ventas que han registrados libros recientes como las memorias de Agusteen Burroughs, Los recortes de mi vida, que el año pasado fue llevada a la pantalla grande?
Son preguntas que me exceden y que no estoy en posibilidades de responder, pero sirven como indicadores o síntomas de un fenómeno mayor que se viene dando desde hace algunos años: la crisis de la llamada literatura universal y el reconocimiento de los géneros menores, la puesta en duda del canon literario, la inclusión en el cuerpo de grandes narradores a escritores que antes eran representantes de literaturas menores o de géneros que sencillamente no eran literatura, como el periodismo.
¿Qué determinó esta crisis, esta revisión del canon? La respuesta más pragmática y directa que se me ocurre es el surgimiento de escritores que se formaron y escribieron en géneros menores, pero su talento e indiscutible genialidad no se limitó a éste, sino que invadió los terrenos de la denominada literatura seria. Eso sucedió con Philip K. Dick y J. G. Ballard en la ciencia ficción, con Raymond Chandler o, décadas más tarde, con el irreverente y rabioso James Ellroy en la novela negra. También sucedió lo mismo con Alan Moore y Nail Gaiman en el cómic.
Escritores inclasificables, raros, agujeros negros que absorben todo a su paso y dejan sin aliento a lectores ingenuos (por ahí los mejores) y a críticos con fiebre de taxidermistas. Escritores que cuestionan los límites puestos por académicos y que instituyen nuevas tradiciones.
En el periodismo pasó más o menos lo mismo. La aparición de ciertos autores facilitó los canales de acceso entre éste y la literatura, tornando problemática la definición tradicional de ambos géneros.
Quisiera detenerme en tres autores que ilustran muy bien esta relación: Joseph Mitchell, Truman Capote y, para finalizar, hablaré de un escritor boliviano que en los últimos años ha despertado la atención por sus desenfrenadas crónicas de la ciudad que lo cobijó: Víctor Hugo Viscarra.
[Presentado en el Centro Simón I. Patiño]
09/05/2007 por Marcelo Paz Soldan