Fausto, Job y Jesús parte segunda
Por: Alan Castro Riveros
Los seres del sueño
Los seres del sueño vienen a cuento porque antes del encontronazo entre el cavilador chaqueño Jursafú y cierto doctor alemán en un salón berlinés, el chaqueño le había contado su primerísimo primer sueño en Alemania a su amiga Bárbara.
En aquel sueño, Jursafú andaba acompañado de una muchacha judía. De repente, ambos vieron su entorno cercado por tropas nazis en operativo de captura. Jursafú –dentro de su propio sueño– se asombraba de no estar aterrorizado y atribuía tal desparpajo a su extranjería. En cambio, su amiga judía estaba a punto de desmayarse. A su lado Jursafú, en medio de la balacera, se ponía a contemplar una montaña a lo lejos, un volcán japonés que de inmediato hacía erupción y en vez de explosionar escoria engendraba la cabeza de un filósofo griego (119).
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En el primer cuaderno de En el país del silencio, de Jesús Urzagasti, el personaje conocido como el Otro afirma que en el mundo de los sueños “ni Job ni el doctor Fausto pueden presumir de sufridos o de sabios”. A estos señores, víctimas de pactos, el Otro contrasta “los seres del sueño”, quienes “tienen el semblante cordial del primitivo y desconciertan por su humildad rural… felices perdurando en el recuerdo como emblemas de regiones más sólidas que la nuestra, sin duda por invisibles” (12). Invisibles, sobre todo, para sufridos y sabios.
En Job, difícilmente imaginamos al hombre paseando de lo lindo entre las ruinas de su pequeño señorío. En Fausto, apenas atisbamos al doctor escarbando los vestigios de Troya. Los seres del sueño, también en la ruina, sin presumir de sufridos o de sabios, “nos acompañan sin pedirnos nada”.
La bondad
Recordemos que el doctor alemán recibía a Jursafú en su casa y le reclamaba por no ser un guerrillero revolucionario. En tal pregón, el doctor envolvía una idea del bien y con descaro acusaba a Jursafú de marginarse de la realidad —la cual, según él, exigía agarrar un fusil y dejar de pensar. Era un gesto profesoral contrapuesto, por ejemplo, al de Simón Rodríguez, quien aconsejaba dejar las peleítas y detenerse por fin a pensar.
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Fausto aparece dos veces en el acápite final del tercer cuaderno de En el país del silencio —(en la voz del Otro y hablando del Muerto).
En la primera de ese par, Fausto es otra vez precedido por Job. Ambos, uno tras otro, son mencionados en esta luminosa definición de la bondad: “¿Quién puede presumir de encarnar la bondad?… La bondad es un moroso aprendizaje con la maldad, no una enemistad y jamás un don, quizás un precario triunfo que nos instala en la soberbia, como bien lo supieron Job en su horrible desierto y el amigo Fausto en su lóbrego gabinete” (168-9).
La bondad, resumiríamos, “un precario triunfo que nos instala en la soberbia”.
Y añadiríamos: Job enfermo en el polvo de su imperio; Fausto viejo en pedazos frágilmente acomodados; y los seres del sueño, ahí —sólidos.
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La segunda del par antedicho es la única en la que el doctor Fausto aparece sin Job.
Allí, la voz del Otro narra la historia de don Victorino, un carpintero que habiendo enfermado de asma, se metía al centro de la selva y recibía (del amigo que sabemos) el don de curarse a él y a los demás. El drama fáustico rurales recordado por el Otro en la ciudad de La Paz. Lo recuerda justo después de otra aventura hallada en la urbe andina, la de un poeta llamado Cranach.
“Cranach tenía fama de bellaco y nocherniego, pero yo sólo encontré a un niño que se separó del mundo para amarlo mejor. Supe de entrada que era un gran poeta y un fallido maestro que representaba la comedia del ángel malo”, cuenta el Otro (174).
Una vez más atendemos el aire mefistofélico del ángel jubiloso de la noche que bien podría haber inspirado a un tal Mefisto que antaño trajinaba las calles de La Paz junto a un jorobadito.
Lo cierto es que el narrador –el Otro–, ante repentino cacareo sobre la “bondad del nazismo”, casi le suelta un disparate al señor Cranach. “Al fin y al cabo, por opa que yo sea, considero una estupidez de marca mayor hacerse el guapo y el héroe con los indefensos” (175).
La maldición del dulce Jesús
Aunque a Jursafú –en tierra onírica y extranjera– no se le movía un pelo en pleno operativo nazi, otra cosa era cuando unos hombres armados se metían por los pasillos del periódico paceño en donde Jursafú se encargaba del suplemento literario. “El que hacía de guía, un mozalbete moreno, cargaba una metralleta y podía disparar a la menor incitación” (266). En tal trance, en donde cualquier minucia era síntoma de un crimen, Jursafú recuerda no sólo a Fausto y a Job, sino que añade al dulce Jesús. (Estamos ya en el cuarto cuaderno, donde Fausto y Job aparecen también dos veces).
Jursafú, ante el contundente atropello de los “mojigatos armados”, reflexiona sobre la extrema racionalidad que gobierna la precaria vida humana en la Tierra. Y apenas antes de formular tal pensamiento, el chaqueño recuerda “la inescrutable aventura de Job con Dios y el demonio, el drama del doctor Fausto y la maldición del dulce Jesús a la higuera por no dar frutos en la estación en que ningún árbol florece” (266-7).
Jursafú añade una escena del Nuevo Testamento a la tradición del drama fáustico: la maldición del dulce Jesús.
Job –arruinado– maldice su suerte tras descreer de la justicia divina; Fausto presencia su desgracia tras advertir que ha sido entrampado en las triquiñuelas del poder. Jesús, de hambre, maldice la higuera por no dar frutos.
La maldición a la higuera es un extravagante milagro de Jesús relatado en los evangelios de Marcos y Mateo, y en el se cifra la fragilidad de la especie humana. En ambos evangelios, este milagro da pie a una apología de la fe. Jesús, acercándose por hambre a la higuera, se enoja con ella por no tener frutos, y le dice que no volverá a dar frutos jamás; la higuera se seca.
La diferencia entre las versiones de los dos evangelistas es el tiempo que tarda la higuera en secarse. Según Marcos, se descubre la higuera seca al día siguiente. Y según Mateo Leví, la higuera se seca inmediatamente –por obra de magia, digamos– (el detalle disímil no deja de ser inquietante, pero no ahondaremos en ello por ahora).
En ambos casos, los discípulos se quedan a su vez secos ante el prodigio de una higuera repentinamente arruinada. Y Jesús aprovecha para recordarles la importancia de la fe, en cuanto la oración puede mover montañas. Es el milagro como portento de la palabra encarnada.
Claro que este milagro sucede tiempo después de la incursión de Jesús al desierto; allí donde el hijo del Hombre es tentado, mientras ora por el amigo que sabemos.
Fuente: Letra Siete